jueves, 22 de noviembre de 2012

Liloo, revisitada

Como apareció en Twitter. Se lee mejor escuchando 'The Scientist'


Liloo cae del asteroide B-612. Mientras ve pasar las estrellas se va preguntando ¿por qué?

Cuando Liloo ve una gota evaporarse, llora; piensa que es todo su mar el que se ha ido.

Frecuentemente Liloo se pregunta ¿cuándo? ¿quién? ¿cómo?

Liloo, cuando sonríe, hace vibrar las cuerdas del laúd. Y por el aire saltan seis delfines. No sé, me parece que siempre han sido seis.

Cuando llora su lágrima solitaria cambia el universo. Pero Liloo no cree en mariposas, por eso no sabe del huracán al otro lado del mundo.

Liloo no es muy buena sintiendo como los humanos. Todavía confunde anhelo con envidia, amor con estropajo, y almohada con alfombra mágica.

Todavía no se inventa la estación en la que puedan marchitarse los pétalos que brillan en la piel de Liloo.

Pero para Liloo las palabras carecen de peso o consecuencia. No así las ausencias, reales o ficticias.

Para Liloo el romance es una anécdota, una frase en su diario de viaje, una línea de gis en el pavimento.

Tengo miedo de besarla. Sería desafortunado que en la selva de mis labios Liloo sintiera nostalgia por su pequeño asteroide y muriera por regresar.

Encuentra más sentido en la perfecta redondez de una burbuja que en todo lo que pueda yo decirle. Liloo ama las preguntas que no llevan a ningún lado.

Su mayor temor es mirar hacia adentro. Liloo cree que silencio es vacío.

Como un cuanto bajo un microscopio, Liloo se incomoda si te percatas de ella. Muta. Se desvanece.

Hace unos días abracé a Liloo. Al mismo tiempo zumbaba sobre la luna un colibrí.

A veces, mientras la observo, me pregunto si Liloo refulge por la magia de mi tinta, o si son mis palabras las que tiemblan debido a Liloo.

LILOO #002

Hoy Liloo se sentó sobre la barda que construí para aislarme del mundo. Me miró con ojos pardos y dijo: a veces quisiera saber qué pasa por tu cabeza.

Liloo pregunta cómo es que al tocarnos los humanos no nos desintegramos. Mientras le hablo del bosón de Higgs ella dibuja en la arena un caracol.

“¿Qué haces?”, me pregunta Liloo con picardía mientras me mira labrando con mi cincel sobre una lámina de oro. “Es para ti” “Sí, ¿pero qué es?” Y le respondo: “Una posibilidad.”

A Liloo le parece curioso que algunas serpientes se coman a sí mismas. “Debe ser que no confían en el alimento que viene de otra parte.”

A Liloo le gusta el amargo sabor de la mostaza, pero le incomoda cuando le hablan de amor; no de amoríos, de amor.

Aunque durante días me pierdo en la superficie de un lago, en la facción perdida de la Esfinge o en el círculo que deja la taza de café, siempre regreso a Liloo. Es tan hermosa.

Liloo ató un cordón a la posibilidad. Aguardó el tiempo preciso y jugando con ella dejó que la elevara el viento. Con las alas pegadas al suelo, mi corazón.

A veces nos quedamos quietos sin decirnos nada. Pienso que si la abrazo jamás la dejaría ir. Liloo piensa en lo que soñarán los perros cuando duermen.

“¿Te gustó tu posibilidad?”, le pregunto. “Tal vez“. Entonces tomo mi cincel y me aboco a labrarle una más grande. Liloo se sienta en la barda y mira hacia el cielo.

Liloo cree que los continentes surgieron de la nada, cuando en realidad se levantaron sólo para verla.

LILOO 3d3

Con el canto de adoración de los nibelungos, Liloo flota hasta el Estigia, donde le prometen la inmortalidad.

Cuando Liloo descubre que puede vivir hasta siempre y un día más, se pregunta si hay amores que puedan perdurar lo mismo. Y se entristece.

