domingo, 4 de septiembre de 2011

Querida Liloo

Septiembre 25

Querida Liloo,

No vas a creer lo que me ocurrió ayer. La cosa más sorprendente. Me disponía, como es costumbre cada tarde, a llevarte la carta que te escribí, cuando, al abrir la puerta de la casa me encontré a Thierry. ¿Lo recuerdas? El protagonista de la novela que nunca quisiste leer. Sentado en la acera de enfrente, tenía los ojos húmedos como charcos negros, la piel violácea y contrita debajo de los ojos, el semblante caído. Se le veía deshojado, como a los restos de un barco que nunca sobrevivió a un tifón. Llevaba puesto un gabán gris que le llegaba a las rodillas. Con franqueza puedo decirte, amor, lo vi más acabado que como lo describí la última vez en mis cuadernos. Se aproximó al verme, y a manera de saludo dijo que una enorme tristeza lo aquejaba, que tras descubrir la traición de Sylvie el corazón se le había hecho añicos, que por las noches la ansiedad le goteaba por los poros y la desesperación conjuraba insomnios de muerte. No tenía que decirlo. La palidez en su piel, casi transparente, daba cuenta de la zozobra. “¿Cómo pudo hacerme esto?,” repetía una y otra vez mesándose los cabellos nerviosamente con las manos. Su aliento olía a noches de furia. Debo confesarte, Liloo, que por ese hombre sentí algo desagradable. Thierry debía despedazar bestias con las manos. Viéndolo en la puerta de mi casa, encorvado, escuálido, perdido, nervioso, me pregunté si había hecho bien en dejar el destino del reino en un ser pusilánime como aquel. Quise decirle cómo lidiaba yo con tu abandono -- ¡con aplomo, por supuesto! --, pero decidí callar. Enterró en mí esos ojos profundos y me preguntó por qué había tomado la decisión de que ella se fuera con otro, dejándolo a él vacío como un tarro de mostaza. Alcé los hombros: “existen historias que no pueden ser contadas de otra manera.” Me contó de los arranques de celos que le sobrevenían al saberla tocada por otro hombre, de la desesperación que arañaba su pecho al imaginarla en la cama de alguien que no era él. Viéndome incorruptible en mi decisión, me pidió un último favor, la cosa más extraña. Al escuchar su pedimento, me rehusé. Su falla de carácter, expliqué, podía ser corregida. “¿Podrías vivir el resto de tu vida con un estilete rasgándote el alma a cada segundo?,” me preguntó. Entendí lo que quiso decir. Cerré la puerta. Regresé a mi escritorio, abrí mi cuaderno y con la goma del lápiz concienzudamente borré lo tocante a su persona, primero su nombre, luego sus características físicas. En la calle, Thierry caminaba hacia el puerto. Bajo la luz de las farolas, ante la vista de los peatones, comenzó a desmoronarse dejando polvo de Thierry en cada esquina. Por último, borré sus sentimientos. No está bien que los sentimientos de un hombre le sobrevivan.

Ojalá estuvieras aquí.

