lunes, 25 de agosto de 2014

A una mujer


Entras y parece que no estás. Nadie nota tu presencia en este lugar de caos de mesas y sillas, de  impersonales meseros que vienen y van, de mujeres arregladas para ser inolvidables aun a las nueve de la mañana; no se detienen la camaradería ni el cuchicheo, el sonido de tacones sobre el mosaico, ni los alimentos masticados con celeridad. No los culpo. De no ser por el silbido de luz que me hizo parpadear continuaría sumergido en mi día monocromático, en mis letras de siempre. Accidentalmente te vi entrar. Te seguí con la mirada hasta la barra. Te inclinaste hacia adelante ordenando cualquier cosa, tu voz perdiéndose anónima en el murmullo de la loza, en el canto chillón de las bisagras, en el siseo melancólico de mis páginas sombrías. La falda plisada te llegaba hasta el tobillo y lo que portabas no podría llamarse escote. La palidez de tu piel podría haberse difuminado en la espuma de la leche y tu cabello color tabaco no habría sido más que una adición a la sencilla arquitectura del ambiente, de no haber sido porque te noté. Existen mujeres cuya hermosura detiene el tráfico, que con un aleteo de pestañas ocasionan huracanes. Hay ojos, amiga, que provocan infartos. He sabido de hombres que mueren de desolación al quedar incinerados por atractivos incontenibles y lapidarios. Pero tu caso es distinto. Tú vienes del fondo de la Tierra, te forjaste a base de la sed del mundo, heredera de la belleza que se labra sólo con paciencia y que no sabe de extinción. No eres estruendo, sino racimo; no eres llamarada, sino luz. Eres, mujer, un rumor inquebrantable. Mirándote por un cortísimo instante logro descifrar la fórmula con la que fuiste diseñada. Lo tuyo proviene de una timidez genética que no tiene prisa, que no tiene meta. Es. Tú significas y tu significado es primordial. Alrededor de ti todo se apellida vulgar. Ahí tienes la razón por la cual nadie gira a mirarte: eres invisible para el ojo acostumbrado a lo banal. Por ti nadie cantará borracho, nadie intentará impresionarte gastando grandes sumas ni presumiendo carísimos estilos. Quien te descubra, sin embargo, jamás te dejará partir, pues para él la tuya será la belleza con la que el tiempo calibrará toda belleza. Para él reservas un jardín con idílicos volcanes, un oasis coronado con vapor, imperecederos surcos de agua. Te sientas en un rincón y me sonríes. Me paralizo. Pretendo ver más allá de ti, un punto en el espacio. Me abochorna que hayas atrapado mi mirada viajera; me aterra que al sentirte descubierta dejes de estar, abandonándome en este mundo de soledad y escalofrío. Pero no te vas. Aunque te delate sabes que nadie me creerá que existes. Estás a salvo a pesar de mis ímpetus por gritar Eureka. Regreso a mi libro cuando de pronto atisbo tu silueta poniéndose de pie y marchándose. Miedo. ¿Será que aun sabiendo de mi anhelo decides dejarme vacío? Las páginas tosen mientras cierro el libro. Golpeo la mesa al ponerme impulsivamente de pie. Salgo tras de ti. La calle me atolondra, me intimida, te pierdo en el gentío. Las manos me sudan, los pies me gritan ¡Pronto! ¡Más aprisa! En la esquina ya no estás y postrado muero de angustia. Si te imaginé puedo imaginarte de nuevo. Entonces, tu mano en mi hombro, un galopar del corazón. Giro y te tengo frente a mí. Tu voz es el murmullo que escuché en tu boca cerrada. Ven, quiero que conozcas mi jardín.

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