en recuerdo de las sesiones en la Torre Stark.
Su antipatía hacia el cuento había durado varias horas y no
parecía desvanecerse con el paso del reloj. La trama aún daba vueltas en su
cabeza y no se decidía a dar una opinión. Una voz en el traspatio de su mente
le decía que el verdadero significado se hallaba oculto en medio de las
palabras, un mensaje que aguardaba ser interpretado por un alma sensible. Pero
Javier era un hombre práctico. A sus treinta y seis años, catorce de ellos dedicados
a cuidar la contabilidad de una empresa minera, la conclusión que apaciguaba su
mente era que si dos más dos no sumaban cuatro el proceso debía repetirse. Una
columna para las sumas, otra para las restas. Dos más dos construían puentes,
dos más dos sostenían edificios, dos más dos colocaron a un hombre en la luna.
El mundo podría girar feliz sin el arte, sin las sensiblerías ociosas de
pintores y poetas, y por supuesto, sin la aburrida e intrascendente danza
contemporánea. Pero sin ingenieros, arquitectos o matemáticos, la humanidad
viviría en la oscuridad, cincelando su evolución en las guanosas paredes de una
cueva. Esta discusión generaba siempre controversia con Ana, distanciándolos al
extremo de la ridiculez. Ahora, sin embargo, un saber esotérico e inaccesible
se escondía del otro lado de las matemáticas. ¿Cuál era la trama del cuento? Javier
removió los binóculos de sus ojos cansados, y levantándose de su escritorio
contempló en silencio las gotas de agua sucia que caían por las tuberías del techo.
Su lugar de trabajo era un umbrío cuchitril ubicado en el rincón más olvidado
de las catacumbas. Así le llamaban quienes trabajaban en la superficie, en los
pisos superiores del edificio inteligente, los ejecutivos de trajes impecables que
ocupaban oficinas con vista a los jardines. Javier prefería trabajar en el
sótano, donde sus defectos quedaran lejos de los juicios de la gente perfecta. Miró
unos instantes las aspas del ventilador, intranquilo. Por absurdo que pareciera
se sintió observado. Pero en las catacumbas no había un alma, tan solo la
cucaracha de costumbre y el moribundo bonzai. Las letras que acababa de leer lo
habían dejado inquieto. Maldito cuento, maldita Ana. La noche en que la conoció
había estado intentando desprenderse del caos cotidiano, observando la belleza
matemática de la Torre Godard. Resultaba pasmosa la sencillez con la que ½ ∫Hx
ƒ2(x)dx – cte.(H – x) = ∫Hx
xw(x)ƒ(x)dx sostenía el armazón contra
la presión del viento. Había salido temprano de su oficina y recorrió la
arbolada avenida que subía el monte. No había nubes ni luna y el clima era
templado. Al llegar a la cima, la vio. La Torre brillaba como una aguja
templaria hermosa e impoluta que rasguñaba el cielo invernal. Ensamblada con
milimétrica precisión, era un monumento al ingenio humano, y al mirarla con
detenimiento Javier rescataba la esperanza de que en medio de la entropía
existiera un orden: su alma resentida se reconciliaba con el universo. Permanecería
toda la noche delante de ella, suspirando. Desgraciadamente, su plan se vino abajo
cuando una mujer rubia y menuda apareció sentada en su banca predilecta. Con
penosa amabilidad, él le pidió que se moviera, más abajo había otras bancas
desocupadas; por toda respuesta, ella abrió su termo y le ofreció té de anís.
Su nombre era Ana y estudiaba semiótica. Y no, no encontraba como él placer en
las barras de hierro unidas con tornillos de cobre, sino en imaginar las vidas
de los hombres que la construyeron. Ella creía en mito y magia, en las invisibles
respiraciones del arcano, en que el universo languidecía en incomprensibles planos
superpuestos que sólo el Gran Arquitecto podía discernir. Necesito sentarme en esa banca. No
te la cederé, pero si quieres podemos compartir el césped. De eso habían
transcurrido ya cinco meses. Fue ella quien lo incitó a leer el cuento. Si estás preparado para cambiar tu
concepción de cuanto te rodea, justo
cuando termines de leerlo repite tres veces la pregunta que más inquieta a tu
alma. Te dirá lo que debes saber.
