La pregunta que se formulaba en su mente mientras escuchaba
a su blind-date fanfarronear sobre viajes absurdos y conquistas ridículas era
¿por qué no puedo encontrar lo que estoy buscando? El sol del sábado se
antojaba para una larga caminata en la plaza, y eso era precisamente lo que
Katia estaría haciendo de no haber aceptado la invitación de aquel hombre insubstancial
y acartonado. Bastante entrado en años, su mirada le recordaba a uno de esos
templates genéricos de power point. Pero Katia ya no podía darse el lujo de
esperar. ¿No era esa la razón por la que había entrado a ese lugar de citas por
internet? Años atrás hubiera jurado, por desesperada que estuviera, jamás
buscar el amor en un medio rebosante de personas desesperadas. Sin embargo, la
vida siempre le había regalado envolturas vacías. Detrás de cada anhelo
sobrevenía una decepción, cada parcela de tierra terminaba infestada por la
plaga. Y la plaga hace lo que sabe hacer mejor: minimizar. Katia lo había
aprendido a punta de muertes, abandonos y traiciones, cada una un disparo a la
bandera que nunca se atrevió a izar. Era una mujer hermosa, pero lo había
olvidado. Más de una vez, la certeza de que si tenía poco se debía a que no
merecía más se había vuelto el eslogan de su existencia. Se quería a sí misma,
pero ya no sabía cómo demostrárselo. Para su cita con Míster Tecontéquetambiénsécocinar
no se tomó la molestia de maquillarse. El cabello lo llevaba anudado en una apresurada
cola de caballo muy casual. Un poco de rubor en las mejillas. El decoro le
prohibió salir a la calle en pants y a punto estuvo de cancelar cuando su
instinto beligerante le preguntó ¿estás
muerta? ¿No? ¿Entonces? Ahora no sabía cómo ingeniárselas para abandonar la
mesa del restaurante. El hombre hablaba pero sus intentos por ser elocuente no
causaban el más mínimo impacto. Katia sintió pena por él. De alguna forma, pensó, todos
hacemos lo posible por sobrevivir. Y es que permanecer en el planeta cuesta
tanto, a veces. El precio que se paga por el derecho de piso merma, siempre. Tantas
noches solitarias, tantas cenas para microondas, tantas fotos en facebook,
donde la felicidad de sus amigas resultaba asfixiante. La herramienta de aquel
hombre para sobrevivir era escribir cuentos, mismos que enviaba a Katia por
correo. Así se conocieron. La amistad fue estrechándose hasta que ella accedió
a salir a comer. A Katia le gustaban sus cuentos, en especial los que no tenían
un final feliz. Curiosamente, al principio no le resultó tan desagradable la
charla: el hombre había llegado puntual, su arreglo denotaba esmero, y la
loción le pareció agradable. Fue cuando su inseguridad comenzó a volverse
evidente que ella perdió el interés. Llegó el postre. Katia apenas había
probado bocado, así que la idea del flan le pareció repulsiva. En ese momento
ocurrió lo peor. Sin previo aviso, él sacó de su saco un estuche negro. Ante
los ojos aterrorizados de ella, lo abrió despacio. Un instrumento de metal
bañado en oro brilló.
- Toma – dijo él con timidez.
- ¿Qué es? – preguntó Katia tartamudeando.
- La llave de mi corazón.
- ¡No por favoooor!
– quiso gritar Katia. ¿Podía el hombre ser más ridículo?
- Gra… cias – dijo finalmente.
La
llave se sentía ligera y sólida.
- Cuesta mucho – dijo él - ¿Sabes? Cuesta mucho decidirse
dársela a alguien.
- ¿No estaría increíble? – preguntó ella absorta en los
reflejos dorados de la llave – Que en realidad uno pudiera tener la llave del
corazón de las personas.
Él
permaneció callado. Katia se había acostumbrado tanto a su voz monótona que
ahora que guardaba silencio su mente regresó de donde quiera que hubiera ido.
La mirada del hombre le pareció insultada, y ella no supo si pedir perdón por
lo que acababa de decir.
- No sé por qué lo
dices.
- Esta llave sólo es un símbolo – explicó ella con tono
molesto – Me refiero a que estaría incre…
Katia
se detuvo. Reclinándose hacia atrás, el hombre había abierto los botones de su
camisa y ella veía ahora una cerradura de bronce atornillada en su pecho. Katia
dudó. Aquella era la broma más perversa que le habían jugado. Dejando la llave
sobre la mesa, se puso de pie con la intención de marcharse. De pronto, una
extraña idea la obligó a detenerse. Tomando la llave nuevamente, la insertó en
la ranura de metal. Girándola hacia la derecha escuchó un click… y el pecho del
hombre se abrió.
Lo que
Katia encontró en la pequeña bóveda fue una madeja de objetos imprecisos. Al
jalar el primero, descubrió que se trataba de un recetario para una blind-date
exitosa: arréglate, compra una corbata nueva, perfúmate, trata de impresionarla
aunque sea con exageraciones, ella lo vale; el siguiente objeto era un
recordatorio cosido con hilo azul sobre una tela amarilla: no dejes de llamarle
al viejo. Luego fotos de bicicletas, una carta de recomendación, una grabación
en la que un jefe cruel le reclamaba por no haber entregado a tiempo cierto
reporte; voces burlonas que le recordaban su timidez, una carta de amor a su
maestra del sexto grado, una foto en la que un niño sonreía sobre los hombros
de un hombre fornido, un funeral; el cheque de una revista por la compra de un
cuento, otro cuento, luego cientos; la nota de un súper por una cena para
microondas. La madeja iba deshaciéndose conforme Katia sustraía los objetos.
Una chamarra de cuero con parches de equipos de futbol, un Ford Modelo T en
miniatura, varios dibujos obscenos. Frases garabateadas con carbón, el espejo
miente, karma y destino, acción y consecuencia, el perdón es a ti mismo. Y al
final, Katia es un país. Presa de la
curiosidad, Katia jaló un poco más. El carrete de objetos no cedía, como si de
pronto no hubiera más. Pero ella necesitaba saber el significado de aquella
frase. Se sintió engañada; de nuevo una envoltura vacía. Katia jaló con todas
sus fuerzas, hasta que la retahíla volvió a brotar. El último de los objetos
debió de estar conectado con los órganos, pues detrás de las frases comenzaron
a salir las venas, el hígado, los ojos, el fémur, la tibia, los pulmones, en
fin, todo lo que conformaba aquel ser humano. Cuando llegó al final de la
cadena, tenía en sus manos una maraña indescifrable de todo lo que había
constituido la vida del aburrido escritor de cuentos. El hombre había
desaparecido. Las campanas de la iglesia repicaron y un perro ladró
intolerante. Segundos después, el mesero se aproximó con la cuenta.
- ¿Qué sigue? – preguntó Katia con urgencia en la mirada.
- Me parece que debes buscarle a eso una envoltura –
respondió el mesero.
Acto
seguido, limpió la mesa de platos, vasos y mantel. Pero se aseguró de no
llevarse una diminuta llave de metal. A esa hora de la tarde brillaba como si
estuviera hecha de oro.
Me encantooo!!!
ResponderEliminarMuy bueno y sigo leyendo! Ya conversaremos.
ResponderEliminar