jueves, 3 de octubre de 2013

Signo Vital Cero






Para Aliza,


ידידות היא בית נפש יחיד בשני גופות.


1
                La sensación de objetos puntiagudos rasgándole la piel fue lo que lo despertó. Al abrir los ojos contempló con horror una tribu de ratas hambrientas que recorrían su cuerpo con ánimo salvaje, al tiempo que clavaban sus feroces colmillos en su carne. Decenas de ratas que mordían sus muslos, antebrazos, cuello, paseando sus largas colas por el contenedor. Más por reflejo que por el dolor que debía sentir, Daniel se estremeció violentamente y, sacudiéndoselas, salió a la noche. Cayó del enorme contendor de basura dolorosamente. Algunos roedores saltaban sobre él con la intención evidente de no dejar escapar la cena. Una a una, las tomó del lomo arrojándolas contra la pared de un edificio, pensando que la tibia sensación de su pelaje le provocaría náusea, pero para su sorpresa fue como arrancarse un animal disecado e inofensivo. En el cielo, la luna brillaba como un mesías agonizante y menor: ajena, impersonal y desentendida, como una amante desdeñada por el cielo protector. Entre calles húmedas y solitarias, Daniel caminó.

                Entró a la sala de urgencias y en el reloj de pared vio que eran las 3:46 AM. Apenas mostró su rostro tras el cristal de la recepción, la enfermera en turno se puso de pie de un salto y corrió a buscar al doctor de guardia. Daniel tomó asiento entre la turba de ancianos, moribundos y achacosos que habitaban la sala de espera en esa hora donde el mundo se ha vaciado y sólo los desposeídos permanecen. Yo no soy ellos, pensaba Daniel, a quien para entonces le costaba recordar cómo había llegado al interior del contenedor de basura. Segundos después apareció un hombre de lentes y bata blanca.

- Venga por favor.

                Daniel lo siguió al interior de un consultorio de leprosas paredes y muebles desvencijados. Una enfermera lo sentó en un banco giratorio, y pidiéndole que se quitara el gabán destazado, le arremangó la camisa. El asco que le provocaba su proximidad se evidenció en la mueca torcida que apagó el rostro de la mujer. Mirándolo de reojo, el doctor metió una hoja blanca en el rodillo de una máquina de escribir.

- ¿Nombre? – preguntó.

                Daniel dictó su nombre completo, dirección, teléfono, antecedentes médicos, alergias, adicciones. Las palabras salían mecánicamente, sin emoción, la semblanza de alguien más que por casualidades del destino portaba su mismo nombre y vivía en la misma casa. Fue entonces que se percató del deplorable estado que presentaban sus ropas. Los jeans eran girones desiguales de mezclilla rasguñada por un ejército de colmillos, lo mismo que su camisa, despedazada por el pecho y la espalda. El gabán presentaba las mismas laceraciones. Los hoyos en las suelas de sus zapatos de gamuza dejaban ver unos calcetines de color oscuro. No recuerdo habérmelos puesto. En la bolsa del gabán, Daniel encontró su billetera y una corbata azul.

- Muy bien – dijo el doctor - ¿Recuerda usted cómo llegó aquí?

- Estaba perdido. Vi el hospital y entré.

- ¿Le había ocurrido esto antes?

- No lo recuerdo.

                Notó también las heridas en sus brazos, ¿no deberían de estar sangrando?

                Haciendo un pobre esfuerzo por ocultar la repulsión que le provocaba acercársele, la enfermera colocó el baumanómetro en su brazo. Presionó la bombilla y aguardó a que las agujas volvieran despacio al punto de partida. Para su sorpresa, las agujas cayeron estrepitosamente. Frunciendo el ceño, la enfermera colocó ahora el estetoscopio en el pecho de Daniel.

- ¿Tiene problemas con estupefacientes?

- No.

- ¿Alcohol?

                Daniel meneó la cabeza.

- A ver – dijo la enfermera asustada – Tosa.

                Daniel obedeció.

- ¿Estuvo en algún altercado, alguna pelea en algún bar?

- No. No lo sé – rectificó Daniel.

- Doctor, venga a ver esto.

                El doctor revisó los latidos de su corazón. Una mosca revoloteaba alrededor de un foco.

- Esto no está bien – exclamó el doctor mirando con susto evidente a la enfermera.

- ¿Qué pasa? – quiso saber Daniel.

- ¿Hay alguien a quien podamos llamar en caso de emergencia?

- Sí, mi esposa. Pero ¿qué pasa? – Daniel se percató entonces que lo que debió escucharse como una firme exigencia salió de su garganta como una tímida petición.