Ahora Javier miraba el ventilador. Alguien
me está observando, murmuró registrando una grieta en el techo. ¿Y si ella
tenía razón en asegurar que dos más dos no siempre producían un cuatro? ¿Habrá algo más de lo que hay? Regresó a
su escritorio. Miró las páginas escritas con tinta negra y, más por morbosa
curiosidad que por otra cosa, negando con la cabeza hizo la pregunta una vez, y
luego dos, y finalmente tres. Cuando Javier se percató de lo que estaba
sucediendo ya era demasiado tarde.
Primero
fueron las plumas, las bisagras y todos los objetos de metal; después fueron
las teclas de su computadora que, separándose del tablero, volaron como
proyectiles disparados hacia la puerta. Les siguieron los objetos de cristal:
ceniceros, placas y el bulbo de la lámpara, todos temblando por un intenso
movimiento telúrico que ocurría sólo en el sótano. Apenas pudo Javier esquivar
la balacera de objetos, pues él mismo fue víctima de una atracción que ignoraba
las imperantes reglas de la gravedad. Se sujetó cuanto pudo de la perilla de la
puerta; sin embargo, la poderosa fuerza invisible lo levantó del suelo
arrastrándolo hacia la superficie por los filosos escalones de concreto.
Atravesando sin control el lobby del moderno edificio, Javier fue succionado
hacia el vacío de la noche. Presa de una angustia indescriptible, voló contra
su voluntad sobre casas, automóviles, parques y la torre metálica que tanto
amaba. Finalmente se detuvo en la zona vieja de la ciudad, sobre una bellísima explanada
pavimentada con piedras grises de río. Ante el asombro de transeúntes y
automovilistas que se detenían a preguntarle qué hacía allá arriba, Javier
flotaba. No es normal, argumentó una
pareja de ancianos, quienes temieron que pudiera tratarse del inicio de una
nueva epidemia. Bajo un farol, un perro ladró. Javier decidió concentrarse en
encontrar una explicación lógica al problema que le aquejaba. Estuvo a punto de
darse por vencido, cuando observó un cuerpo volando rápidamente hacia él. Era
Ana. Terminé el cuento, confesó
Javier sintiéndose obvio. No entendí
algunas partes. Entendiste lo
suficiente, dijo ella sonrojándose mientras se mecía junto a él encima de
cientos de cabezas incrédulas. ¿Ahora qué
sigue? No lo sé. Un oficial de policía les ordenó bajar, pues estaban
conmocionando el tráfico. Pero ni Ana ni Javier supieron cómo. Así que flotaron
y flotaron durante horas, las piernas de ambos pataleando por miedo a caer si
no lo hacían. Los ancianos preguntaron cómo se habían metido en ese lío, y
Javier contó a partir del momento en el que abrió el cuaderno y había comenzado
a leer, lo estúpido que se había sentido al formular la pregunta, y el penoso
instante en que ahora se encontraban, sin encontrar la causa para aquella singular
levitación. ¿Ya intentaste besarla?,
preguntó un taxista a todas luces molesto por el tráfico. De su chamarra de
pana, el hombre sacó una cajetilla de cigarros y encendió uno. ¡Bésala!, gritaron varios. A Javier de
los nervios se le erizó el corazón. Sintió la mirada tierna de Ana
acariciándole los labios, de los que tímidamente manaron las palabras dos más dos. Aceptando lo que pudiera
ocurrir, la besó. O se besaron, da igual. Lo que Javier sintió fue lo opuesto a
lo que hubiera podido esperar: una pesadez en los muslos y en los huesos, como
si de sus tobillos colgara un yunque infame que lo jalara hacia abajo. Hombre y
mujer se desplomaron hacia el suelo, estrellándose contra el pavimento. En un
segundo, las nubes perdieron su aureola de fuego y la vida recuperó su curso
ordinario. ¿Qué pasó? Todavía adolorido
por el golpe, Javier ayudó a Ana a levantarse. Ella se sacudió el polvo de la
ropa, remarcó el contorno de sus labios con labial rojo, y exclamó pensé que tú serías el indicado. Sin
darle a Javier tiempo para razonar, dio la media vuelta y se marchó perdiéndose
en el tráfico. Aturdido y estupefacto, Javier no alcanzaba a darle a las
variables de la ecuación los valores correctos para obtener el resultado justo.