Para siempre y un día más es mucho tiempo, piensa Liloo, especialmente cuando esperanza y promesa se escriben con plumas diferentes.

Sólo puede pensar así quien no pertenece a la Tierra. Es por ello que la muerte de Liloo no fue motivo de sorpresa.

Quiso besar, deseó ser tocada, comprendida, en fin, colmar su corazón, así que dejó de ser quien era e imitó lo que envidiaba. Liloo fue humano.

Dejó de ver colores nuevos y le dio peso a las palabras. Los hombres la besaron y por un instante Liloo sintió dicha.

En el paladar de mis párpados Liloo dejó de estar.

Ayer Liloo se sentó sobre la barda que no quiero demoler. Me vio empacando y un enojo muy grande se apoderó de su voz.

Ya no miraba al cielo, y sus ojos pesaban como dos ladrillos de sal. Liloo cambió las preguntas por respuestas.

"Voy a buscarte en el día de ayer", le dije. "El pasado es infinito y ahí siempre te tendré". Liloo dejó de entender esa forma de hablar.

Quiso Liloo volver a su asteroide, pero los humanos no pueden volar.

Como último acto de preservación, Liloo comenzó a comerse a sí misma. Quedó de ella el significado de su nombre: bastó para colmar el mar.

Y de ese mar los poetas escriben versos, y por esos versos los humanos aprendieron a amar. Liloo les regaló lo que pensó que nunca tuvo.

Por la noche aguardo sentado bajo las estrellas, pronunciando Liloo, Liloo, Liloo; no sea que el viento me traiga de regreso mi posibilidad.

domingo, 1 de julio de 2012

Sin Nombre #sábado

Hace 70,000 años, en un rincón del universo en donde no podía atisbarse la mínima chispa de luz, dos asteroides del tamaño de un puño se estrellaron, uno contra el otro, causando una explosión equivalente a la de 243 bombas atómicas. Ambos cuerpos celestes se desintegraron al instante y los fragmentos resultantes fueron expulsados hacia lugares remotos y desconocidos. Exactamente 812 pedazos de meteoro atravesaron en parvada constelaciones que aún no aparecen en los mapas trazados por navegantes y astrónomos, y algunos de ellos podrían haberse confundido con polvo de estrellas. Avanzaban a una velocidad superior a la de la luz, y conforme lo hacían, algunos se incrustaban en la superficie de planetas o cometas vagabundos; otros, devorados por la fuerza centrífuga, se desintegraron hasta desaparecer de la memoria del universo. Algunas decenas más, simplemente fueron tragadas por hoyos negros y enviadas a dimensiones de cuya existencia ni siquiera se llegará a sospechar. Los restantes, silenciosos y expectantes, siguieron su camino a través del tiempo y el espacio. El viaje hasta nuestro sistema solar les tomó miles de años. En su recorrido divisaron la vía láctea, Alfa Centauri, el Cinturón de Orión. Sobre las gélidas montañas de Plutón aterrizaron 29. De los 67 que quedaron, 18 se mezclaron entre los anillos de Saturno y 12 laceraron la cara oculta de la luna. Así, llegaron al planeta azul. Al entrar a la atmósfera terrestre, 31 se hicieron talco, 2 sobrevolaron Europa y 3 se perdieron entre las nubes de oriente. Convertido en una partícula del tamaño de una uña, el último de los fragmentos sobrevivientes a la colisión cayó en el continente americano. Los vientos de Alaska lo arrastraron hacia el sur y, más destino que suerte, fue empujado hacia un lugar más cálido. Vio, en su último viaje, el Jardín de los Dioses, el Gran Cañón, las luces de neón que inflaman las noches de Nevada, la Sierra Tarahumara… esquivó alas de águila y gotas de tormenta; subió y bajó al capricho de vientos alicios, y, finalmente, llegó a la ciudad en donde vivo. Bajó en la penumbra, inadvertido, y colándose tímidamente por la rendija de mi ventana cayó en mi hombro derecho justo en el momento en el que me moría por besar a Marifer.

domingo, 24 de junio de 2012

Mientras regreso...