Siempre, Max

Octubre 14

Adorada Liloo,

Anoche sólo di vueltas en la cama. Mi mente no deja de preguntar por qué tomaste la decisión de marcharte. ¿Por qué me dejaste, Liloo? ¿Por qué te fuiste? Ayer todo lo que vi en el día careció de significado. No vas a creer lo que ocurrió. Los dirigentes del Partido detuvieron el tren y metieron a los hijos de los inmigrantes en sus vagones. Entraban a las casas y les arrebataban a sus hijos. Los gemidos de las mujeres y sus hombres interrumpieron mi concentración, así que salí y me encontré al señor Garrick, ¿te acuerdas de él? Un cuarentón apergaminado que se ganaba la vida contando chistes en la Plaza de la Libertad, o haciendo bromas y malabares. Siempre reías de sus sarcasmos, aunque a mí me parecían vulgares y hasta sosos. Los del Partido entraron a su casa y tomaron a sus tres hijos, quienes se habían escondido debajo de sus camas. El mayor, de diez años, hizo lo que pudo por defender a sus hermanitos, arrojándoles floreros y vasijas, incluso juguetes. ¿Por qué te fuiste, Liloo? Cuando le avisaron, el señor Garrick llegó corriendo desde la plaza. Suplicó invocando los tres pilares de la República: justicia, equidad y creo que justicia otra vez. Apiadándose de él, yo creo que por ver cómo el sudor arruinaba su maquillaje, el militante encargado de la operación le propuso un trato: “Cuéntame un chiste por cada uno de tus hijos. Si logras hacerme reír, dejaré que permanezcan contigo un año más.” Si hubieras podido ver en ese momento al señor Garrick, amor, te habrías convencido de que no soy el hombre peor vestido de la ciudad. Frotándose las manos, cerró los ojos y habló. Ignoro hasta ahora qué fue lo que le hacía tartamudear, tal vez fuera el sol, que a esas horas producía un calor calcinante, o la concurrencia de mujeres lloronas, que como chacales aguardaban a que el pobre hombre lograra el milagro de salvar a sus propios hijos para que multiplicara los chascos en aras de salvar a los ajenos. Pero él no estaba en sus mejores momentos. Las pausas innecesarias entre palabras restaban efecto, y cuando terminó de contar el primer chiste, el militante negó con la cabeza. De inmediato, dos miembros del partido tomaron al menor de los tres hijos, Jacobo, y lo arrojaron al interior de uno de los vagones ante la mirada horrorizada del señor Garrick. ¿No me decías, Liloo, que jamás me abandonarías? El militante miró su reloj y el cuentachistes recitó aprisa y sin gracia una anécdota que, reconozco, hubiese resultado graciosa en otras circunstancias. Pero ahí, con los adoquines ardientes quemándole las plantas de los pies, fue como si pronunciara el contenido de un frasco de conservas. Al terminar, de la turba surgieron algunas risas y una chispa de esperanza iluminó el rostro del arlequín. Por toda respuesta, sin embargo, el militante del Partido miró al cielo emitiendo un contagioso bostezo. El bufón tembló. Sabía que su fracaso condenaba a la oscuridad del último furgón a Sumya, la niña de ocho años. Garrick gimió “perdón, perdóname hijita, perdón…” ¿De eso se trata tu ausencia, Liloo? ¿Debo suplicar por tu perdón para que vuelvas? Anunciando la hora de partir, el silbato del tren estremeció a la muchedumbre que para entonces se hallaba sumida en un pavoroso embotamiento. Las lágrimas del hombre se evaporaban apenas tocaban el suelo y cuando se atrevió finalmente a contar el tercer chiste, la represa en sus ojos había cedido a un lloriqueo frenético. Delante de mí y de decenas de personas, dijo palabras sin sentirlas que se escuchaban afónicas debido al llanto atrapado en su garganta. Con ambas manos arrancaba los mocos de su nariz. Una fuerza invisible le obligó a doblar las rodillas y, sobre el suelo, guardó silencio. Todos callamos. Recuerdo que podía escucharse el aleteo de las palomas despegando del campanario. Levanté la mirada para ver a los gendarmes arrastrar al mayor de los hijos, Cyska, hacia el tren, cuando un sonido inesperado los hizo detenerse. Era la risa del militante del Partido quien, señalando burlonamente el cuerpo compungido de Garrick, no paraba de reír. La miseria del desafortunado payaso significaba una placentera pausa en el ajetreado día del militar. Contagiados por la alegría de su superior, los gendarmes soltaron al muchacho que corrió a abrazar a su padre. El silbato sonó por segunda y última ocasión. Poniéndose en marcha, el tren abandonó la ciudad perseguido por hombres y mujeres que suplicaban y lanzaban conjuras contra los villanos que les robaban a sus niños. La calle quedó vacía, salvo por la ruina que era el señor Garrick y su hijo mayor, quienes, amalgamados en un abrazo, semejaban un monumento al naufragio. Cuando quise enviarte la carta que te escribí la noche anterior, la oficina postal estaba cerrada. Todos perdimos algo el día de ayer.