Esto es absurdo, se repetía una y
otra vez. No tiene sentido. Levantó
los ojos y se encontró con la fachada de un restaurante que a esas horas de la
mañana abría sus puertas. En el letrero, la figura de un pez. Javier entró y
pidió un café. Permaneció sentado en la barra con la mirada anclada a una
mancha líquida de color extraño. El ambiente presagiaba un funeral celta, el
fin de todas las primaveras. Tú eres el
de las noticias, dijo la mesera colocando la taza frente a él. ¿Qué se siente volar por amor? Era una
criatura castaña, de profundos ojos marrones y nariz regular. Javier dio un
sorbo y reclamó este café está frío. Fue como si ella anticipara aquella
reacción, pues mecánicamente lo tomó de la mano, y mirándolo con ojos de
bienvenida le sonrió. Inesperadamente, introdujo el dedo en la bebida, y Javier
observó un efluvio transparente que ascendía hacia la lámpara, seguido inmediatamente
por decenas de burbujas que explotaban en la superficie del café. Oye, dijo ella acercándose a su oído, no tiene que ser exacto para que sea
perfecto. ¿Por qué?, preguntó él.
¿Todo esto, qué significa? Ella retiró
el dedo hirviente de la taza y acarició su mejilla con él. La excitación que
había sentido mientras volaba en el aire de nuevo estaba ahí, y por primera vez
en su vida Javier tuvo la certeza de estar en el lugar correcto. Dejó que la
inercia del momento disipara sus dudas y, decidido a sujetarse del momento como
haría un náufrago, inclinó su rostro hacia adelante. Sin embargo, cuando estuvo
a punto de besarla, la mesera colocó una mano entre ambos. ¿Qué suce…? ¡Shhh! Un silencio ominoso contaminó el lugar. Permanecieron
inmóviles por muchos segundos, mirando alrededor repetidas veces. La castaña
cabellera de la mesera se meneaba al tiempo que su cabeza se movía
frenéticamente, buscando, y en su paranoia Javier notó un miedo que no debía
estar ahí. Ella miró debajo de las mesas, en el techo, en el espejo. No puedo continuar, murmuró entonces,
alarmada. Es peligroso. ¡Pero necesito saber!, suplicó Javier. No, no hasta que dejen de observarnos.
Debe de tratarse de un error, pensó Ibrahim deslizando obsesivamente su dedo
sobre la pantalla de la tablet. Los renglones subían y bajaban, pero no había
nada que hacer. El cuento terminaba así, abruptamente, sin ofrecer mayor
evidencia acerca de lo que había importunado a los dos amantes. Era cierto que
la ficción no le atraía (personalmente ni siquiera le gustaba leer), pero esa
historia se había ido introduciendo en su mente de una manera oscura y
perversa, como si las palabras fueran exclusivamente para él y nadie más. A
medida que avanzaba en su lectura, las frases habían ido anidándose en ese
hueco que desde hacía años había hecho de su corazón un hogar. Desde abajo
llegaban las risas infantiles de la fiesta, pero decidiendo ignorarlas, Ibrahim
dio vueltas por su recámara intentando dar con la explicación al cómo era
posible que un simple cuento inconcluso pudiera tan exitosamente poner en
relieve aquella terrible soledad. Sácame
de aquí, dijo a la misma de siempre, a nadie. ¿Cómo sigues con tu vida
cuando la vida ya no quiere seguir contigo? Alguien llamó a la puerta. Eréndira
le dijo que el mago había llegado y que a Jorgito le encantaría que estuviera
con él. Voy, dijo Ibrahim. Salió de
la recámara y bajó las escaleras hacia el monótono mundo de costumbre.
