jueves, 20 de febrero de 2014

Los Veinte Mil Días Siguientes

A Nayibe Nicoli,
por su matrimonio.

Una tarde cualquiera, el sonido del teléfono, tu voz entusiasmada. Una noticia llena de triunfo, tu rostro radiante en mi mente, el recuerdo de la mañana en que te conocí. Te casas. Vestido blanco, preparativos, nupcias. Cuando me llamaste para darme la noticia, una pequeña alegría detuvo el reloj de mi cuarto, la alegría que se relaciona con el hecho de que un momento único y feliz está por marcar la vida de alguien que he estimado y querido durante varios años. Al colgar, de inmediato pensé en lo afortunado que soy, no sólo por ser invitado a tu boda, sino por lo raro que resulta en estos días atestiguar que una pareja se case por las razones correctas. Ahora, lo común es ver a las novias rodeadas por la consabida cohorte de madre, tías, amigas y primas metiches, preocupadas más por el día de la boda que por los veinte mil días siguientes. Todas ellas intoxicadas por el infantil nerviosismo sobre si se ha escogido el centro de mesa adecuado, el color pertinente de los vestidos de las damas, o si el alcohol será suficiente para mantener contentos a los invitados (nunca lo es). Muchas veces tú y yo nos sentamos en unos parasoles que ya no existen a platicar acerca de temas profundos, como las expectativas que teníamos en ese momento, nuestras visiones sobre las relaciones afectivas, los errores que ambos habíamos cometido, etc. Siempre me llevé de esas pláticas lecciones que no te agradecí. Jamás me dejaste ir sin una carcajada, así que la ganancia fue doble. Ahora que tengo en mis manos la elegante invitación a tu boda, siento que podría regresarte el favor, si me lo permites, hablándote un poco acerca de lo que he aprendido acerca del amor y del matrimonio.
                  Lo primero que me viene a la mente es la palabra voluntad. Comparto la idea de que muchas veces uno no puede prever ni detener el enamoramiento, así como tampoco el amor. En nuestras vidas han habido ocasiones en las que pareciera que mente y corazón nunca tuvieron la oportunidad para ponerse de acuerdo acerca de lo prudente que sería dejarse arrastrar por la emoción. Pero en lo que respecta al matrimonio, algo completamente diferente opera. Al altar no se llega por accidente, tampoco por azar. Casualidad y causalidad no pueden ser elementos determinantes en una decisión que se toma para el resto de la vida. Ambas partes deben presentarse libremente, concientes de que la persona que tienen enfrente es con quien desean compartir un camino que sólo puede ser transitado con el otro. Así, hombre y mujer se encuentran por su propia voluntad, uno frente al otro, para expresarse el mutuo deseo de emprender el viaje juntos. Esa voluntad no puede ser dicatada por convencionalismos, el tiempo o el temor a la soledad. Aquí no aplican relojes biológicos, edades o crecimiento laboral. La pareja no es un satisfactor social ni natural: la pareja es el espejo donde aprecio la mejor versión de mi persona. Y esa imagen sólo aparece ante los ojos de quien la mira.
                  Eso explica por qué elegimos a una persona y no a otra. Ella me hace sentir amor, al tiempo que se presenta como la mejor opción sobre las demás. Cuando uno mira al ser amado, es imposible no experimentar gratitud, no sólo por el enamoramiento que despertó en nosotros, sino por la inteligencia con la que lo escogimos sobre otras opciones. Esto siempre me lo dejaste saber cada vez que te preguntaba por tu relación. Una espontánea sonrisa te delataba, pero inmediatamente después era la razón en tus palabras la que confirmaba lo sensato del sentimiento.
                  Por otra parte, si bien es cierto que el amor no puede detenerse, también es cierto que sí puede escogerse la manera en que podemos amar. Uno escucha muchas teorías acerca del amor; parece que la ciencia, la religión, la psicología y los astros se encuentran en una carrera frenética por ver quién es el primero en entregarnos la definición fundamental y definitiva de un sentimiento que por lo menos para mí carece de lógica o coherencia. Muchos opinan que el amor y el enamoramiento se encuentran en determinadas zonas del cerebro; otros, que por el simple hecho de aparecerse frente a un altar obtendrán poderes que los volverán invencibles contra las afrentas del tiempo. Por último, encuentro a los ridículos que aseguran que todo está escrito en el cielo, decidido de antemano por un destino cósmico, una sincronía universal. El amor que te está llevando a este día se encuentra lejos de cualquier libro, estudio o carta astral, pero sobretodo, lejos de cualquier decisión que no haya sido tuya. Por eso es hermoso escuchar a los novios decirse: “yo te elijo”. El amor no es la boda, como tampoco es la luna de miel. Son los días que siguen al frenesí, y es eso lo que apenas podemos desear para dos personas que se aman como ustedes dos. De esta forma, tenemos a una pareja que se ha aceptado y elegido sobre todos los demás. Atestiguar eso, Nayi, es un privilegio. Verás, el común denominador en las bodas es escuchar al novio y a la novia decirse “yo te acepto en la salud y en la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza, en esto y aquello (ad nauseam)”, cuando lo que en realidad están diciendo es “te acepto mientras no falles, mientras estés ahí siempre para mí, mientras me hagas feliz.” Podrás imaginar entonces la enorme decepción que infectará a cualquiera de los dos cuando descubra que el otro no está haciendo todo por cumplir con sus expectativas. Esta receta para la desilusión se patenta debido básicamente a una verdad ineludible: eventualmente, todos fallamos. En las relaciones sentimentales, la frustración es el monstruo en el clóset. Sin embargo, si regresamos al hecho de que tú lo eligiste a él (y viceversa), podemos encontrar una manera distinta de ver las cosas. Nos encontramos ante la posibilidad de entender que el amor entonces no es responsabilidad más que de la persona de quien emana. Amar incondicionalmente significa no esperar nada a cambio, ni siquiera amor. Haciendo a un lado las motivaciones egoístas, pueden de esta manera los novios decirse “te elijo aunque falles, a pesar de que no estés ahí cuando yo lo necesite, te amo aunque tú dejes de hacerlo.” Cuando se da libre de egoísmos, el amor compendia al mundo. Esta visión del amor exonera al otro de la pesada loza de tener constantemente que hacer todo lo posible por hacernos y mantenernos felices. Se termina así la satisfacción de caprichos por obligación, por costumbre, por ser lo socialmente correcto. Al mismo tiempo, recuperan los cónyuges su derecho a caer, a fallar, a dudar sin miedo a ser juzgados, reprochados o castigados por su propia pareja. Esta manifestación de apoyo incondicional ayuda a constituir al matrimonio como uno de los pocos refugios a los que la pareja puede acudir de manera habitual. Allá afuera, Nayi, hay demasiada competencia, rencor, miedo e incertidumbre. Pareciera que jefes, compañeros de trabajo, vecinos, mercadólogos, bancos, hipotecas y pseudoamigos, entre otros, tuvieran la encomienda de inyectar una presión excesiva en cuanto a lo que los demás esperan (y exigen) de nosotros. El hogar que están a punto de formar debe de ser ese rincón de respiro en donde literalmente puedan reafirmar seguridades, compromisos y valores, manteniendo a raya todo aquello que ponga en riesgo, tanto su tranquilidad interna, como la ecuanimidad emocional de la familia en general. Por meloso que se escuche, no existe nada más reafirmante que un compañero que, a pesar de las presiones del exterior, te recibe en tu casa con la frase “siempre, siempre, siempre contarás conmigo.”
                   Ya entrados en gastos, me atrevería también a recomendar (sobre todo a ustedes, que recibieron una estupenda educación en la mejor universidad del sur de la Ciudad de México) que encuentren constantemente vías de comuncación. Soy testigo de que los ruidos en la comunicación pueden desbaratar un imperio. El ideal es que su matrimonio no sea más comentado afuera que adentro, que los silencios no se prolonguen por semanas y que las pláticas jamás se vuelvan demasiado rutinarias ni superficiales. La comunicación es un arte basado en el detalle, en donde todo merece comentarse y nada debe darse por entendido. Si aman, díganselo; si dudan, también.
                  Si encuentran la manera de amarse incondicionalmente, verás que aparecerá como invaluable efecto secundario (y cuando más lo necesiten) el perdón. El perdón es el más menospreciado de los valores familiares. Por razones que desconozco, resulta más sencillo y apremiante saciar el hambre del orgullo, del egoísmo y del rencor, que del perdón.  Pero cuando los miembros de una familia concuerdan en que cada acción que se realiza se deriva del amor, cuando se dan permiso de fallar, y cuando buscan libremente hacer sentir bien al otro, es más fácil agradecer, comprender y perdonar. De igual manera, al saber que uno está siempre en la disposición de colocarse en el lugar del otro, resulta menos difícil despojarse del orgullo y pedir perdón. El perdón, cuando es legítimo, libera. No hay amor sin perdón, y el perdón no existe sin el amor. Como diría Descartes si escribiera para La Tostadora de Pan, “amo, luego perdono.”
                  Por último, un pequeño detalle que tiene que ver con la Fe. Dios es únicamente un elemento inventado para satisfacer necesidades sociales. Inclinar la cabeza ante un altar, presentarse de blanco y pedir la bendición bajo un crucifijo siempre nos hace salir bien en las fotos. Es importante cubrir ese requisito que nos marca la sociedad para continuar con nuestras vidas aceptablemente. Dios es un souvenir, ¿cierto?