Max


Diciembre 18

Adorada Liloo,

No tenerte me ha convertido en una sombra desdibujada y sonámbula. Emprendo de noche largas caminatas en las que pretendo imaginar el lugar en dónde estás, con quién estás. Las piedras de río que colman las veredas de este pueblo, que bien pudieran ser islas o países extraños, me han escuchado maldecirte una y otra y otra vez, pero lo cierto es que si al doblar la esquina de pronto te encontrara, me sujetaría a ti con todas mis extremidades para nunca más dejarte ir. En esas caminatas me ocurren las cosas más extrañas. No me lo vas a creer. Anoche, sintiendo la brisa del océano invadiéndome los poros, llegó una música triste que rebotaba en las paredes y en las tejas, subía y bajaba, despacio, enredándose en las ramas, para después girar alrededor de las farolas y las ventanas entreabiertas de casas oscuras. Hubiera podido asegurar que provenía de la luna cesante, pero al llegar al atrio de la vieja iglesia me encontré con un viejo que tocaba una flauta. Apenas tenía cabello y la piel de sus brazos y rostro le colgaba como un traje que le viniera grande. De su instrumento brotaba esa negra melancolía, cuyo canto endémico no le daba tregua a mi alma, más bien parecía invitarla a hundirse olvidándose de todo propósito. Al verme, dejó de tocar. “Algo estoy haciendo mal,” dijo. “He tocado y tocado durante noches enteras y no consigo que el fantasma de mi primera esposa deje de importunarme. Me platica mientras labro el campo y se me aparece en la casa a todas horas. ¡Mírala! ¡Se ríe de mí! Lo peor es que mi segunda esposa ha amenazado con dejarme si no lo ahuyento de una vez por todas. Dime tú, que con tu arte has apaciguado a hechiceras y lagartos, ¿qué hace falta para convencer a su espíritu de cruzar irrevocablemente el umbral hacia el otro mundo dejándonos a los vivos disfrutar el poco tiempo que nos queda?” ¿Cómo explicarle al viejo, Liloo, que si la suma de todas mis palabras no te convencieron de quedarte, menos podría convencer a un alma necia de marcharse? ¿Serviría mostrarle mis cuadernos baldíos como alas rotas, mi léxico malogrado y estéril, la tinta impaciente y caduca? “Supongo que la más bella de las artes podría mostrarle el camino al lugar al que pertenece,” expliqué. “Debes convertir tus notas en vocablos, sólo así las puertas al inframundo se abrirán, dejándola entrar.” El viejo meneó la cabeza. “Únicamente sé de música. Si me ayudas en la transmutación te estaré por siempre agradecido.” Me extendió una hoja blanca y una minilla de carbón. Escribí entonces, Liloo, las palabras que en noches rabiosas te grito a puño y sangre rogándote que vuelvas, que me toques con tus ojos, que finalices con los labios esta escultura que dejaste inconclusa, que tu abrazo me salve del estrago. Palabras que conocen sólo quienes han bebido la savia de mil troncos ajados. Con mano temblorosa escribí nuestro alfabeto, el código simplista que nos hacía reír, esas tres palabras que todavía espero bajo mi almohada y que ya no te atreves a decir. Y mientras preparábamos pequeños rollos de papel para insertarlos en la flauta, se me ocurrió que tal vez no vuelves porque no encuentras el camino a casa, que tu extravío se debe a una ceguera del alma, que te encuentras desolada, como yo, cuando te rodeas de silencio. Con anhelo radiante, el viejo sopló por la boquilla de su instrumento produciendo un sonido sordo y torpe, un carraspeo que no conmovió a nadie. Lo intentó de nuevo. Nada. Otra vez. Lo mismo. El fantasma de la mujer permanecía de pie. Marchándome del lugar, apenas atisbé cómo arrojaba el viejo, gruñendo en frustración, la flauta al fuego. Muchos pasos después, casi llegando a casa, noté que por encima de los tejados un vaho escarlata que llegaba de la iglesia se deslizaba acarreando un murmullo. Afinando el oído, reconocí la música del viejo, pero diferente. Por debajo de las notas percibí un susurro tenue procedente de las entrañas, desde ese punto que los médicos no se atreven a tocar y que los poetas no saben qué nombre darle. Ocurrió entonces la cosa más extraña. ¡No me lo vas a creer! En un segundo, las puertas y ventanas de casas aledañas se abrieron una por una, y a través de ellas vi hombres y mujeres corriendo a escobazos a los fantasmas de sus antepasados, quienes, perversos, habían vuelto desde el más allá para contarles que la vida es una tonada interpretada por un insensato a la que bailan idiotas y vacuos por igual. Me eché en cuclillas sobre nuestro jardín. ¿No lo sabes, Liloo? Ácaros rebosan donde alguna vez sembraste orquídeas.

Regresa,

Max

Exhausto de ánimo, Max cerró el cuaderno. Cubriéndose los hombros con el abrigo, salió a la calle y echó a andar hacia la tienda de antigüedades. Recogió un envoltorio y subió por el camino que lleva a la casa de los padres de Liloo. Tiró de la cuerda y siete cascabeles anunciaron su llegada. Tras unos segundos, una mujer entrada en años apareció.
“Traigo un regalo para Liloo,” dijo Max extendiendo el envoltorio. Con ojos vidriosos, la madre abrió el paquete.
“Es una aguja imantada,” explicó él. “La punta negra siempre apunta hacia donde me encuentro yo. Así sabrá ella cómo encontrarme.”
Una lágrima cayó sobre el regalo inútil.
“Max, ¿qué no lo entiendes? Cada carta que envías, cada vez que nos visitas, es una daga que nos traspasa el corazón. Han pasado diez años desde la muerte de Liloo, y con tus palabras nos recuerdas la terrible soledad que siguió a su muerte y la tristeza de saberla ida. Te lo suplico, no escribas más, no vuelvas. Permite a lo irreparable continuar su curso natural.”
Dicho esto, la madre de Liloo cerró la puerta de un golpe, dejando a Max respirando una ausencia que jamás dejaría de pesarle. Volvió a su casa, dejó el abrigo caer sobre el suelo. Abrió su cuaderno y con mano firme comenzó:

