martes, 24 de diciembre de 2013

7

A Dios
en su cumpleaños;
y a Tiki,
por la lección de vida.
 
Es en la quietud de la noche cuando los anhelos más profundos se asoman, reflexionó Claudia.  ‘Las Cuatro Estaciones’ sonaban en las bocinas de su ipod, inundando el ambiente con el perfume de mil cuerdas. Desde la ventana de su departamento en el séptimo piso de aquel edificio art decó, las calles de la ciudad parecían ríos de carbón ardiendo. Tenía arraigado el hábito de dejar sonar a Vivaldi cada noche cuando regresaba del hospital. Los violines calmaban su espíritu, ayudándole momentáneamente a separarse de las terribles experiencias invasivas del día. Generalmente ella era ‘Invierno’, aunque a raíz de su encuentro de aquella mañana, ‘Primavera’ definía mejor su estado de ánimo. Cada día, mientras el sol recorría el cielo de Este a Oeste, Claudia se zambullía en decenas de actividades que la mantenían ocupada, actividades que la gran mayoría de seres humanos prefería evitar; era cuando la luna reinaba en el cielo púrpura que Claudia regresaba exhausta a su departamento, encendía el modesto equipo de sonido y dejaba a sus poros exhalar las mil y una emociones que hervían en su sangre, necesaria catarsis para que los aullidos de la noche no terminaran por desgarrarle el alma. Ahora, mientras fumaba un cigarro recargada en el quicio de la ventana, daba gracias de que el tiempo estuviera cada vez más cerca. No habría trampas del corazón, ni culpas gratuitas echadas a cuestas, tampoco chantajes. Siempre había existido un pretexto para quedarse, alguien que la necesitaba desesperadamente, una nueva misión que cumplir, ojos suplicantes que la miraban aún de noche. Esta vez era diferente. Aquella mañana, al salir del subterráneo, divisó una figura oscura y encorvada que la seguía a lo lejos y que desaparecía al momento en que ella volteaba para señalarlo. Dos calles abajo, se topó con él. Su larga cabellera oscura caía en lianas hasta los hombros, enmarcando unos chispeantes ojos negros que reflejaban la tristeza la Creación. Egnion significaba ‘portador de lágrimas’, y Claudia no podía evitar sentir un vacío en el estómago cada vez que lo veía.
- ¿Cómo puedes hacerlo? – Preguntó ella a manera de saludo - ¿Cómo lo soportas?
- Estaba a punto de preguntarte lo mismo – dijo él tratando de emular una sonrisa que a Claudia le pareció macabra – La resiliencia nace con el propósito.
- Pero… soportar la eternidad portando malas noticias, no sé si yo podría hacerlo, Egnion.
- Ignoro qué será peor, ser el heraldo o el custodio.

                A Claudia se le hizo exageradamente difícil respirar. Ver al ángel haciéndose pasar por humano, tratando mediocremente de disimular sus abultadas alas debajo de ese sucio gabán, era sinónimo de un prolongado pesar, la continuación del exilio.
- ¿Qué desea Padre de mí? – preguntó ella. Su voz salía de su garganta impregnada de miedo.
- Que vuelvas a casa.
                Por un segundo el tiempo se detuvo. Claudia clavó la mirada en los oscuros ojos de Egnion y supo que había escuchado bien. Desde los años de la peste, Claudia había anhelado escuchar esas palabras. Más de una vez la certeza de que Padre se había olvidado de ella le había carcomido la razón y la esperanza. Ahora, su corazón se inflamaba con la noticia. No se olvidó de mí, me quiere de vuelta.
- Al parecer los propósitos cambian – dijo Egnion irguiéndose - Sonreír te sienta bien.
- A ti no – dijo ella.
Egnion soltó una tétrica carcajada que rompió los cristales de ventanas aledañas y asustó a una parvada de incautas palomas. Entonces, de su gabán sustrajo una figura tallada en madera y se la entregó.
– En una semana te reunirás con Él.
                En un parpadeo, Egnion desapareció. Amén, murmuró Claudia perdiéndose en los perfectos reflejos geométricos de la luz sobre los vidrios rotos.

El resto del día adquirió un sabor a fruta fresca. Al regresar a su departamento, fue ‘Primavera’ su elección. En la quietud de aquella noche calurosa su anhelo más profundo rabiaba felizmente en su garganta, en las yemas de sus dedos, en las puntas de sus cabellos.  “Igma neu aur”, dijo Claudia en voz alta, el humo del cigarro formando remolinos en el aire silencioso. Un canto misterioso y bello se formó en sus labios. Cual mantra revitalizador, repitió: “Igma neu aur… igma neu aur...” Sintiendo una risa abierta y franca estallándole en los pulmones, apagó el cigarro observando las últimas cenizas volar sobre la calle. Acarició el talismán que Egnion le dio y repitió la misma frase mil veces. Tomó entonces una brocha de gruesas cerdas de polipropileno y con pintura vinílica dibujó sobre la pared un dígito gigantesco. Permaneció entonces largos minutos contemplando el 7 negro que ahora dominaba la estancia, y dejándose caer sobre el suelo, abrazando sus rodillas rompió a llorar de felicidad. “Igma neu aur… voy a casa.”

