miércoles, 20 de diciembre de 2017

Navidad en Tacubaya

Cuando los primeros rayos del amanecer golpearon el asfalto, él ya bailaba. En una danza sagrada preparada siglos atrás para agradar a los dioses, el conchero dejaba su alma y su cansancio. Y su obligación ya no era en los atrios de los templos donde las conchas de armadillo y los estandartes representaban la grandeza de nuestros ancestros, sino en las calles, en las explanadas paganas por las que decenas de miles de infieles pasaban todos los días. Ahora era por dinero. Nadie le prestaba atención. Ninguno de los automovilistas atestiguaba el ritual en el que al sonido de cascabeles y percusiones el conchero construía un puente para unir el vientre de la Coatlicue con el quemante beso de Tonatiuh. Bajo el semáforo de la intersección, el sol que avanzaba sobre nubes de platino ayudaba a resaltar los colores diluidos de su vestuario con tiras de lentejuela y tapa rabo de piel. Coronando su cabeza, el maxtle dorado sujetaba un ikuazéhatl adornado con plumas de faisán y pavo real, que le investía una elegancia otrora destinada a la realeza, y hoy despoblada de majestuosidad y relegada a los sucios rincones de mercados y barrios olvidados de la Ciudad.


En la madrugada, antes de comenzar, pidió permiso a los cuatro rumbos del Universo y a Téotl para sonar las ayacaxtli y la tlapitzalli, que con su ventoso sonido característico resonaba con más rudeza que la tibia flauta de los extraños europeos. Danzaba con furia, perdido en éxtasis, ignorado por transeúntes que atravesaban la calle con prisa, pensando en nieve, trineos y noches de paz, pero que, a diferencia de él, ignoraban la grandeza de su procedencia. Nadie lo veía. Nadie regalaba monedas. Nadie le ofrecía ni a él ni a su familia una mirada condescendiente.

A media tarde, cansado de dar vueltas y sonar cascabeles, el danzante tomó un descanso en el camellón. Su esposa lo miró con una tristeza que le agrietaba los ojos por tantos años de siempre lo mismo. En su reboso, un recién nacido dormía, respirando en espasmos, soltando a segundos burbujitas de baba que de inmediato se secaban por el calor de invernadero.
“Sigue enfermo,” exclamó ella en un idioma milenario desprovisto de emoción. “Respira como si ya no hubiera aire.”
Entonces el conchero se puso de pie, y sintiendo su corazón punzándole las piernas y la cadera y en las costras de sus pies, arremetió contra su suerte maldiciéndola con brincos y vueltas que no provocaron la compasión de los dioses ni de nadie. Gemía con la tlapitzalli, y más fuerte aún cuando los automovilistas acallaban su reclamo con un vulgar concierto de claxons y gritos y peticiones humillantes para que se hiciera a un lado. Hombres como él ensucian la ciudad. Una patrulla se acercó y le pidió su cuota. El poco dinero se le fue en el alquiler de diez metros de concreto.

Entrada la noche, volvió al camellón. Se asomó al interior del reboso y vio que su hijo no se movía.
“Murió en la tarde,” exclamó ella.
El conchero musitó algo en una lengua que sólo comprenden quienes se sienten impotentes para proteger a los suyos y, poniéndose nuevamente de pie, tomó a su hijo recién nacido y atravesó la calle seguido de su esposa.

Entraron a una iglesia. Sintiéndose indignos de acercarse al altar, permanecieron en silencio en la parte posterior. Él abrazaba a su hijo contra su pecho semidesnudo. Las personas, ataviadas con abrigos negros que llegaban hasta las rodillas, escuchaban a un sacerdote hablar de un niño que, hacía dos mil años, había nacido en el más humilde de los lugares, olvidado del mundo, acompañado únicamente de sus padres y de animales de establo. Ese niño moriría después preguntando por qué Dios lo había abandonado. Pero llegaría un día en el que el mundo entero se hincaría delante de él y lo llamaría Rey.
Volviéndose hacia su mujer, el conchero exclamó: “Mira, está hablando de nuestro hijo.”

Ella asintió.

Los tres salieron a la calle, de regreso a una ciudad que, sin importar fecha ni horario, jamás tendría tiempo para mirar al interior de su propio corazón.


Prometí no olvidar