Falso.

                  Dios existe. Dios es una persona. Dios se alegra cuando un hombre y una mujer se presentan frente a Él libremente y le expresan su voluntad por entrar al matrimonio con su bendición. Esta es la parte que los jóvenes rechazan por considerarla acaramelada e ingenua y que los viejos recitan sin razonamiento. Lo cierto es que para tu boda, Nayi, así como para los veinte mil días que seguirán, solamente se necesita la presencia y el consentimiento de tres personas. Los demás salimos de sobra. Se necesita del “sí” de los tres para que la perfección a la que están llamados permanezca y venza. Y Él es necesario, básicamente porque la fuerza, el amor y la voluntad de la pareja son insuficientes ante los embates y las pruebas del tiempo. El enamoramiento puede diluirse; el amor cambia de piel. Pero Dios es eterno.
                  Ya te quité mucho tiempo. No me queda más que agradecerte tu paciencia para estas palabras que no tienen otro objetivo que comentarte lo que de este tema he aprendido después de aciertos y errores. El sagrado mecanismo del amor requiere voluntad. Cuando una pareja es capaz de expresarlo, todo lo que hagan se vuelve ejemplar.

                  Sí, ya sé lo que estás pensando. Tanta elocuencia te ha hecho reflexionar y ahora te quieres casar conmigo. Lo lamento. Por el momento mi lealtad es hacia La Tostadora de Pan. Pero no dudo que en unos años, mientras el mundo sigue siendo consumido por la gangrena de la superficialidad y el egoísmo, los que continuemos en la búsqueda de esa perfección miraremos hacia tu hogar y diremos “yo quiero un matrimonio como el que siguen construyendo Nayibe y Francisco y Dios.”