El hombre de la bata blanca procedió a tomarle nuevamente la presión, al tiempo que exclamaba ¡esto es imposible! y ordenaba a la enfermera llame al Doctor Álvarez.

- ¡Qué pasa! – gritó Daniel.

                Mirándolo fijamente a los ojos, el doctor le respondió:

- Sus signos vitales... no existen.

- ¿Qué? ¿Qué significa eso?

- Sabes perfectamente lo que significa – aseveró el doctor regresando a su máquina de escribir – Quiere decir que estás muerto.

                Daniel hizo un estoico esfuerzo por asimilar rápidamente la noticia de su nueva condición. Acariciando desentendidamente la seda de su corbata, murmuró:

- Clarissa González. Con certeza la encuentran en casa de su mamá.


2

                El consultorio hervía de actividad. Un enjambre de enfermeras entraba y salía cubriéndose con pañuelos perfumados, llevando aparejos, revisando anotaciones en blocks y repitiendo en voz alta los mismos datos una y otra vez. Alguien conectó los nodos de un ECG directamente a su pecho, pero en la pantalla, en lugar de los brincos y caídas que el punto de luz fluorescente debía pronunciar, aparecía una perfecta línea recta acompañada de un constante y monótono sonido. El Doctor Álvarez, Director del hospital, entró una sola vez para corroborar lo que sus subalternos le habían advertido, y con un simple hmmmm, echó por tierra la esperanza de Daniel de poder contarse aún entre los vivos. Lo que necesitaba ahora con urgencia era un rostro familiar, una mano en su hombro, un abrazo que le asegurara que todo estaría bien. Daniel deseó estar en casa. Un espasmo de terror se apoderó de él cuando, al buscar en su memoria su rincón favorito, se dio cuenta de que no podía recordar cómo era el interior de su recámara, ni su estudio. Cerró los ojos y, como las ondas del agua en la tina o como las razones de la lejanía, la imagen de la cocina se alejó hasta desvanecerse.

                Para las 5:37 AM la mosca en el foco se había multiplicado por cien, y todas revoloteaban encima de él, dejando huevecillos en el interior de las heridas, ahí donde la sangre siempre fue un coágulo inconcluso.

- Quiero irme de aquí – exclamó sin emoción.

                Nadie respondió. Daniel se puso de pie. Arrancó los nodos de su pecho y caminó hacia la puerta del consultorio. Con evidente molestia, como si de un ultraje hacia su dignidad se tratara, una de las mujeres de cofia dijo:

- ¿Adónde cree que va?

- A mi casa – respondió él inocentemente.

                Con un chasquido, la enfermera consiguió que dos hombres corpulentos lo detuvieran, amarrándolo al banco giratorio. Cuando conectaron de nuevo el ECG, la línea verde apareció junto con el agudo chillido de la máquina. Justo en ese momento apareció Clarissa. Su rostro de mármol blanco reflejaba una tristeza superficial que Daniel no pudo de inmediato descifrar.

- Mi amor – exclamó él tratando sonar coherente con su intolerable situación – Por favor diles que esto es un error, que estoy vivo. Explícales que tú y yo tenemos una casa, una vida, que esto que me está pasando es absurdo.

                Clarissa permaneció callada. Durante algunos segundos lo único que hizo fue mirar hacia el suelo.

- Daniel, no tengo nada que reprocharte. Tampoco estoy diciendo que nada de esto sea tu culpa, pero por algo pasan las cosas. Tal vez… no sé… tal vez esto sea una oportunidad para que nos replanteemos nuestra relación, definir qué es lo que queremos el uno del otro.

                Las miradas de los presentes se anclaron sobre un Daniel diminuto.

- ¿Nuestra relación? ¡Eres mi esposa!

- ¿Por qué eres tan egoísta? – dijo Clarissa rompiendo a llorar - ¿Por qué no puedes pensar un segundo en mí? ¡Lo único que quiero es un matrimonio normal! Pero contigo… mírate. ¡Estás muerto, Daniel! ¿Qué crees que van a pensar mis amigas cuando se enteren que duermo con…tigo?

- Que soy tu esposo.

- Ese es tu problema. La vida no es como tú quieres verla. La vida es, y ya. Perdón, no puedo seguir aquí.

- ¡Clar…!

                A la mitad del pasillo, con el rostro cubierto de lágrimas y rímel, Clarissa concluyó:

- Hasta que la muerte nos separe, ¿te acuerdas?