En el
patio, Jorgito, su sobrino, lo abrazó. Gracias,
tío Ibra, es la mejor fiesta del mundo. Aunque no aprobaba su modo de
ganarse la vida, Eréndira se mostraba bastante indulgente al momento de pedirle
dinero, especialmente cuando se trataba de su hijo. Va a ser el cumpleaños de Jorgito, y pues ya sabes cuánto te quiere tu
sobrino. Haz la fiesta en mi casa, yo
me encargo de todo. El dinero que recibía Ibrahim por las entregas que
realizaba cada mes era suficiente para mantener su caro nivel de vida, y el de
su hermana. Justo aquella noche debía realizar una más. Era un asunto
peligroso, pero vivir en la clandestinidad era para él una violenta adicción. Un día de estos te van a matar, le dijo
Eréndira alguna vez, o peor aún, vas a
vivir más que nosotros, pero solo. No
mientras tenga dinero, pensó Ibrahim viendo a los papás de los niños
disfrutar de la comida y del alcohol que tan generosamente había dispuesto para
la fiesta. En el centro de un semicírculo formado por niños gritones, el mago y
su asistente armaron su equipo de trabajo. Un atril, una caja de madera pintada
de negro con estrellas fosforescentes, un aro. Los trucos de previstos. Figuras
con globos, la paloma en el sombrero, exclamaciones de asombro, dulces. A
Ibrahim de pronto se le ocurrió la loca idea de que el responsable de que los
amantes del cuento no hubieran podido besarse había sido él y que, al apagar la
tablet, finalmente habían encontrado la manera de concluir el beso. Estúpido, pensó. Aplausos de los niños
cuando el mago adivinó que la carta en la mente de Jorgito era el as de
espadas. Los personajes
ficticios no continúan con sus vidas una vez que se cierra el libro. Estuvo
a punto de regresar a su recámara cuando atisbó, recargada en la puerta de la cocina,
a una mujer pelirroja de ojos verdes. Era hermosa. Entonces se reclinó contra
la pared y contempló su inusual belleza por largos minutos. El espectáculo
proseguía con aburrida linealidad, hasta que el mago pidió a su divina asistente
que entrara dentro de la caja de madera. Por supuesto, la escuálida mujer
desaparecería y aparecería ante el encanto de los molestos infantes. Mientras
tanto, la pelirroja sorbía de un vaso de plástico transparente mientras
observaba, divertida, al mago cretino cerrando la puerta de la caja. El hombre
pidió silencio, luego, tras recitar unas curiosas palabras mágicas, instruyó a
los niños en el arte de reproducir con la boca un redoble de tambores. El mago abrió
la caja, y ante el asombro de los presentes, la asistente no únicamente había
desaparecido, sino que había sido sustituida por un desconocido. Debió de
tratarse de un error monumental, pues al mago del susto se le cayó la quijada.
Era un niño pequeño, de aproximadamente seis años de edad, con la mirada más
tierna y desamparada que Ibrahim había visto. Por unos segundos se vio perdido.
De pronto, al reconocer a una mujer entre la concurrencia, la esperanza iluminó
su pequeño rostro. ¿Quién eres?, demandó
el mago perdiendo de pronto su acento macedónico. ¿Quién osa burlarse de Manua El Grande? Sin atender al reclamo, el
niño se aventuró entre las sillas ocupadas por mirones hasta llegar al rincón
que ocupaba la mujer de pelo rojo. No lo
hagas, dijo con su voz infantil. No
te vayas a casar. Nerviosa, la mujer lo miró. El resto comenzó a reír. Qué mala broma, respondió ella
recriminándole al mago la mala pasada. No,
escucha, no te cases. Te lo suplico. Para Ibrahim, sin embargo, aquello
tenía un dejo de macabra familiaridad. El niño manoteaba incesantemente, con
miedo. Yo te conozco. La silbatina
del público no se hizo esperar; abucheaban a Manua El Grande
responsabilizándolo del pesado y aburrido truco. Los niños se pararon y
comenzaron a perseguirse entre ellos, unos preguntando a qué hora partirían la
piñata. Me contaste que aquí lo
conociste, en la fiesta de Jorgito, mi primo. Dijiste que te invitó a salir y
que seis meses después te casaste con él. Niño, basta. ¡Escucha! Tu nombre es
Renata, tienes veintidós años y tienes un lunar en forma de media luna en la
espalda. Tú eres mi mamá. Dijiste que te sentías sola y que él te conquistó. Te
llevaba serenatas y regalos carísimos. Alquiló un yate y te propuso matrimonio
en mar abierto. Me dijiste que esa fue la última vez que lloraste de felicidad.