                El siguiente día consistió en la representación de la rutina. Papeleo en la oficina, envío de emails que alimentaban a la bestia burocrática, cigarros obsesivos a media mañana. En una ciudad que se conmueve más rápido por un perro atropellado que por un niño desaparecido, es necesario aferrarse a cierta clase de vicios. Por la tarde llegó al hospital. Claudia recorrió diligentemente los doce pabellones infantiles de oncología. Se detuvo en varias camas realizando manualidades que calmaban la tristeza y la desesperación de los pacientes de seis, siete, ocho y hasta doce años. A pesar del cubrebocas, las enfermeras, familiares, enfermos y voluntarios podían advertir su sonrisa. Cuando se ama con las venas, el rostro brilla como mil rubíes en una noche arábiga. Claudia amaba a cada uno de los niños que ocupaban el doceavo piso del hospital. Leones de goma y puerquitos de unicel terminaban en las almohadas de los pacientes. Algunas veces los niños agradecían con una sonrisa dolorosa en sus labios resecos. Otras, el mismo dolor se los impedía. En este lugar no caben las metáforas; aquí el cuerpo se come al cuerpo. Niños sin cabello, con ojos ausentes, como cursores parpadeando eternamente sobre una pantalla blanca y sin esperanza. Puños malignos brotándoles en la garganta, en el vientre; uñas invisibles rasguñándoles la cabeza por dentro. El truco para amarlos era desprenderse de ellos tan pronto como cambiaba de cama. Esta habilidad la había aprendido 456 años atrás, en los años de la peste. ¿Cuántos días eran 456 años?

                La noche llegó y el último pabellón se barnizó de luz artificial. Murmullos en los pasillos. Llanto de bebés. Médicos haciendo ronda. Soledad.
- Señora, ¿sabe si su hijo tiene un sueño?—preguntó Claudia a la mamá de Francisco. La señora, una mujer que aparentaba más edad de la que en verdad tenía, había pasado el día entero sujetando su mano - ¿Sabe si quiere una laptop, o conocer a algún futbolista?
La mujer se sintió atrapada. Había pasado las últimas diez horas aplicando compresas sobre la herida supurante de su hijo de once años, bajándole la fiebre, animándolo a comer. Pero ahí estaba aquella muchacha haciéndole la única pregunta para la que no estaba preparada.
- Si quiere piénselo y mañana me dice - dijo Claudia tranquilizándola.
Aliviada, la mujer asintió.

Claudia se dirigió al lavamanos para enjuagarse de los dedos los restos de Resistol, cuando escuchó una puntiaguda voz diminuta.
- ¿Por qué a mí no me has preguntado si tengo un sueño?
- ¿Cómo te llamas? – Al voltear,  Claudia se encontró con un bulto pequeño. Dos ojos traviesos y avispados sin rastro de la enfermedad. Si no fuera por los cardenales púrpuras en el cuello y en los delgados brazos lo hubiera tomado por un niño sano.
- David.
- ¿Dónde está tu mamá?
- Ana se tuvo que ir de regreso a la Casa. ¿Puedo contarte mi sueño?
                Claudia sabía que aquello implicaría romper un protocolo. El propósito de preguntarle a un niño cuál era su sueño, era justamente para intentar cumplirlo. Esa era la misión de la Institución para la que Claudia trabajaba. Una pelota, una laptop, un videojuego. Claudia llamaría a empresas y organizaciones que desearan cooperar. La pregunta, sin embargo, debía formularse con sumo cuidado, de lo contrario la respuesta podría ser “sanar,” o simplemente “no estar aquí.”
- ¿Tienes hermanitos, David?
                David asintió alegremente.
- ¿Cuántos?
                David se encogió de hombros.
- ¡Cómo es que no sabes cuántos hermanos tienes! – exclamó Claudia juguetonamente. En este momento se dio cuenta de que inconscientemente había colocado su mano sobre la pierna de David. Retirándola, preguntó: - ¿Son más de dos? ¡No! ¿Más de cuatro? ¿Seis? ¡No puede ser! ¿Diez?
                David soltó una carcajada que mereció reproches por parte de algunos papás que trataban de dormitar sobre el suelo.
- ¿En verdad tienes más de diez hermanos? – dijo Claudia bajando la voz. – Bueno, ¿te parece si mañana me dices los nombres de cada uno de ellos?
- Más de veinte. De algunos no me sé sus nombres porque se los llevan antes de que los pueda conocer.

                En la calle, el viento en su cara le arrancó los últimos olores a medicamento. En el cuello seguía el cubrebocas. Se detuvo en las escalinatas del hospital a fumar. A lo lejos escuchó a una mujer que gritaba “¡Atrápenlo! ¡Ladrón!”
Maldita ciudad, pensó Claudia. Maldita.

                En su departamento, Vivaldi hacía lo propio mientras Claudia pintaba un 6 negro en la pared. Abrió otra cajetilla, la ansiedad le devoraba los pulmones y no sabía por qué. Tantos siglos aguardando aquella resolución, y ahora que finalmente se presentaba su mano no dejaba de temblar. Nunca supo el motivo del cruel castigo; de lo que sí podía hablar era de la inconmensurable soledad que había enmohecido sus huesos, las nubes de tiempo que silenciosamente se habían llevado a las pocas personas que había amado, el desprecio sucio y lodoso que calentaba sus vísceras al despertar y verse nuevamente en esa ciudad infernal. Nada de lo que hacía tenía importancia, nadie miraba de cerca, nadie agradecía. Tres días más pasaron y mientras un gigantesco 3 se adueñaba de la estancia su nerviosismo no dejaba de estimular sus fantasías. ¿Cómo sería regresar? ¿Cuál sería el semblante de Padre al verla? Pero sobretodo, Claudia se preguntaba si finalmente dejaría de sentir ese acre vacío, si podría abandonar esa sensación de terrenalidad. Prometió calmarse. Pronto terminaría su Getsemaní, pronto se sentaría a la diestra, pronto…

- Has estado muy pensativa – la delgada voz del pequeño David la sacó de sus cavilaciones. La nublada mañana apagaba los ánimos de todos en el pabellón.
- ¡David! No te había visto, ¿dónde estabas?
- Ana no puede quedarse todo el tiempo conmigo. Me llevó de regreso a Santa María, pero me puse mal otra vez. ¿Sabes dónde está Federico?
- Se puso mejor y lo mandaron a su casa – mintió Claudia.