Febrero 13

Querida Liloo,

No vas a creer lo que acaba de ocurrirme. La cosa más extraña…

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martes, 16 de agosto de 2011

Para empezar


Poco o ningún reconocimiento daba a las canciones de este artista, hasta que llegaste a la casa y me dedicaste este video.

domingo, 7 de agosto de 2011

VIVIR SIN GLORIA

Sobre la tierra, un navío
como promesa largamente anunciada
la nave de los locos ha partido.
La sonrisa de Dios sin hacerse esperar
La naturaleza finalmente encontrando
el por qué. 
Como si no fuera sorpresa
que dos corazones
pudieran quererse así

Vamos tú y yo
Tu nombre solo me vistió de Gloria
a pesar de las guerras perdidas
Pude al fin ver mi vida dibujada
sin heridas
Todos mis secretos en un libro
que sólo tú puedes leer

Sin conocernos nos reconocimos
Sobre este mar de necios
nos llegamos a tocar
¿Imaginaste alguna vez tocar el cielo?
¡Ay, amor! Le has enseñado
a un hombre a volar
Y ahora lo único imposible
es no querer estar aquí
¿Quién era yo antes de esto?
¿Cómo era yo antes de ti?
Me cuelgo de las palabras que
me dices
Me reinvento en las frases
que me haces decir
Con agua nueva has reescrito
mi historia
Vivir sin ti,
vivir sin Gloria,
sólo dime
¿Cómo pude?


Para Gloria Elizabeth

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miércoles, 13 de julio de 2011

Curso-Taller de Guionismo para Cine

¿Cuántas veces hemos salido del cine y lo primero que pensamos es ‘yo pude haber escrito algo más interesante que la película que acabo de ver’? O llevamos en la cabeza una historia a la que continuamente le damos vueltas, seguros de que si tuviéramos el tiempo y los conocimientos adecuados podríamos escribir el guión de una película que resultaría interesante para los demás. ¿Cómo encontrar el tiempo para sentarme a escribir? ¿Dónde obtener los conocimientos y las herramientas necesarias para plasmar en papel la historia que llevo en la mente? ¿Puedo yo escribir el guión de una película que pueda producirse?

Durante los últimos meses he recibido sugerencias y peticiones por parte de lectores de La Tostadora de Pan TM y seguidores en twitter para abrir un curso que muestre de manera dinámica y concisa la manera de escribir guiones “que funcionen”, desde el diseño de una estructura dramática sólida, hasta la construcción de personajes verosímiles y, por qué no, memorables.

Misión cumplida.

Dirigido a personas con o sin experiencia en el arte de escribir un guión para largometraje, el Curso-Taller de Guión Cinematográfico combina elementos teóricos con la práctica, lo que permite al guionista conocer los principios que rigen la construcción de un guión sólido al tiempo que escribe su propio tratamiento.

El objetivo es que al final del curso el guionista haya escrito un primer tratamiento de guión listo para posteriores revisiones.

Si tienes duda de si vale la pena o no tomar un curso/taller en el que aprendas a poner en papel la historia que siempre has querido escribir, piensa qué tienen en común las películas que han encontrado un lugar especial en tu vida. ¿La respuesta? Alguien se tomó el tiempo de sentarse a escribirlas.

Impartido por: Alejandro Orozco (Max Blume)

Profesor en la Maestría de Guionismo de la Universidad Intercontinental y en la AMCI. Guionista de la serie “Cuentos para Solitarios” distribuida por Universal Channel. Escritor del largometraje “El Último Evangelio”, producido por NuFilm. Coguionista del largometraje “Creador de Divas: la Vida de Juan Orol”, ganador de la beca IMCINE para apoyo a escritura de guión, de la beca del Instituto Sundance para perfeccionamiento de guión, y de la beca “Alejandro Galindo” para perfeccionamiento de guión, auspiciada por la Sociedad de Directores e impartida por el Maestro Vicente Leñero. Escritor del libreto de la Ópera "Falling from the Rainbow", interpretada por músicos del Rotterdams Conservatorium y estrenada en Rotterdam, Holanda, 1999.