Nada de eso ha pasado, me confundes. Va a pasar. Por unos cortos meses serás
feliz. Pero la policía no va a detener los golpes porque la policía trabaja
para él. Y tú no vas a saber cómo protegerme. Sus ojos se humedecieron, y
ella, Renata, tuvo miedo. ¿A quién te
dije que conocí en esta fiesta? Temblando de pánico, el niño señaló a
Ibrahim. Por favor, ya no dejes que se me
acerque. Instintivamente, Renata lo abrazó contra su pecho. Te juro por mi vida que nadie volverá a
lastimarte. Desprendiéndose, el niño regresó lentamente hacia la caja de
madera. Cuando la asistente de Manua reapareció, el niño se había desvanecido.
Sin decir absolutamente nada, Renata tomó su bolso y salió de la casa de
Ibrahim.
La
fiesta terminó antes de lo previsto dejando en los invitados un agrio sabor en
la boca. Las familias fueron despidiéndose de Eréndira, que avergonzada
repartía bolsas de dulces a los niños que se iban. ¿Quién invitó a ese niño? No
lo sé, Jorgito. ¡Fue la peor fiesta
de todas! ¿Por qué se fue Renata?
Ibrahim miraba el patio vaciarse desde la ventana de su estudio. Como ungüento
podrido, una ansiedad particular le recorría el cuerpo, la sentencia de que su
vida no tendría un mejor porvenir. El recuerdo del niño aquel, el que lo había
señalado delante de todos, le mordía las partes sensibles del cuerpo; Ibrahim
se sintió acosado y estúpido a la vez: era cierto que nadie escapaba de las
acusaciones de su propia conciencia, pero ¿debería dejarse atormentar por
acciones que no había cometido? El mensaje en su celular le indicó que era hora
de entregar la mercancía. Se puso el saco, revisó que su arma estuviera
cargada. Metió la maleta de cuero en la cajuela y arrancó. La operación era
simple. Llevar el paquete al puente del Distrito C19, entregarlo personalmente
a Hunz Nuye, el mafioso del corazón oxidado, recibir los dos contenedores de plástico
anticorrosivo y guardarlos en su casa hasta escuchar nuevas instrucciones. Si
algo salía mal, Ibrahim contaba con su habilidad para salir de problemas a
punta de balazos. Subió a su auto y arrancó. Atravesó la Ciudad Vieja
acompañado de las brumosas farolas que custodiaban la noche. Encendió la radio,
pero en vez de tranquilizarse una rabia inexplicable comenzó a hervirle en la
sangre. La cara del niño, arrogantemente familiar, era un puñetazo en la frente.
Lo había expuesto delante de sus invitados, y peor que eso, lo había hecho
sentir vulnerable. En el primer semáforo la furia era ya incontenible. Deseó
averiguar su paradero y sacarle a golpes la verdad, ¿quién eres? Pero sobretodo, ¿cómo
te atreves? ¡Y la reacción de la mujer! ¿Quién se creía para desairarlo en
su propia…? Inesperadamente, algo en su interior se sintió pavorosamente incorrecto;
un deja vú demente y profético que anunciaba una vertiginosa caída hacia su
perdición. Intentando ignorar la advertencia, Ibrahim aceleró hasta el fondo
sin darse cuenta de que llevaba varios minutos murmurando vivirás más que nosotros, pero solo. Al llegar al punto de
encuentro, se estacionó a unos cuantos metros de los tres vehículos que ya lo
esperaban. Rodeado de hombres con ametralladoras, Hunz Nuye fumaba
impacientemente, la luciérnaga en sus labios iluminando la terrible cicatriz
que le partía el rostro a la mitad. Conteniendo el nerviosismo, Ibrahim tomó el
paquete. Estaba a punto de abrir la puerta cuando una fuerza cósmica lo hizo
cambiar de opinión. Ante las miradas atónitas de Nuye y sus hombres, Ibrahim
encendió de nuevo el auto y arrancó. Los rechinidos de las llantas no se
hicieron esperar; por el retrovisor, Ibra vio los tres autos persiguiéndolo.
Aceleró y en la esquina de una escuela casi pierde el control de su vehículo.