                Clarissa salió por la puerta hacia la calle. Daniel corrió hacia la ventana arrastrando tras de sí enfermeros y aparatos. Lo que vio del otro lado del cristal lo detuvo en seco. En la acera, un hombre joven de ojos claros y barba cerrada abrazaba a Clarissa, primero amistosamente, pero una vez que la ayudó a subirse a un auto, la besó en los labios con dolorosa familiaridad. El automóvil arrancó y se perdió bajo el manto de la madrugada. Petrificado, Daniel preguntó más al aire que a nadie en particular:

- Dígame, ¿puede un hombre morir más de una vez?

                Por toda respuesta, el ECG emitió un solitario beep sólo para continuar un segundo después con el incesante chillido.
3


              La explicación a por qué no le permitían marcharse radicaba en el fenómeno mismo. El descubrimiento de un muerto viviente siempre daba excusa para una publicación en el ‘Scientific Journal’ o para ganar el Premio Nacional de Ciencias. A Daniel le llamaba la atención el hecho de que doctores y enfermeras por igual hablaran de su condición sin reparar en su presencia. Quizá si lo bañamos en formol, sugiero cubrirlo con plástico, preservémoslo en la morgue.
                Poco a poco los colores que antes pintaban la realidad fueron amalgamándose en el espectro de los grises. Sonidos que había podido distinguir perfectamente le llegaban ahora descompuestos, como si un filtro líquido distorsionara la cresta de los agudos. La muerte había nublado su percepción sensorial. Pero no solo eso. Las respuestas que horas antes había sido capaz de ofrecer se quedaban tartamudas en su lengua. Dejó de recordar quién era, de dónde venía, hacia dónde se dirigía. Un trasplante, sugirió un hombre que había estado manejando la teoría de que Daniel volvería a la normalidad si un motor volvía a impulsar la sangre por su sistema circulatorio. Pero nada se concretaba. Una doctora que no había visto antes entró al consultorio y repitió por enésima vez la rutina de las preguntas. No usaba cubre bocas ni el pañuelo perfumado, tampoco esgrimía aquella mirada de repulsión que endurecía los rostros de quienes lo observaban. En sus gestos y ademanes, al colocar amistosamente la mano sobre su hombro, Daniel encontró empatía. Sin embargo, no pudo contestarle nada sobre su vida anterior; ignoraba si había sido astrofísico o músico de filarmónica, si había develado el misterio de la genética de las coníferas o si en algún laboratorio se había ensuciado las manos definiendo π. ¿Jugaba con los números o con las letras? Tampoco recordaba el nombre de sus padres, si tenía hermanos, o el nombre de ningún amigo. Todas eran preguntas que debían dolerle, pero ahora simplemente se sublimaban en una vaporosa melancolía. Cenizas de keroseno, como si un puñado de fotografías de su futuro se hubieran apagado en su boca. El espeso enjambre de moscas no dejaba de posarse sobre Daniel y la doctora. Afuera del consultorio, el escándalo ardía.

- ¿Qué sientes? - preguntó ella.

- Una rencorosa apatía – respondió él tras meditarlo.

                Entonces, la doctora desanudó sus ataduras.

- Vete – dijo - Ellos no merecen que tú seas su respuesta.

Sin ser visto, Daniel caminó hacia la puerta del hospital. Cubriéndose el rostro con el cuello del abrigo, regresó clandestinamente al mundo, ahí donde el solitario mantiene su pacto inquebrantable con la madrugada.

4


              Durante las siguientes horas Daniel caminó por artríticas calles que lo detestaban, ladrándole. Buscaba en los rostros grises de quienes se topaban con él alguien que pudiera reconocerlo, sacudirlo, decirle no fue en vano. Su reflejo, al que tardó algunos minutos en acostumbrarse, lo atrapó devolviéndole una figura leprosa y vagabunda, un ceño ataviado de desconfianza, diez mil corvas en la espalda, rulos grasientos en los cabellos; dos cadavéricos pómulos resaltaban sus oscuros ojos desprovistos de luz.  Lo primero que se pierde al morir es la semiótica de uno mismo. Luego, la noción del tiempo. Llevo muerto toda mi vida. Continuó su camino apenas consciente de los perros y las ratas y las moscas que lo seguían, el Flautista ignorado por una Hamelin indiferente, meretriz y decadente.
En un callejón sombrío encontró un niño tiritando de frío. Daniel se quitó el gabán pero, antes de podérselo entregar, el pequeño se lo arrebató.

-¡Está roto! – reclamó - ¡Y apesta!