“We had a little slave boy whom we had hired from some one, there in Hannibal. He was from the Eastern Shore of Maryland, and had been brought away from his family and his friends, half way across the American continent, and sold. He was a cheery spirit, innocent and gentle, and the noisiest creature that ever was, perhaps. All day long he was singing, whistling, yelling, whooping, laughing - it was maddening, devastating, unendurable. At last, one day, I lost all my temper, and went raging to my mother, and said Sandy had been singing for an hour without a single break, and I couldn't stand it, and wouldn't she please shut him up.
The tears came into her eyes, and her lip trembled, and she said something like this - 'Poor thing, when he sings, it shows that he is not remembering, and that comforts me; but when he is still, I am afraid he is thinking, and I cannot bear it. He will never see his mother again; if he can sing, I must not hinder it, but be thankful for it. If you were older, you would understand me; then that friendless child's noise would make you glad.' It was a simple speech, and made up of small words, but it went home, and Sandy's noise was not a trouble to me any more.”
Mark Twain, The Autobiography of Mark Twain

lunes, 20 de febrero de 2012

Mulix

Debería poder hablar de esto sin que me tiemble la voz, pero la memoria en los hombres viejos nunca llega sin nostalgia. Hace mucho tuve un cuento. Sé que así comienzan las remembranzas trilladas, pero en mi caso la afirmación es legítima: tuve un cuento, un cuantioso conjunto de palabras cuya belleza sólo puede atesorarse a la distancia y que en sí mismas encerraban una verdad destinada a mí. Entonces era joven y los axiomas reventados en cátedras universitarias enajenaban mi mente con rezos que iban desde ‘verdades existen más de una’ hasta ‘en la vida todo es percepción’; mi mente estaba ansiosa por dudarlo todo, por cuestionar. Los años han pasado, y aquellas funestas ambigüedades me hacen hoy sentirme un estúpido. Hay verdades absolutas. Las hay. Pero tardé mucho en comprobarlo. En una noche de euforia, muchos años atrás, me senté en una mesa como ésta a escribir lo que sería mi opus magnum. Grandes y perturbadoras ideas gemían por salir y, dispuesto a darles rienda suelta, coloqué las dos hojas blancas en el rodillo de la máquina. Recuerdo la sensación de estupor y humildad al encontrarme perdido ante la inmensidad blanca que me devolvía la mirada con diabólica arrogancia. Sabía que me encontraba frente a un momento decisivo en mi vida. Aquella obra sería diferente; en vez de ser parida en una laptop convencional nacería de las pesadas y obesas teclas y los cadenciosos movimientos mecánicos de la Remigton Standard 2 de mi padre. Sin embargo, durante horas enteras ninguna palabra pudo ser escrita. Nadie nunca me había explicado que las guerras pueden perderse muchísimo antes de ser peleadas. Con las frustración aguándome los ojos, di mil vueltas a la mesa y me di por vencido. Encendí la laptop y escribí decenas de páginas de lo que hoy comprende el grueso de mi obra creativa. Extensos ensayos y novelas, cuentos pretenciosos y algunos incluso bien logrados; cátedras donde ahora yo ocupaba el podium, una autobiografía. Mis memorias. ¡Ah, pero de aquel que debía brotar…! La hoja no permaneció siempre en blanco. Muy de vez en cuando, la idea me obligaba a teclear palabras que después de mucho pensar formaban frases plenamente comprensibles pero cuya profundidad escapaba a mi comprensión. ‘La lluvia nos obliga a voltear hacia el cielo, por eso nunca llueve desde abajo’, y cosas así. El cuento, joven al principio, crecía sin embarnecer; su voz no enronquecía. A veces me miraba tiernamente desde el rodillo de la máquina mientras yo fingía perderme en otras historias. Pero ahí estaba, estábamos los dos. Mudos amigos inseparables. Cuando conseguía terminar