Si estás interesado en tomar el Curso-Taller de Guionismo para Cine, envía un email a:
elmismo@hotmail.com o max.blume.blog@gmail.com

jueves, 16 de junio de 2011

Un beso al pasado

Si me dieran un peso por cada vez que me preguntan '¿a quién se la escribiste?' ya tendría para mi viaje a Tailandia. Debo confesar que me gusta más esta versión ahora que cuando la escuchábamos en el radio allá por el '96.

miércoles, 15 de junio de 2011

The eyes of Lisa Mackinnon (Part 2)









What’s going to save you?
the mirror fired back
hail storm upon your head
claws dragging down your feet

A clown in uniform --
the Swan Song, the song
nails and feathers in your bed
The heart of darkness, a voice that lit

Out of the blue
two lightning of green
washed away tear and thorn --
cool and clean

Words of love
I hear you speak
Carefully, I listen
through the memories, you sing

I see the eyes
that lie behind
the eyes that everyone else
they see --
beauty, my past
the ocean,
forgiveness, endurance
and glee

Walk with me
for tonite I,
full of gloom and lonely,
will conjure up
your eyes of green
and speak the words
if only, my love --
if only

domingo, 12 de junio de 2011

El Trofeo

Una mañana de domingo me encontraba plácidamente descansando en mi casa cuando el timbre sonó. Abrí la puerta y me encontré con un hombre alto, de edad madura, pelo cano, que vestía un gabán gastado y gris. Llevaba en los brazos un enorme trofeo de color plata incrustado en una base de madera. “Buenos días,” me saludó. “Esto es para usted.” “¿Qué es esto?,” pregunté asombrado. El hombre del gabán gris me respondió “Usted ha ganado el concurso, felicidades.” “¿Qué?,” pregunté. Pero así, sin más, me entregó el trofeo y se marchó. Sujetando el trofeo leí la inscripción en la base de madera: PRIMER LUGAR. SEGUNDO CONCURSO INTERNACIONAL "EL HOMBRE MÁS PARECIDO A MÍ".
Seguro de que se trataba de una broma regresé a mi sillón y pensé en quién podía haberme hecho caer en una burla tan original. Revisé nuevamente la presea en busca de alguna cámara o micrófono oculto, pero parecía genuino. Regresé a mi sillón, pero la situación me dejó intranquilo. Entonces me asaltó un pensamiento catastrófico. ¿Y si el concurso era real? ¡Dios mío! ¿Quién era ese hombre? Me puse los tenis y salí corriendo esperando alcanzar al hombre misterioso. Lo vi doblando la esquina y corrí tras él. Subió a un auto y arrancó. Entré en pánico. Afortunadamente un taxi pasó por el lugar. Le pedí que siguiera al auto. El hombre de gris viajó hacia el sur por más de media hora. Dio vuelta por un sinfín de callejuelas y finalmente se detuvo en una tienda de renta de videos.   Bajó del automóvil, entró al establecimiento y se sentó detrás del mostrador. Debe de ser su empleo, pensé. Pasados diez minutos, se puso de pie, cerró la tienda y se marchó caminando. Lo seguí unas cuantas cuadras hasta que entró a un edificio. Con que aquí vive, me dije. Sintiéndome un poco ridículo, escalé un poste de luz frente al edificio y ubiqué el departamento donde vivía este hombre que me perturbaba cada vez más a medida que pasaba el tiempo. Se preparó un café, se sentó frente a su computadora, entrelazó las manos detrás de su cabeza y, reclinándose hacia atrás, aguardó unos minutos. Seguramente estará escribiendo algo importante, una novela tal vez. Pasaron los minutos. Mis manos sudaban contra el frío acero del poste de luz. Finalmente, dio un sorbo a su café, apagó la máquina, tomó el gabán y salió del departamento. En la esquina tomó el tranvía y tres estaciones después bajó (bajamos) frente a un cine. Compró un boleto y entró a la sala. Un poco de sano esparcimiento, deduje. Hice lo propio. En la oscuridad de la sala, encontré al individuo con los pies subidos en la butaca. La película comenzaba a interesarme cuando el tipo se levantó y abandonó la sala. Maldición. Tomó (tomamos) un taxi y, al anochecer, llegamos a un table dance. Pervertido. Preocupado por aquella situación que se salía de cualquier parámetro de normalidad, pagué el cover e ingresé al tugurio de mala muerte. Dos pistas de baile, cada una con su respectivo tubo. El sórdido ambiente no ayudó a aquietar el perturbado estado en el que mi mente se encontraba para entonces. El hombre de gris ocupó un taburete, pidió un drink, compró una ficha, encendió un cigarro. Justo cuando una mujer semidesnuda se aproximaba a cobrar la ficha, él pidió la cuenta, pagó en efectivo y despreocupadamente salió a la noche tibia y sin estrellas. De regreso a su departamento, el nefasto y bucólico individuo encendió el televisor. La cabeza me reventaba en una confusión de ira y contradicción. No existía nada en ese hombre, ni en sus facciones, manera de hablar, andar o actuar, que me hiciera parecido a él. No había podido determinar en sus acciones de ese día algo que pudiera relacionarnos o volvernos colegas o espíritus afines. ¡El tipo era pelirrojo, por amor de Dios! Quería enfrentarlo, arrojarlo contra la pared y sacudirle la verdad a patadas. Harto de sentirme así, entré al edificio, subí las escaleras hasta el tercer piso y llamé a su puerta. En segundos apareció. Podrán adivinar su sorpresa al verme ahí, frente a él, sintiéndose descubierto en su charada. “El trofeo,” comencé. “¿Cómo te atreves a decir que soy parecido a ti? Trabajaste menos de diez minutos. No escribiste nada en tu computadora. Malgastaste dinero en una buena película que no terminaste de ver. Estuviste catorce minutos en un lugar de perdición y ni siquiera acabaste tu trago. ¡Cómo pude ganar ese concurso! ¡Desperdiciaste un día entero haciendo nada!” El hombre sonrió. Colocando una mano en mi hombro dijo: “Precisamente. Y espero verte en las finales del próximo año."