                David miró tristemente hacia la ventana. La mentira no funcionó. En su brazo derecho Claudia advirtió moretones del tamaño de monedas.
- ¿Quién te hizo eso?
- Los otros niños. Están enojados porque Ana no tiene tiempo para prepararles de comer. Dicen que es mi culpa. Otros me pegan porque no los dejo dormir. El único que me trata bien es el niño que duerme conmigo. Aunque casi nunca lo dejo dormir.
- ¿Dónde está Ana?
- Hablando con el doctor.

                Los aparatos conectados al cuerpo del pequeño, el sonido de las gotas de suero cayendo dentro del catéter, el mecanismo de la injusticia. Uno de los enfermeros cambió de canal y en la televisión aparecía el resumen de la corrida de la semana: un hombre vestido en un esplendoroso traje de luces clavaba señorialmente espadas a un toro mientras la gente aplaudía.
- David, nada de esto es tu culpa.
- Yo sé. Es lo que me dice Ana.

                En los ojos de David, Claudia encontró una veta marrón que la perturbó. La resignación con la que el niño hablaba le hizo sentir una culpa siniestra contra la que luchó. Hiciste lo que te correspondía, se dijo. No te involucres. Igma neu aur. Un enfermero con bata azul entró para llevárselo. Las quimios no estaban funcionando. Se requerían más análisis.
- ¿Vas a estar aquí cuando regrese? – preguntó David sin quejarse del dolor.
- Tengo más niños que visitar – respondió Claudia a manera de disculpa.

                Por la tarde, Claudia se había olvidado de David. Probablemente lo habrían dado de alta para el fin de semana y la mujer encargada de cuidarlo se lo habría llevado al orfanato. Claudia terminó sus rondas en los otros pabellones. A cada niño le dio un abrazo, despidiéndose mudamente, liberándose de una responsabilidad que nunca le perteneció. El nerviosismo que antes la embargara fue sustituido por una excitación trepidante, la emoción del criminal que recibe el perdón y puede regresar a la vida que creía perdida para siempre. Claudia se veía a sí misma como un cristal limpio, puro, absuelto. Al final de la jornada, agradecida por no tener que pisar ese hospital jamás, entró al baño. Ahí encontró a una mujer al borde del llanto.
- ¿Qué tan enfermo está su hijo? – la voz de Claudia se escuchó serena.
- Mucho – respondió la mujer de pelo cenizo – No es mi hijo.
- A veces las cosas se ven peor de lo que en realidad son.
- Si no estoy aquí cuando el niño salga de sus análisis me quitan la licencia de la casa hogar. Pero si no llego a la casa hogar en una hora también me la quitan. Tengo veinticinco huérfanos que cuidar, y todos vamos a acabar en la calle por culpa de un niño enfermo.
- ¿No hay nadie que pueda cubrirla allá?
- No, señorita – espetó la mujer evidentemente frustrada – Es obvio que estoy sola.
                Claudia abrió la llave del lavabo y frotó sus manos con jabón. Después de secárselas, dijo:
- Espero que su problema se solucione.

                En el pasillo, aguardó pacientemente los dos minutos que tardó el elevador en llegar. Se abrieron las puertas, pero Claudia no entró. Regresó corriendo al baño. La mujer ceniza continuaba frente al espejo.
- ¿Cómo se llama la casa hogar donde trabaja?
- Santa María. ¿Por qué?

                Entrada la noche, dos enfermeros regresaron a David al pabellón. Su rostro demacrado describía más bien al sobreviviente de una paliza de tres días. Estaba en los huesos, los labios consumidos. Un hilo de saliva pendía de su boca. Su mirada seguía impactada, vacante.
- ¿Ana? – preguntó en la oscuridad buscando alivio en un rostro familiar.
- Ana no está. Tuvo que regresar a Santa María. Pero aquí estoy yo, David.
- ¿Quién eres?
- Claudia.
                Y su sonrisa la mató. Claudia tomó su delicada mano y no la soltó hasta que se quedó profundamente dormido. Luego, dibujó en el aire un 2 que sólo ella pudo ver.

                Subir las escaleras hasta su departamento fue más pesado que de costumbre. La mañana clareaba y el rugido impasible de la ciudad cimbraba las paredes del edificio. Se dejó caer sobre el sillón y no despertó hasta que una voz la despegó de sus sueños violentos.
- ¿Sabes quién vive aquí? – preguntó Egnion mirando el desorden a su alrededor – Alguien que no ama su vida.
- Esto no es vida. Por favor no sonrías.
                Egnion esculcó en su bolsillo y sustrajo un frasco con un líquido opaco.
- Te envidio.
- No lo hagas. Es pecado.
- Recuerda: un solo trago en el momento justo – dijo Egnion dejando el frasco en la mesa – Bienvenida a casa.
                El ángel caminó hacia el balcón.
- Salúdame a Padre.

                Claudia consultó su reloj. Faltaban exactamente tres horas para tomar el talismán y… Palideció. El talismán. La noche anterior lo colocó debajo de la almohada de David para que el niño pudiera dormir apaciblemente, sin dolor. Tomó el frasco y salió corriendo esperando que la ciudad fuera benévola.