Tomó su teléfono y marcó el número de su hermana. Soy yo, necesito el teléfono de Renata. ¡No me importan los demás
invitados! ¡Pásame su número ahora! ¡Carajo! Colgó furiosamente sin
despegar la vista de la calle. Detrás, Hunz Nuye se aproximaba velozmente. Por
la ventana, uno de sus hombres abrió fuego. El medallón trasero explotó con el
impacto de las balas, las cuales rozaron su cabeza más de una vez. Ibrahim
dobló a la izquierda y se arriesgó dentro del Túnel 22ª. Ahí continuó
esquivando faros de automóviles y balas. La pantalla de su celular se iluminó
con un mensaje de su hermana: 97 22 2358 55. Como si aquellos diez dígitos
fueran el oxígeno que necesitaba, Ibrahim dirigió deliberadamente el volante
hacia la baranda del túnel. Al chocar contra el riel de acero, su auto dio
varias volteretas en el aire hasta caer violentamente en el río. Nuye y sus
hombres dispararon hacia el agua, pero la única respuesta que obtuvieron fue el
eructo del río mientras se tragaba el coche de Ibrahim.
Con las
ropas empapadas, Ibra deambuló por las calles oscuras hasta estar seguro de que
nadie lo seguía. Del otro lado de la acera, encontró un pequeño local con la
figura de un pez en el toldo. Le llamó la atención que en el interior no
hubiera nadie. Las mesas estaban sucias: platos con restos de comida, cigarros
humeantes en los ceniceros, música lounge en los altavoces. Al fondo, cerca de
los baños, encontró un teléfono de monedas. Con inusitado nerviosismo marcó el
número que había logrado memorizar y aguardó. Debido a las caóticas
circunstancias no había tenido tiempo de pensar exactamente lo que diría cuando
le contestaran. Beep. Ese niño. Beep.
Tan devastado, tan familiar. Beep. ¿Bueno? ¿Renata? Soy Ibrahim. Silencio. ¿Quién te dio mi número? No tengo mucho
tiempo. Hay algo que debo decirte. Ibrahim, no creo que sea conveniente. No,
escucha, sé que piensas que ya sabes todo de mí, pero no es así. Hoy ocurrió
algo, ese niño. ¿Qué hay con él? Te juro por mi vida que… Ibrahim se
detuvo. ¿Bueno? Espera. Volteando hacia todas direcciones, Ibrahim guardó silencio
por unos segundos. Dejando el auricular columpiándose, desenfundó su arma. Lo
único que podía escucharse en el local, además de la onírica música de fondo,
eran las gotas de una lluvia insana que había comenzado a caer momentos antes.
Por todo, el lugar permanecía desierto. Ibrahim dio unos pasos hacia la barra,
luego, hacia la zona de no fumadores, con la pistola siempre apuntando hacia adelante.
Volteó hacia la derecha, hacia la izquierda, y finalmente hacia arriba, momento
en el que estuve seguro de que había notado la presencia omnisciente y
perversa. Por favor, dijo sin bajar
el arma, déjame quedarme con ella. Puedo
cambiar. Mientras hablaba a la oscuridad, siempre cuidándose las espaldas,
regresó cautelosamente al teléfono. Puedo
quererla, y a él también. Ibrahim levantó el auricular, y cerrando los ojos
como si fueran puños, exclamó: ¿Renata?
Y del otro lado: sigo aquí. Y no dijo
más. Permaneció atrapado en un silencio expectante, como si aquello demasiado
íntimo que deseaba revelar no pudiera ser escuchado por nadie más que por ella;
por nadie, mucho menos por mí. Por mi parte, con apesadumbrado respeto
permanecí con la mirada concentrada en la pantalla de mi laptop, en el cursor que
contrariado parpadeaba justo a un lado de la última palabra que acababa de
escribir. No tecleé más, sólo podía pensar en el futuro de Ibrahim, en las
palabras que debía de usar para convencer a Renata de que aún los hombres con
violentos pasados podían escoger un camino diferente, y que los escritores
podemos dotar a nuestros personajes de un albedrío que jamás conoceremos.
Determinado a no saber más, apagué la máquina sellando así su inconcluso
destino.