Afuera de una iglesia, sobre una escalinata de ladrillo bañado por un sol de cromo, una novia vestida de blanco lloraba sosteniendo temblorosamente una carta. En el teléfono, un hombre mayor juraba a su esposa que iba a cambiar siempre y cuando le diera otra oportunidad. A Daniel cada uno de ellos se le figuró el producto inconcluso de una madre anémica y despreciable, criaturas confeccionadas para avergonzar a la tierra que los parió. Troncos sin raíz, tallos enfermos y desnutridos. Sintiendo literalmente los huesos de su cuerpo desintegrándose, Daniel buscó refugio en el interior de un bar.

Adentro, ojos amarillentos perdidos en botellas ámbar, tubos de acero de los que deformes trapecistas desnudas giraban y pendían, meseras dejándose inquietar mientras limpiaban salivaciones deshonrosas, la otra idea del Edén. Dejándose caer sobre una silla, Daniel esperó lo peor.

- ¿Tiene para pagar? - le preguntó una mujer escotada.

Daniel se encogió de hombros, pues la quijada había dejado de responder por él. Acto seguido, un vaso sudoroso apareció sobre una servilleta. Enfrente, una pareja discutía acaloradamente; él suplicante, ella… lo de siempre. Por la puerta, la doctora que le había ayudado a escapar apareció. Miradas lobunas la siguieron hasta la mesa donde él se encontraba intentando rescatar el sabor de su bebida.

- Ni siquiera el hielo me escuece - dijo.

- Yo sé - respondió ella.

- ¿Cómo me encontraste?

- ¿Estás bromeando?

Por la ventana podían verse las centenas de animales que habían sido convocados por la tremenda peste.

- Dejaste una gran conmoción en el hospital, se les escapó su premio Nobel.

Pero él sólo meneaba los hielos. Ella lo miraba nerviosamente, ahuyentando con sus dedos decrépitos a las moscas que la habían seguido al interior. Entonces, en medio del funesto estropicio, acercó resueltamente sus labios e intentó besarlo. Echándose hacia atrás, Daniel la rechazó tajantemente dejándola con los ojos cerrados y la cabeza reclinada en el aire.

- Es el truco más vulgar - mencionó con voz neutra - Pretender que volveré a ser tu maldito experimento solo porque te atreves a besar a un cadáver. Por ti me llevo la imagen de una humanidad indecente y pagana.

Daniel intentó ponerse de pie. Sin embargo, sus atrofiados huesos no pudieron con el peso de su cuerpo putrefacto. ¡Qué grandioso espectáculo debo de ser que no te atreves a largarte! Entonces, sin dejar de mirarlo, inmersa en toda aquella vulgaridad, ella desabotonó su blusa y dejó asomar en su pecho un boquete del tamaño de un puño, justo ahí donde debería encontrarse su corazón.

- Tampoco recuerdo quién soy - exclamó.

A Daniel se le murieron las palabras. Durante algunos minutos lo único que pudo escucharse en el bar fue el taladrante zumbido de las moscas. Finalmente, dijo:

- Ojalá tuviera un corazón.

- ¿Y ser como ellos?

                Él la vio. Se encontró con un cabello rubio pajizo que se rehusaba a entiesarse, una tez de casablanca que repelía las sombras y una bella y tenue sonrisa de paciente aceptación. Los ojos, cada uno un grial verde radiante y rabioso, transformaban la perspectiva de una muerte horrenda y solitaria en la posibilidad de un último suspiro digno y tranquilo. Como él, ella estaba muerta, pero en aquella muerte él encontró significado. Haciendo acopio de las últimas fuerzas que le quedaban, tomándola de la mano la llevó a la calle, lejos del bar, lejos de los hombres, afuera de la ciudad.

                En un baldío se desplomaron. Recargaron sus cuerpos contra el tronco seco de un árbol. Abrazados, rogaron en silenciosa comunión por el paso de una erosión que los llevara lejos. Pero seguían ahí. El tránsito del viento delos siguientes días los empujaba cada vez más el uno hacia el otro, hasta que la sombra de su respiración desplazó la memoria de otras caricias. De sus cuerpos abrazados brotó moho y pasto, y en el milagro había propósito. Con elegante obediencia ambos aceptaron convertirse en una escultura de hojarasca. Con el paso de los años aun los perros y las moscas se olvidaron de ellos. El peso de hojas secas que caían, la hiedra que los anudaba y el reptar de insectos invertebrados terminaron por aproximar sus labios. La gravedad se encargó del resto. Invisiblemente, él se deslizaba sobre ella; imperceptiblemente, ella decía sí. Sin haber perdido del todo la consciencia, sintieron aquel beso perpetuarse más allá del tiempo que tanto habían temido. Ahora sólo quedaba comprender que detrás de cada acción, de cada olvido, de cada ¿por qué?, había designio.
Juntos alimentaron la tierra.


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