Recién enontré este cuento en mi otro blog.

sábado, 14 de mayo de 2011

No puedo con el puto dolor

Ya no puedo seguir
abrazándome a mis rodillas
viendo cómo nadie se detiene a ver
No soporto las noches
cuando ni siquiera soy yo el que llora,
pues yo ya no estoy ahí
¿Cómo chingados recupero
lo que perdí
lo que me mantenía erguido,
eso que me hacía reír?
Las paredes se contorsionan
Puñetazos de rabia
Sólo veo traición, abandono, decepción
Un hombre desgajado
Me preguntan si estoy bien
¿Qué respondes cuando el corazón
se sabe solo?
Alargo la esperanza
hasta que termine de anudarse a mi cuello
Quiero saltar
¿Cómo me mantengo firme
cuando todas las puertas que he abierto en mi vida
me han llevado a este oscuro abismo?
Desesperado busco las respuestas
como si mi falta de yo
pudiera sumarse o dividirse
o cuadricularse
Para irse a la mierda
no hay matemática que cumpla
Nada que comprender
Fuiste lo mismo:
un montón de palabras
que no te cansas de repetir
Te escucho
porque soy tan imbécil que pienso
que la reconstrucción viene de fuera
Permaneceré aquí, sentado
hasta que la rata pusilánime
deje de sangrar
Mientras tanto sólo me queda gritarle
a quien le importe
que hoy
hoy
ahorita
no puedo con el puto dolor