                Cuando llegó al hospital encontró a David dormido. Ana, su cuidadora, hablaba con uno de los doctores. A un lado de la cama, en la mesa donde un ejército de medicamentos aguardaba su turno, Claudia encontró lo que buscaba. Con un suspiro de alivio, guardó el talismán en su bolsa y salió del pabellón.
- ¿Ya entregaron los resultados de David? – preguntó.
- El cáncer se esparció por todas partes – dijo Ana - Tienen que operarlo de urgencia.
- ¿Y qué probabilidades hay de…
- El doctor no me quiso decir. Van a abrirle la cabeza. Hay riesgos. Pero si se salva… No sé. Sus cuidados son muy caros y yo no tengo los recursos. ¿Cómo puedo hacerme cargo yo sola de él? Nadie adopta a niños así de enfermos. Y los otros niños, usted no sabe cómo son. ¿Cómo puede Dios ser tan cruel?
- ¿Puedo quedarme un rato con él?

                No hubo estrellas aquella noche. David abrió los ojos y la saludó levantando las cejas.
- ¿Cómo te sientes? – preguntó Claudia con una sonrisa honesta.
- Bien – musitó David – Mi cabeza me duele.
- Oye, nunca me dijiste cuál era tu sueño.
- Ya se me olvidó.
- Trata de recordar.
- Una cama – aseguró David después de reflexionar unos segundos.
- ¿Para ti?
- No. Para el niño que duerme conmigo. Así no se va a despertar cuando Ana me ponga mis curaciones en las noches. ¿Puedes hacerlo?
- Sí. Te lo prometo. Toma esto.
- ¿Qué es?
- Te caerá bien. Debes tomártelo de un solo trago. Bien, ahora aprieta esto con fuerza. Repite después de mí.
- ¿Es un juego?
- Sí, es un juego. Gerenium…
- Ge… gerenium…
- Simeakh…

                Para cuando terminaron, dos enfermeros aparecieron con una camilla seguidos por Ana.
- ¿Estás listo, campeón?
                David asintió con miedo en los ojos.
- Lo siento, no puedes llevar ningún juguete.
                Claudia le retiró el talismán.
- Tengo miedo – confesó David rompiendo a llorar.
                Claudia lo besó en la frente. Aproximándose a su oído, murmuró:
- Antes de que llegues al elevador el miedo habrá desaparecido.
- ¿Cómo sabes?
- Confía en mí.
                Los enfermeros empujaron la camilla por el pasillo y doblaron a la derecha hasta perderse de vista. Fue entonces que se desató el caos. Primero fueron los gritos de Ana preguntando qué ocurría. Un humo espeso con olor a vinagre se esparció por el piso en marejadas provocando un severo ataque de tos a niños y adultos por igual. Inmediatamente después, uno de los enfermeros comenzó a pedir ayuda. Tres doctores se apresuraron a asistirlos. Luego el staff de enfermeras.

- ¿Dónde está? – gritaba Ana en pleno delirio - ¿Dónde está David?

                Falló la energía eléctrica y todo en el doceavo piso fue oscuridad, con excepción de una pequeña luz que flotó momentáneamente sobre cabezas incrédulas que la vieron atravesar la ventana y desaparecer en el cielo negro de la ciudad.

                ‘Invierno’ fue la opción lógica. Sin conseguir estar quieta, Claudia ingería vasos y vasos de cualquier cosa, cambiando del frenesí a la tristeza en cuestión de segundos. De pronto, permaneció estática frente a la pared de la estancia. Sin más, comenzó a golpearla a puño cerrado con una rabia guardada durante más tiempo del que le gustaría contar. Mojando una brocha en pintura blanca, tapizó la pared hasta que de los viejos números no quedó nada. Entonces, esta vez con pintura negra, escribió de piso a techo 166, 440.
                Tomó su abrigo y bajó a la calle. Quiso comprar una cajetilla de cigarros.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Doppelgänger