una línea más, viéndolo crecer en extensión, le daba tres o cuatro palmadas, a lo que él reaccionaba con esa sonrisa blanca y complaciente que demuestran sólo quienes saben pagar lealtad con lealtad. Me acostumbré a mi cuento. Recuerdo muchas tardes grises en las que mi percepción opaca de la vida me amedrentaba y me llevaba a recluirme en mi casa. Mi cuento me recibía con felices y halagüeños lengüetazos, señalando con vocales y consonantes las teclas que debían ser presionadas para darle sustancia. ‘Ahora no’, le decía. Y al verlo agachar las orejas le recriminaba: ‘No me veas así, es que tú no entiendes cómo es el mundo allá afuera.’ Entonces mi cuento adquiría el tamaño de mi espíritu y se encogía. Los demás cuentos y novelas en la laptop aprendieron a quererlo como al hermano sabio. Una noche los cacé haciéndose bromas entre sí, delatados unos por el parpadeo del cursor y el otro por el rechinido del rodillo de la Remington. Así fueron los primeros años con mi cuento joven. Constantemente, después de noches de juerga en las que, soliviantado por el alcohol y los efluvios de literatura contagiada, corría de regreso a casa con la certeza de que finalmente había encontrado las palabras correctas para que el cuento fluyera y viviera. Abría la puerta y sentándome frente a la máquina, en medio de risotadas le contaba lo que planeaba hacer. Alebrestado, mi cuento daba vueltas, movía la cola y aguardaba pacientemente a que lo dejara libre. Pero nada ocurría. Mi semblante iba entonces apagándose como una vela en el quicio de la ventana, o como el cabello rojo de aquella muchacha que ha dejado de creer. Brotaban apenas unas líneas y en mi mente las ideas se desvanecían. El cuento crecía, pero nunca como lo esperé. Así, pasaron los años. Muchas palabras salieron, muchas páginas, pero de mi pequeño y fiel cuento… La ruina se dejó caer una mañana fría, cuando por vez primera noté los estragos del tiempo en mi viejo amigo. Las gruesas letras negras sobre la misma hoja blanca se veían amarillas, con un polvo de óxido proveniente del ático que nos aguarda a todos los mortales. Le hablé con ternura de los planes que tenía para los dos; en lugar de ronronear y hacerme jugueteos como antes, ahora simplemente sonreía a medio vapor, un cuento cansado, un cuento sin fuerzas para cargar con los sueños de los dos. ¡Ay, amigo! Cuántas veces te dije tú no sabes cómo es el mundo allá afuera, los monstruos, los abismos. Pero era yo el que no podía entender lo que siempre quisiste decir. El mundo estaba acá adentro, con nosotros. No eran las palabras, sino saber que estabas, y que hay cuentos que nacieron para jamás despegar. Mientras más envejecías más difícil se volvía rescatarte del fondo del rodillo. Te avergonzaba que te encontrara en esa posición, reducido en fuerza y tamaño, tu pelambre oxidado, tu lengua reseca, tus letras quietas. Hasta que finalmente un día me atreví a sacar la hoja de la máquina. Todavía vive en mis dedos la sensación del papel evaporándose en el aire y mi deseo infantil de atraparte. Lo que salvé no te hacía justicia. Un amigo que había pasado por lo mismo me dijo al saber de nuestra tragedia ‘habrá que ponerlo a dormir’. Pero, ¿cómo se pone un cuento a dormir? ¿Cómo se lanzan al mar cenizas que provienen de un fuego que no debía extinguirse jamás? Mi amigo sonrió. ‘Entonces el cuento hizo su labor’, murmuró. ‘De los cuentos que escribiste y que vieron la luz en otros ojos poca vida queda, pero de ese cuento, del que aprendiste entrega y fidelidad, de ese cuento hablarás por siempre. ¿Cuál es su nombre?’ Respondí, y con una sonrisa en los labios mi cuento soltó un último latido.
Hoy soy viejo pero no soy sabio. Es tan poco lo que sé, pero tan vasto. Con su último aliento mi cuento me regaló lo que siempre tuve. Creo que para eso son los amigos.

Para Ery.

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