lunes, 4 de abril de 2011

El otro nombre del mar

Amanecía y el mar le recordó otras mañanas de gris. La maravilla de los fuegos disparándose en el horizonte montañoso lo deslumbraba apenas. Sobre majestuosos paisajes no reposa el espíritu de un hombre, se dijo. Sentado, con la espalda hacia el acantilado y la frente hacia el resto de su vida, aguardaba el pescador. La barca se movía al capricho del océano y él pasaba las horas contemplando los guiños resplandecientes en las olas diminutas, preguntándose, si se le diera la oportunidad, qué otro nombre le gustaría para el mar.
Lo cierto es que cavilaba sobre estas y otras cuestiones de poca importancia porque cuando uno sólo espera a que pase el tiempo la ansiedad desenreda hacia lugares insospechados la madeja de la imaginación. Sin emoción, el pescador murmuraba nombres.
Habían pasado días desde que había pescado sustento; eso, por no contar los charales raquíticos que se quedaban atorados en los nudillos de la red. Pero un pez de buen tamaño, un ejemplar que pudiera alimentarlo durante días y que pudiera presumir en la aldea, no había caído en quién sabe cuántos días. Por aburrimiento comenzó a tararear canciones que llegaban desde su infancia, cuando el hombre más respetado en la aldea era el que atrapaba el pez de mayor tamaño. Poco a poco, con los años, esos preciosos animales se habían ido, y resultaba ahora más difícil convencer a los demás y a uno mismo que la de pescador era la vida por la que valía la pena despertarse todos los días.
Hoy, el hombre que había sido profeta en su tierra, se disolvía como las huellas en la arena. El pescador regresaría a la aldea con las redes vacías y los hombres y mujeres hablarían en lo bajo sobre la pena que sentían por él, conteniendo la risa para conversaciones nocturnas a puerta cerrada.
Un sobresalto lo sacó de sus pensamientos y lo obligó, más por instinto que por concentración, a sujetar con fuerza su extremo de la red. La barca se ladeó al grado de casi hacerlo caer al agua. Temió, por unos segundos, que la red se hubiera enganchado a un arrecife o a una saliente rocosa, pero cuando la vio intentando alejarse, supo que había atrapado un ser vivo de enorme tamaño.
Con todas sus fuerzas, el pescador jaló y jaló y muchas veces las cuerdas resbalaban por sus manos. Como si se tratara de su vida, jaló una última vez.
Lo que emergió del fondo le arrebató el aliento.
Algo más precioso que el oro y las perlas.
Un pez del tamaño de un delfín se zarandeaba dentro de la red, desesperado por liberarse, soltando coletazos que ponían la barca en peligro de voltearse. El pez cayó de nuevo al agua, y esta vez el pescador se arrojó hacia el mar con los brazos extendidos, sujetando la red con los dientes. Nunca supo cómo lo hizo, pero regresó a bordo de su lancha y pudo, tras agotador esfuerzo, trepar consigo al pez. La espuma blanca en las escamas reflejaba el sol que aplaudía con rayos dorados la proeza del pescador.
Mientras remaba de regreso a la aldea, pensaba en las exclamaciones de júbilo y envidia de sus parientes y vecinos, así como en los días de saciedad que vendrían. El pescador sintió algo que no había sentido desde hacía mucho: se sintió hombre.
En el muelle, anudó la soga de la barca y cargó al pez hasta la playa. Ahí, una mujer de tez morena y ojos de piedra hermosa se le aproximó. Él la había visto antes, en las fogatas que se organizaban los días de la Providencia, riendo con los jóvenes del pueblo. Cuando la vio de cerca, notó que ella lloraba. Al preguntarle el por qué de su tristeza, ella respondió que llevaba muchos días alimentándose de las sobras que le daban los vecinos y que estaba cansada de mendigar. Quería tomar el autobús a la ciudad para abandonar el pueblo, pero no tenía dinero. Estaba hambrienta y se sentía sola. Conmovido, el pescador le ofreció compartir el pez que acababa de atrapar. Entre los dos cargaron al animal a la casa de ella y él se despidió diciendo que quería avisar de su hazaña a los hombres del pueblo antes de que la mujer lo cocinara.
Cuando el pescador regresó a la casa de la mujer, se encontró con que un grupo de jóvenes reían acaloradamente, masticando con la boca llena, agradeciendo vulgarmente el gesto bondadoso de la mujer al haberles invitado aquel festín. Sobre el suelo terroso de la casa arrojaban espinas, escupían piel escamosa y pateaban una aleta dorsal. La columna del pescado yacía rota debajo de una mesa de madera.
Del formidable animal que había abarrotado la barca no quedaba más que desperdicios.
La alegría y el orgullo que el pescador experimentara minutos antes quedó sustituida por pena e indignación. Acercándose a la mujer, le reclamó: ¿acaso no prometiste que esperarías a mi regreso para cocinar el pez? ¿Qué haré ahora para alimentarme mañana y los días que le sigan?
Riendo, la mujer le dijo: hoy en la mañana pensaba marcharme de aquí porque mis amigos me habían dado la espalda. Ahora, mis amigos han vuelto a fijarse en mí. Mañana tú podrás treparte a tu lancha y atrapar otro pez. ¿Ves? Tu reclamo no tiene sentido.
Con el corazón roto, el pescador salió de la casa de la mujer.


Pasadas las horas, hartos de tanto comer, los amigos de la mujer fueron abandonando su casa. Al salir el último, ella contempló horrorizada lo que la multitud había hecho con su casa. Pero lo que más le afligió fue darse cuenta de que ninguno de ellos se había quedado a hacerle compañía.
A la mañana siguiente, la mujer tuvo hambre. Buscó entre los retazos de pez algún bocado pero sólo encontró espinas. Salió a la calle y, tragándose el orgullo, llamó de casa en casa preguntando si podrían darle de comer.
Al llegar al muelle, observó, a lo lejos, al pescador echando redes al mar. El viento arrastraba los murmullos del hombre, frases que ella no pudo completar. Era como si mencionara nombres… nombres que ella no había escuchado jamás.