Para Sarahí, que me obligó a escribirlo


Daniel camina y se siente observado. Mira hacia atrás, pero la calle, salvo por las decenas de cucarachas y cantos huecos del bar, está vacía. Reconoce el olor a orines, a carne rancia, a caucho quemado, olores que lo saludan y lo despiden y lo acompañan. La nube negra, eterna, absurda. La mohosa pared a su izquierda graffiteada con el nombre del Liverpool y una obscenidad. Afortunadamente para él la noche está en calma, tibia, no como en invierno, en que sus ropas andrajosas dejan pasar el hielo por las costuras rotas. El callejón está oscuro, las sombras produciendo sombras. No son pasos lo que escucha y lo que lo hace voltear, son murmullos de una decena de párpados, aleteos de mosca en su cuello, en su espalda, ronchas en esa parte de su cuerpo que no logra alcanzar. Lleva cuatro días sin bañarse, pero no es la primera vez; se ha acostumbrado al olor de su sudor seco, al lodo bajo las uñas, al cartón en el escaso cabello. En la mano sujeta un cartón de leche que es para lo que le alcanzó. Camina aprisa. Lo conocen en ese bajo barrio londinense desde hace ya muchos años, aun así nadie es de fiar. Sus amigos lo matarían por un galón de leche en el acto, carajo, lo matarían por un cigarro. Se detiene en la esquina, mira sobre su hombro. Carajo.
En la casa de huéspedes, para variar, hay pelea de putas y negros. Amenazas, navajas, una pistola, odio. Evade la trifulca y sube los escalones de a dos protegiendo el cartón contra la mirada hambrienta de los junkies. En el pasillo no se ve nada, se escucha magnificado el zumbido de un insecto. Entra al reducto que lleva rentando por más de seis meses. Los gritos no se quedan detrás de la puerta aunque la cierre con candado. Daniel se sienta en la silla plegadiza y ve lo que ha escrito en el cuaderno triste. Nerviosamente se pone de pie y se asoma por la ventana: los mismos haciendo lo mismo, cada noche una trágica réplica de la anterior, una morbosa maqueta de la siguiente. Pero nadie hay diferente, nadie lo observa. Se sienta nuevamente y revisa sus propias palabras. Algo no está bien, el orden, el significado, chingada madre. Estira la pierna y choca con la pata de la cama sucia y sin hacer. Platos desechables en el suelo, papeles arrugados, residuos de todo. Hace mucho dejó de amar. Decidió consagrarse a su trabajo, a sus letras, ya verán, pronto sabrán de mí. Traza una línea sobre la palabra que minutos atrás encerraba el significado del mundo. Abre el cartón, bebe su única cena, luego lo esconde rápidamente bajo la cama al escuchar que llaman a la puerta. Hola, Mary. ¿Qué escondes? Nada, estoy escribiendo. ¿Tienes cerveza? No. Vamos, déjame pasar. Por fin me llegó la inspiración. Mary mastica chicle. ¿Seguro no quieres coger? La mira de abajo a arriba, las piernas flacas y torcidas, la minifalda roja, el abrigo robado. Daniel se hace a un lado pero no puede dejar de mirar a la mosca en el foco azul.
¿Has hablado con tus hijos? El humo del cigarro sube al techo y baja estúpidamente. No quiero hablar de eso. Deberías llamarlos, igual y le sacas una lana a la perra esa. La que vino a buscarte ayer fue Jackie. Carajo. Carajo dos veces, quiere la pensión del Billy. Dice que a la próxima trae a la policía. Daniel mira por la ventana. ¿Seguro no tienes una cerveza? No, lo del desempleo lo cobro mañana, mañana compro cervezas. ¿Qué es esto? ¡Deja! Mary lee despacio del cuaderno. Esto está muy bien. No sé qué esperas para publicarlo, ¿por qué me miras así? Te gusta porque hay palabras que no comprendes, es todo. ¿Quieres leer algo fascinante? Lee el puto diccionario. Siempre estás enojado… ¿qué tanto miras por la ventana? Pero Daniel está lejos, preguntándose si tan sólo, carajo, puta madre. ¿Seguro no tienes cerveza?
La mañana no se llevó la comezón ni la paranoia. Escribe febrilmente acerca de un noviazgo náufrago. El calor no pudrió el resto de la leche. Desayuna. Sale al pasillo. Entra al baño comunitario pero no sale agua de la regadera. Cinco días. En la calle ya lo aguarda el tráfico de hotdogs, mercaderes de fruta y éxtasis. Toma el bus hacia Hyde Park. El aire refulge a lo que debió sucederle. Camina media hora hasta la reja azul de una escuela. Ve al más grande, al que se parece a él, echándose por la resbaladilla. El gracioso y tierno uniforme. También a él lo dejó colgado con el te juro que vendré por ustedes e iremos al cine, deja que venda el cuento que estoy escribiendo, la verdad es que están mejor sin mí. ¿En qué momento ser víctima se volvió redituable? Siente la roña pero no puede rascarse. Mira hacia arriba pero nadie lo observa. Ni Dios. Escupe al suelo. Escucha la voz del doctor, Danny esto no pinta bien. ¿Tienes alguien a quien puedas llamar? No es que no quiera avisarte, es que lo jodí todo, es que la ruina fue más tentadora que el esfuerzo, es que al final lo único que habló por ti fue la puerta cerrándose. 

Regresa a su madriguera en la Casa de Huéspedes. Da vueltas injustas de un lado a otro, sabe que lo observo. Tose. Tacha en su cuaderno los es ques. Carajo. Daniel escribe perdón.

jueves, 3 de octubre de 2013

Signo Vital Cero






Para Aliza,


ידידות היא בית נפש יחיד בשני גופות.


1
                La sensación de objetos puntiagudos rasgándole la piel fue lo que lo despertó. Al abrir los ojos contempló con horror una tribu de ratas hambrientas que recorrían su cuerpo con ánimo salvaje, al tiempo que clavaban sus feroces colmillos en su carne. Decenas de ratas que mordían sus muslos, antebrazos, cuello, paseando sus largas colas por el contenedor. Más por reflejo que por el dolor que debía sentir, Daniel se estremeció violentamente y, sacudiéndoselas, salió a la noche. Cayó del enorme contendor de basura dolorosamente. Algunos roedores saltaban sobre él con la intención evidente de no dejar escapar la cena. Una a una, las tomó del lomo arrojándolas contra la pared de un edificio, pensando que la tibia sensación de su pelaje le provocaría náusea, pero para su sorpresa fue como arrancarse un animal disecado e inofensivo. En el cielo, la luna brillaba como un mesías agonizante y menor: ajena, impersonal y desentendida, como una amante desdeñada por el cielo protector. Entre calles húmedas y solitarias, Daniel caminó.

                Entró a la sala de urgencias y en el reloj de pared vio que eran las 3:46 AM. Apenas mostró su rostro tras el cristal de la recepción, la enfermera en turno se puso de pie de un salto y corrió a buscar al doctor de guardia. Daniel tomó asiento entre la turba de ancianos, moribundos y achacosos que habitaban la sala de espera en esa hora donde el mundo se ha vaciado y sólo los desposeídos permanecen. Yo no soy ellos, pensaba Daniel, a quien para entonces le costaba recordar cómo había llegado al interior del contenedor de basura. Segundos después apareció un hombre de lentes y bata blanca.

