domingo, 12 de junio de 2011

El Trofeo

Una mañana de domingo me encontraba plácidamente descansando en mi casa cuando el timbre sonó. Abrí la puerta y me encontré con un hombre alto, de edad madura, pelo cano, que vestía un gabán gastado y gris. Llevaba en los brazos un enorme trofeo de color plata incrustado en una base de madera. “Buenos días,” me saludó. “Esto es para usted.” “¿Qué es esto?,” pregunté asombrado. El hombre del gabán gris me respondió “Usted ha ganado el concurso, felicidades.” “¿Qué?,” pregunté. Pero así, sin más, me entregó el trofeo y se marchó. Sujetando el trofeo leí la inscripción en la base de madera: PRIMER LUGAR. SEGUNDO CONCURSO INTERNACIONAL "EL HOMBRE MÁS PARECIDO A MÍ".
Seguro de que se trataba de una broma regresé a mi sillón y pensé en quién podía haberme hecho caer en una burla tan original. Revisé nuevamente la presea en busca de alguna cámara o micrófono oculto, pero parecía genuino. Regresé a mi sillón, pero la situación me dejó intranquilo. Entonces me asaltó un pensamiento catastrófico. ¿Y si el concurso era real? ¡Dios mío! ¿Quién era ese hombre? Me puse los tenis y salí corriendo esperando alcanzar al hombre misterioso. Lo vi doblando la esquina y corrí tras él. Subió a un auto y arrancó. Entré en pánico. Afortunadamente un taxi pasó por el lugar. Le pedí que siguiera al auto. El hombre de gris viajó hacia el sur por más de media hora. Dio vuelta por un sinfín de callejuelas y finalmente se detuvo en una tienda de renta de videos.   Bajó del automóvil, entró al establecimiento y se sentó detrás del mostrador. Debe de ser su empleo, pensé. Pasados diez minutos, se puso de pie, cerró la tienda y se marchó caminando. Lo seguí unas cuantas cuadras hasta que entró a un edificio. Con que aquí vive, me dije. Sintiéndome un poco ridículo, escalé un poste de luz frente al edificio y ubiqué el departamento donde vivía este hombre que me perturbaba cada vez más a medida que pasaba el tiempo. Se preparó un café, se sentó frente a su computadora, entrelazó las manos detrás de su cabeza y, reclinándose hacia atrás, aguardó unos minutos. Seguramente estará escribiendo algo importante, una novela tal vez. Pasaron los minutos. Mis manos sudaban contra el frío acero del poste de luz. Finalmente, dio un sorbo a su café, apagó la máquina, tomó el gabán y salió del departamento. En la esquina tomó el tranvía y tres estaciones después bajó (bajamos) frente a un cine. Compró un boleto y entró a la sala. Un poco de sano esparcimiento, deduje. Hice lo propio. En la oscuridad de la sala, encontré al individuo con los pies subidos en la butaca. La película comenzaba a interesarme cuando el tipo se levantó y abandonó la sala. Maldición. Tomó (tomamos) un taxi y, al anochecer, llegamos a un table dance. Pervertido. Preocupado por aquella situación que se salía de cualquier parámetro de normalidad, pagué el cover e ingresé al tugurio de mala muerte. Dos pistas de baile, cada una con su respectivo tubo. El sórdido ambiente no ayudó a aquietar el perturbado estado en el que mi mente se encontraba para entonces. El hombre de gris ocupó un taburete, pidió un drink, compró una ficha, encendió un cigarro. Justo cuando una mujer semidesnuda se aproximaba a cobrar la ficha, él pidió la cuenta, pagó en efectivo y despreocupadamente salió a la noche tibia y sin estrellas. De regreso a su departamento, el nefasto y bucólico individuo encendió el televisor. La cabeza me reventaba en una confusión de ira y contradicción. No existía nada en ese hombre, ni en sus facciones, manera de hablar, andar o actuar, que me hiciera parecido a él. No había podido determinar en sus acciones de ese día algo que pudiera relacionarnos o volvernos colegas o espíritus afines. ¡El tipo era pelirrojo, por amor de Dios! Quería enfrentarlo, arrojarlo contra la pared y sacudirle la verdad a patadas. Harto de sentirme así, entré al edificio, subí las escaleras hasta el tercer piso y llamé a su puerta. En segundos apareció. Podrán adivinar su sorpresa al verme ahí, frente a él, sintiéndose descubierto en su charada. “El trofeo,” comencé. “¿Cómo te atreves a decir que soy parecido a ti? Trabajaste menos de diez minutos. No escribiste nada en tu computadora. Malgastaste dinero en una buena película que no terminaste de ver. Estuviste catorce minutos en un lugar de perdición y ni siquiera acabaste tu trago. ¡Cómo pude ganar ese concurso! ¡Desperdiciaste un día entero haciendo nada!” El hombre sonrió. Colocando una mano en mi hombro dijo: “Precisamente. Y espero verte en las finales del próximo año."

Recién enontré este cuento en mi otro blog.

4 comentarios:

  1. matar a ese hombre e iniciar, con cuidado y detenimiento, el lento y artesanal proceso de embalsamamiento que te permita desaparecerlo después; con meticulosidad y paciencia y absoluta perfección de tiempos y movimientos. No olvides un solo paso y cuando llegues al último -te arranques los guantes, quemes la ropa, te sacudas el polvo- sírvete un trago y degústalo hasta la última gota. Tal vez entonces eches de menos al hombre, lástima, ya no es.

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  2. La eterna pregunta.13 de junio de 2011, 19:52

    Pues sí,perdemos mucho tiempo de nuestras vidas esperando decifrar qué demonios piensan o quieren los otros de uno, y al final descubrimos que fué tiempo perdido, y que lo importante es qué pensamos y queremos de nosotros mismos. Suerte.

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  3. Carnal, muy argentino el cuento... influencia vieja, bien. nunca está de más hacer un alto y retornar. Un abrazo. El zorro

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  4. Y sin embargo, su día no carecía de propósito...

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