Ayer Denise y yo hablamos de una palabra que yo tenía extraviada.


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sábado, 8 de enero de 2011

Navidad en Tacubaya

Cuando los primeros rayos del amanecer golpearon el asfalto, él ya bailaba. En una danza sagrada preparada siglos atrás para agradar a los dioses, el conchero dejaba su alma y su cansancio. Y su obligación ya no era en los atrios de los templos donde las conchas de armadillo y los estandartes representaban la grandeza de nuestros ancestros, sino en las calles, en las explanadas paganas por las que decenas de miles de infieles pasaban todos los días. Ahora era por dinero. Nadie le prestaba atención. Ninguno de los automovilistas atestiguaba el ritual en el que al sonido de cascabeles y percusiones el conchero construía un puente para unir el vientre de la Coatlicue con el quemante beso de Tonatiuh. Bajo el semáforo de la intersección, el sol que avanzaba sobre nubes de platino ayudaba a resaltar los colores diluidos de su vestuario con tiras de lentejuela y tapa rabo de piel. Coronando su cabeza, el maxtle dorado sujetaba un ikuazéhatl adornado con plumas de faisán y pavo real, que le investía una elegancia otrora destinada a la realeza, y hoy despoblada de majestuosidad y relegada a los sucios rincones de mercados y barrios olvidados de la Ciudad.

En la madrugada, antes de comenzar, pidió permiso a los cuatro rumbos del Universo y a Téotl para sonar las ayacaxtli y la tlapitzalli, que con su ventoso sonido característico resonaba con más rudeza que la tibia flauta de los extraños europeos. Danzaba con furia, perdido en éxtasis, ignorado por transeúntes que atravesaban la calle con prisa, pensando en nieve, trineos y noches de paz, pero que, a diferencia de él, ignoraban la grandeza de su procedencia. Nadie lo veía. Nadie regalaba monedas. Nadie le ofrecía ni a él ni a su familia una mirada condescendiente.

A media tarde, cansado de dar vueltas y sonar cascabeles, el danzante tomó un descanso en el camellón. Su esposa lo miró con una tristeza que le agrietaba los ojos por tantos años de siempre lo mismo. En su reboso, un recién nacido dormía, respirando en espasmos, soltando a segundos burbujitas de baba que de inmediato se secaban por el calor de invernadero.
“Sigue enfermo,” exclamó ella en un idioma milenario desprovisto de emoción. “Respira como si ya no hubiera aire.”
Entonces el conchero se puso de pie, y sintiendo su corazón punzándole las piernas y la cadera y en las costras de sus pies, arremetió contra su suerte maldiciéndola con brincos y vueltas que no provocaron la compasión de los dioses ni de nadie. Gemía con la tlapitzalli, y más fuerte aún cuando los automovilistas acallaban su reclamo con un vulgar concierto de claxons y gritos y peticiones humillantes para que se hiciera a un lado. Hombres como él ensucian la ciudad. Una patrulla se acercó y le pidió su cuota. El poco dinero se le fue en el alquiler de diez metros de concreto.

Entrada la noche, volvió al camellón. Se asomó al interior del reboso y vio que su hijo no se movía.
“Murió en la tarde,” exclamó ella.
El conchero musitó algo en una lengua que sólo comprenden quienes se sienten impotentes para proteger a los suyos y, poniéndose nuevamente de pie, tomó a su hijo recién nacido y atravesó la calle seguido de su esposa.

Entraron a una iglesia. Sintiéndose indignos de acercarse al altar, permanecieron en silencio en la parte posterior. Él abrazaba a su hijo contra su pecho semidesnudo. Las personas, ataviadas con abrigos negros que llegaban hasta las rodillas, escuchaban a un sacerdote hablar de un niño que, hacía dos mil años, había nacido en el más humilde de los lugares, olvidado del mundo, acompañado únicamente de sus padres y de animales de establo. Ese niño moriría después preguntando por qué Dios lo había abandonado. Pero llegaría un día en el que el mundo entero se hincaría delante de él y lo llamaría Rey.
Volviéndose hacia su mujer, el conchero exclamó: “Mira, está hablando de nuestro hijo.”

Ella asintió.

Los tres salieron a la calle, de regreso a una ciudad que, sin importar fecha ni horario, jamás tendría tiempo para mirar al interior de su propio corazón.


Prometí no olvidar