- Venga por favor.

                Daniel lo siguió al interior de un consultorio de leprosas paredes y muebles desvencijados. Una enfermera lo sentó en un banco giratorio, y pidiéndole que se quitara el gabán destazado, le arremangó la camisa. El asco que le provocaba su proximidad se evidenció en la mueca torcida que apagó el rostro de la mujer. Mirándolo de reojo, el doctor metió una hoja blanca en el rodillo de una máquina de escribir.

- ¿Nombre? – preguntó.

                Daniel dictó su nombre completo, dirección, teléfono, antecedentes médicos, alergias, adicciones. Las palabras salían mecánicamente, sin emoción, la semblanza de alguien más que por casualidades del destino portaba su mismo nombre y vivía en la misma casa. Fue entonces que se percató del deplorable estado que presentaban sus ropas. Los jeans eran girones desiguales de mezclilla rasguñada por un ejército de colmillos, lo mismo que su camisa, despedazada por el pecho y la espalda. El gabán presentaba las mismas laceraciones. Los hoyos en las suelas de sus zapatos de gamuza dejaban ver unos calcetines de color oscuro. No recuerdo habérmelos puesto. En la bolsa del gabán, Daniel encontró su billetera y una corbata azul.

- Muy bien – dijo el doctor - ¿Recuerda usted cómo llegó aquí?

- Estaba perdido. Vi el hospital y entré.

- ¿Le había ocurrido esto antes?

- No lo recuerdo.

                Notó también las heridas en sus brazos, ¿no deberían de estar sangrando?

                Haciendo un pobre esfuerzo por ocultar la repulsión que le provocaba acercársele, la enfermera colocó el baumanómetro en su brazo. Presionó la bombilla y aguardó a que las agujas volvieran despacio al punto de partida. Para su sorpresa, las agujas cayeron estrepitosamente. Frunciendo el ceño, la enfermera colocó ahora el estetoscopio en el pecho de Daniel.

- ¿Tiene problemas con estupefacientes?

- No.

- ¿Alcohol?

                Daniel meneó la cabeza.

- A ver – dijo la enfermera asustada – Tosa.

                Daniel obedeció.

- ¿Estuvo en algún altercado, alguna pelea en algún bar?

- No. No lo sé – rectificó Daniel.

- Doctor, venga a ver esto.

                El doctor revisó los latidos de su corazón. Una mosca revoloteaba alrededor de un foco.

- Esto no está bien – exclamó el doctor mirando con susto evidente a la enfermera.

- ¿Qué pasa? – quiso saber Daniel.

- ¿Hay alguien a quien podamos llamar en caso de emergencia?

- Sí, mi esposa. Pero ¿qué pasa? – Daniel se percató entonces que lo que debió escucharse como una firme exigencia salió de su garganta como una tímida petición.

El hombre de la bata blanca procedió a tomarle nuevamente la presión, al tiempo que exclamaba ¡esto es imposible! y ordenaba a la enfermera llame al Doctor Álvarez.

- ¡Qué pasa! – gritó Daniel.

                Mirándolo fijamente a los ojos, el doctor le respondió:

- Sus signos vitales... no existen.

- ¿Qué? ¿Qué significa eso?

- Sabes perfectamente lo que significa – aseveró el doctor regresando a su máquina de escribir – Quiere decir que estás muerto.

                Daniel hizo un estoico esfuerzo por asimilar rápidamente la noticia de su nueva condición. Acariciando desentendidamente la seda de su corbata, murmuró:

- Clarissa González. Con certeza la encuentran en casa de su mamá.


2

                El consultorio hervía de actividad. Un enjambre de enfermeras entraba y salía cubriéndose con pañuelos perfumados, llevando aparejos, revisando anotaciones en blocks y repitiendo en voz alta los mismos datos una y otra vez. Alguien conectó los nodos de un ECG directamente a su pecho, pero en la pantalla, en lugar de los brincos y caídas que el punto de luz fluorescente debía pronunciar, aparecía una perfecta línea recta acompañada de un constante y monótono sonido. El Doctor Álvarez, Director del hospital, entró una sola vez para corroborar lo que sus subalternos le habían advertido, y con un simple hmmmm, echó por tierra la esperanza de Daniel de poder contarse aún entre los vivos. Lo que necesitaba ahora con urgencia era un rostro familiar, una mano en su hombro, un abrazo que le asegurara que todo estaría bien. Daniel deseó estar en casa. Un espasmo de terror se apoderó de él cuando, al buscar en su memoria su rincón favorito, se dio cuenta de que no podía recordar cómo era el interior de su recámara, ni su estudio. Cerró los ojos y, como las ondas del agua en la tina o como las razones de la lejanía, la imagen de la cocina se alejó hasta desvanecerse.

                Para las 5:37 AM la mosca en el foco se había multiplicado por cien, y todas revoloteaban encima de él, dejando huevecillos en el interior de las heridas, ahí donde la sangre siempre fue un coágulo inconcluso.

- Quiero irme de aquí – exclamó sin emoción.

                Nadie respondió. Daniel se puso de pie. Arrancó los nodos de su pecho y caminó hacia la puerta del consultorio. Con evidente molestia, como si de un ultraje hacia su dignidad se tratara, una de las mujeres de cofia dijo:

- ¿Adónde cree que va?

- A mi casa – respondió él inocentemente.

