viernes, 22 de mayo de 2015

Labios de Evangelina

Indagar en las causas que originaron la destrucción carece de sentido. Sería como descubrir un cuerpo carcomido por el cáncer e intentar dictaminar la fecha exacta del primer brote. El cielo se ha empantanado con una lumbre verde y mohosa, el viento cala los ojos; es difícil respirar. Cada paso que damos nos devuelve al principio, a los ríos abundantes de tierra, a los valles despellejados de gente, a los secos pozos, a las iglesias profanadas con ofensas caligrafiadas angustiosamente, y que serán la única herencia literaria para quienes pasen por ahí. Nada puede hacerse ya: el mundo está muerto.
                Los horizontes adornados con hongos radioactivos confunden cualquier brújula, por eso es que andamos en círculos. Mi compañero, el que ha estado siguiéndome desde la primera explosión, habla con veneno; la meta de sus palabras es invalidar mi ánimo, corromperlo hasta extinguirlo; verme caer le haría tanto bien. Pero yo sigo con paso firme hacia adelante, allá donde mi instinto me señala que la pudrición pierde su potestad, pasando la ciudad en ruinas. Camino y camino, y cuando el cansancio me exige un alto camino mucho más. Atravieso por lugares que no vale la pena nombrar, pues su memoria se ha convertido en arena, y sobre sus dunas brillan carbones encendidos, como si todos los relojes del mundo hubieran dejado salir el tiempo, porque los hombres debemos prescindir de él.
                Mi compañero me flagela con insultos, grande e incansable es su intención de paralizarme. Me dice estás solo, me dice más allá de esa montaña de tierra hay más montañas, y detrás de ellas la primera montaña, de la que nunca debiste salir, en la que debiste haber muerto. Yo camino. Cuesta admitirlo, pero mi cerebro tiene hambre. A veces me detengo, pero solo para escribir en el lodo. Con el índice escribo frases que serán rasgadas por los colmillos del viento; si no son frases entonces escribo un nombre.
                Estúpido ingenuo, le escucho decir. Mezclas las palabras como alquimista ciego. Pronto morirás. Descubro bajo una roca una cucaracha y la devoro. Tengo miedo. Quizá lo mejor sea permanecer sentado y dejar que el polvo de lumbre me calcine. Eso, me dice. Finalmente la sensatez. Entonces me pongo nuevamente de pie y camino con rumbo al lugar cuyo nombre es antónimo de oscuridad.
                Estúpido, vuelve a decirme. Todavía piensas que un bautismo puede limpiarte, que existe un paraje que fue perdonado de la destrucción, que en un bosque alimentado por ríos cristalinos yace una urna con tu nombre y que a su lado podrás mencionar la palabra saciedad. Sólo te lastimas dirigiéndote hacia allá. De aquí en adelante lo único que encontrarás serán raíces secas y columnas vencidas. Primero sentirás la sed en tus pies y luego en el alma; el regocijo se reservó para los muertos, pero tú decidiste seguir. Para ti ya no hay lugar. Mejor siéntate aquí, déjame verte desaparecer.

                Yo continúo mi camino. Para ti ya no hay lugar, insiste detrás de mí. Prefiero dejar de escucharlo. Sobre todo cuando en mis huesos intuyo lo contrario.

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