                Con un chasquido, la enfermera consiguió que dos hombres corpulentos lo detuvieran, amarrándolo al banco giratorio. Cuando conectaron de nuevo el ECG, la línea verde apareció junto con el agudo chillido de la máquina. Justo en ese momento apareció Clarissa. Su rostro de mármol blanco reflejaba una tristeza superficial que Daniel no pudo de inmediato descifrar.

- Mi amor – exclamó él tratando sonar coherente con su intolerable situación – Por favor diles que esto es un error, que estoy vivo. Explícales que tú y yo tenemos una casa, una vida, que esto que me está pasando es absurdo.

                Clarissa permaneció callada. Durante algunos segundos lo único que hizo fue mirar hacia el suelo.

- Daniel, no tengo nada que reprocharte. Tampoco estoy diciendo que nada de esto sea tu culpa, pero por algo pasan las cosas. Tal vez… no sé… tal vez esto sea una oportunidad para que nos replanteemos nuestra relación, definir qué es lo que queremos el uno del otro.

                Las miradas de los presentes se anclaron sobre un Daniel diminuto.

- ¿Nuestra relación? ¡Eres mi esposa!

- ¿Por qué eres tan egoísta? – dijo Clarissa rompiendo a llorar - ¿Por qué no puedes pensar un segundo en mí? ¡Lo único que quiero es un matrimonio normal! Pero contigo… mírate. ¡Estás muerto, Daniel! ¿Qué crees que van a pensar mis amigas cuando se enteren que duermo con…tigo?

- Que soy tu esposo.

- Ese es tu problema. La vida no es como tú quieres verla. La vida es, y ya. Perdón, no puedo seguir aquí.

- ¡Clar…!

                A la mitad del pasillo, con el rostro cubierto de lágrimas y rímel, Clarissa concluyó:

- Hasta que la muerte nos separe, ¿te acuerdas?

                Clarissa salió por la puerta hacia la calle. Daniel corrió hacia la ventana arrastrando tras de sí enfermeros y aparatos. Lo que vio del otro lado del cristal lo detuvo en seco. En la acera, un hombre joven de ojos claros y barba cerrada abrazaba a Clarissa, primero amistosamente, pero una vez que la ayudó a subirse a un auto, la besó en los labios con dolorosa familiaridad. El automóvil arrancó y se perdió bajo el manto de la madrugada. Petrificado, Daniel preguntó más al aire que a nadie en particular:

- Dígame, ¿puede un hombre morir más de una vez?

                Por toda respuesta, el ECG emitió un solitario beep sólo para continuar un segundo después con el incesante chillido.
3


              La explicación a por qué no le permitían marcharse radicaba en el fenómeno mismo. El descubrimiento de un muerto viviente siempre daba excusa para una publicación en el ‘Scientific Journal’ o para ganar el Premio Nacional de Ciencias. A Daniel le llamaba la atención el hecho de que doctores y enfermeras por igual hablaran de su condición sin reparar en su presencia. Quizá si lo bañamos en formol, sugiero cubrirlo con plástico, preservémoslo en la morgue.
                Poco a poco los colores que antes pintaban la realidad fueron amalgamándose en el espectro de los grises. Sonidos que había podido distinguir perfectamente le llegaban ahora descompuestos, como si un filtro líquido distorsionara la cresta de los agudos. La muerte había nublado su percepción sensorial. Pero no solo eso. Las respuestas que horas antes había sido capaz de ofrecer se quedaban tartamudas en su lengua. Dejó de recordar quién era, de dónde venía, hacia dónde se dirigía. Un trasplante, sugirió un hombre que había estado manejando la teoría de que Daniel volvería a la normalidad si un motor volvía a impulsar la sangre por su sistema circulatorio. Pero nada se concretaba. Una doctora que no había visto antes entró al consultorio y repitió por enésima vez la rutina de las preguntas. No usaba cubre bocas ni el pañuelo perfumado, tampoco esgrimía aquella mirada de repulsión que endurecía los rostros de quienes lo observaban. En sus gestos y ademanes, al colocar amistosamente la mano sobre su hombro, Daniel encontró empatía. Sin embargo, no pudo contestarle nada sobre su vida anterior; ignoraba si había sido astrofísico o músico de filarmónica, si había develado el misterio de la genética de las coníferas o si en algún laboratorio se había ensuciado las manos definiendo π. ¿Jugaba con los números o con las letras? Tampoco recordaba el nombre de sus padres, si tenía hermanos, o el nombre de ningún amigo. Todas eran preguntas que debían dolerle, pero ahora simplemente se sublimaban en una vaporosa melancolía. Cenizas de keroseno, como si un puñado de fotografías de su futuro se hubieran apagado en su boca. El espeso enjambre de moscas no dejaba de posarse sobre Daniel y la doctora. Afuera del consultorio, el escándalo ardía.

- ¿Qué sientes? - preguntó ella.

- Una rencorosa apatía – respondió él tras meditarlo.

                Entonces, la doctora desanudó sus ataduras.

- Vete – dijo - Ellos no merecen que tú seas su respuesta.

Sin ser visto, Daniel caminó hacia la puerta del hospital. Cubriéndose el rostro con el cuello del abrigo, regresó clandestinamente al mundo, ahí donde el solitario mantiene su pacto inquebrantable con la madrugada.

4


              Durante las siguientes horas Daniel caminó por artríticas calles que lo detestaban, ladrándole. Buscaba en los rostros grises de quienes se topaban con él alguien que pudiera reconocerlo, sacudirlo, decirle no fue en vano. Su reflejo, al que tardó algunos minutos en acostumbrarse, lo atrapó devolviéndole una figura leprosa y vagabunda, un ceño ataviado de desconfianza, diez mil corvas en la espalda, rulos grasientos en los cabellos; dos cadavéricos pómulos resaltaban sus oscuros ojos desprovistos de luz.  Lo primero que se pierde al morir es la semiótica de uno mismo. Luego, la noción del tiempo. Llevo muerto toda mi vida. Continuó su camino apenas consciente de los perros y las ratas y las moscas que lo seguían, el Flautista ignorado por una Hamelin indiferente, meretriz y decadente.
En un callejón sombrío encontró un niño tiritando de frío. Daniel se quitó el gabán pero, antes de podérselo entregar, el pequeño se lo arrebató.

-¡Está roto! – reclamó - ¡Y apesta!

Afuera de una iglesia, sobre una escalinata de ladrillo bañado por un sol de cromo, una novia vestida de blanco lloraba sosteniendo temblorosamente una carta. En el teléfono, un hombre mayor juraba a su esposa que iba a cambiar siempre y cuando le diera otra oportunidad. A Daniel cada uno de ellos se le figuró el producto inconcluso de una madre anémica y despreciable, criaturas confeccionadas para avergonzar a la tierra que los parió. Troncos sin raíz, tallos enfermos y desnutridos. Sintiendo literalmente los huesos de su cuerpo desintegrándose, Daniel buscó refugio en el interior de un bar.

Adentro, ojos amarillentos perdidos en botellas ámbar, tubos de acero de los que deformes trapecistas desnudas giraban y pendían, meseras dejándose inquietar mientras limpiaban salivaciones deshonrosas, la otra idea del Edén. Dejándose caer sobre una silla, Daniel esperó lo peor.

- ¿Tiene para pagar? - le preguntó una mujer escotada.

Daniel se encogió de hombros, pues la quijada había dejado de responder por él. Acto seguido, un vaso sudoroso apareció sobre una servilleta. Enfrente, una pareja discutía acaloradamente; él suplicante, ella… lo de siempre. Por la puerta, la doctora que le había ayudado a escapar apareció. Miradas lobunas la siguieron hasta la mesa donde él se encontraba intentando rescatar el sabor de su bebida.

- Ni siquiera el hielo me escuece - dijo.

- Yo sé - respondió ella.

- ¿Cómo me encontraste?

- ¿Estás bromeando?

Por la ventana podían verse las centenas de animales que habían sido convocados por la tremenda peste.

- Dejaste una gran conmoción en el hospital, se les escapó su premio Nobel.

Pero él sólo meneaba los hielos. Ella lo miraba nerviosamente, ahuyentando con sus dedos decrépitos a las moscas que la habían seguido al interior. Entonces, en medio del funesto estropicio, acercó resueltamente sus labios e intentó besarlo. Echándose hacia atrás, Daniel la rechazó tajantemente dejándola con los ojos cerrados y la cabeza reclinada en el aire.

- Es el truco más vulgar - mencionó con voz neutra - Pretender que volveré a ser tu maldito experimento solo porque te atreves a besar a un cadáver. Por ti me llevo la imagen de una humanidad indecente y pagana.

Daniel intentó ponerse de pie. Sin embargo, sus atrofiados huesos no pudieron con el peso de su cuerpo putrefacto. ¡Qué grandioso espectáculo debo de ser que no te atreves a largarte! Entonces, sin dejar de mirarlo, inmersa en toda aquella vulgaridad, ella desabotonó su blusa y dejó asomar en su pecho un boquete del tamaño de un puño, justo ahí donde debería encontrarse su corazón.

- Tampoco recuerdo quién soy - exclamó.

A Daniel se le murieron las palabras. Durante algunos minutos lo único que pudo escucharse en el bar fue el taladrante zumbido de las moscas. Finalmente, dijo:

- Ojalá tuviera un corazón.

- ¿Y ser como ellos?

                Él la vio. Se encontró con un cabello rubio pajizo que se rehusaba a entiesarse, una tez de casablanca que repelía las sombras y una bella y tenue sonrisa de paciente aceptación. Los ojos, cada uno un grial verde radiante y rabioso, transformaban la perspectiva de una muerte horrenda y solitaria en la posibilidad de un último suspiro digno y tranquilo. Como él, ella estaba muerta, pero en aquella muerte él encontró significado. Haciendo acopio de las últimas fuerzas que le quedaban, tomándola de la mano la llevó a la calle, lejos del bar, lejos de los hombres, afuera de la ciudad.

                En un baldío se desplomaron. Recargaron sus cuerpos contra el tronco seco de un árbol. Abrazados, rogaron en silenciosa comunión por el paso de una erosión que los llevara lejos. Pero seguían ahí. El tránsito del viento delos siguientes días los empujaba cada vez más el uno hacia el otro, hasta que la sombra de su respiración desplazó la memoria de otras caricias. De sus cuerpos abrazados brotó moho y pasto, y en el milagro había propósito. Con elegante obediencia ambos aceptaron convertirse en una escultura de hojarasca. Con el paso de los años aun los perros y las moscas se olvidaron de ellos. El peso de hojas secas que caían, la hiedra que los anudaba y el reptar de insectos invertebrados terminaron por aproximar sus labios. La gravedad se encargó del resto. Invisiblemente, él se deslizaba sobre ella; imperceptiblemente, ella decía sí. Sin haber perdido del todo la consciencia, sintieron aquel beso perpetuarse más allá del tiempo que tanto habían temido. Ahora sólo quedaba comprender que detrás de cada acción, de cada olvido, de cada ¿por qué?, había designio.
Juntos alimentaron la tierra.


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