El
ruido de hombres borrachos y música estridente proveniente de la parte baja del
local rompieron mi concentración. Pero eso ya lo sabes. También sabes que
Gerardo está llamando a mi puerta y con voz temerosa dice están todos aquí, ya es hora. Echo un último vistazo a la
habitación donde me encuentro, a las fotos de tiempos antiguos, la foto en la
que aparezco sosteniendo a un niño de dos años. Me pongo de pie y bajo por las
escaleras. Mis amigos me reciben con risas y aplausos. Hay otros hombres que no
conozco. Las mesas han sido apartadas y únicamente permanece una, con cuatro
sillas alrededor. En la barra se encuentra Mercedes sirviendo tragos y
recibiendo apuestas. Hoy no me siento con suerte. Estoy seguro de que hoy,
antes de que termines de leer esta parte de la historia, estaré muerto. Después
de unos minutos de plática superflua, tomamos nuestros lugares. Rodrigo, el contador
al que en Junio pasado detectaron cáncer en el páncreas: si sobrevive a esta
noche, sus ganancias serán para garantizar la educación de su hijo. Rosa, la
joven drogadicta capaz de morir literalmente por formar un grupo de rock, y un
viejo sacerdote jesuita de nombre Samuel. Rodeándonos veo a una treintena de
personas, algunos conocidos, todos aves de rapiña. ¿Terminaste de escribir tu cuento?, pregunta Rosa mientras nos
sentamos. Su rostro palidece aún más bajo la mórbida luz amarillenta de las
lámparas. Sus uñas mordisqueadas trazan nerviosamente el logotipo del local, un
pez azul laqueado en el centro de la mesa. Sí,
respondo indiferente. Cada jueves es lo mismo. Los gritos son estridentes,
molestos. Finalmente, con una diligencia adquirida por meses de práctica,
Gerardo se aproxima con una caja de madera. Cae el silencio. Tras abrirla, coloca
el arma sobre la mesa. El primero en sudar es el jesuita. Desde el fondo llega
mi nombre coreado por voces ebrias. Mis manos transpiran, mi corazón es un
motor. Cuando veo a Rodrigo ya está temblando con un terror indecible que se
apodera de su cuerpo. Es jueves en la noche, alguien va a morir. En el sorteo
es precisamente Rodrigo quien debe comenzar. Inadvertidamente, Rosa llora, pero
la pena por retirarse de la mesa es severa, así que permanece sentada mirándome
con ojos suplicantes. Yo me mantengo ajeno al éxtasis y al miedo; esta dolorosa
melancolía me aísla, me devora, consumiéndome como una bala que se toma su
tiempo para pulverizar órganos y tejidos. Rodrigo levanta la pistola y la
sujeta contra la sien. Su pecho se agita en espasmos, dedo en el gatillo, su
mano tiembla: grita mientras cierra los ojos. Y dispara. La detonación genera
más conmoción. Una lámpara en el techo explota por el impacto de la bala. La
gente abuchea. No puedo hacerlo, gime
Rodrigo. Por favor, quiero irme a casa.
Pienso en Ibrahim, me pregunto si habrá logrado explicarle a Renata que los
hombres podemos cambiar... La cobardía de Rodrigo hace enfurecer a la
audiencia. ¡Nadie puede romper el pacto!,
grita Samuel encarándolo. Si acaso Renata entenderá… Samuel noquea a Rodrigo,
la pistola cae de su mano, y al tocar el suelo se dispara otra vez. El local
queda en silencio. Una segunda bala. Estoy acabado. Al principio todas las
miradas caen sobre Gerardo, pero saben que él no actuaría sin mi consentimiento.
Lentamente, Rodrigo se levanta. Abre la recámara y encuentra una tercera. Hijo de puta, dice sabiendo que alteré
las probabilidades. Un miembro del público saca una navaja y con saña desmedida
la clava varias veces en el costado derecho de Gerardo, quien cae sobre el
suelo rodeado de su propia sangre. Se saben estafados. Samuel le arrebata la
pistola a Rodrigo y me apunta, y tú que me lees te haces preguntas, quieres
saber. Quiero contarte, existe un secreto, una respuesta. Pero necesito que te
acerques con sumo cuidado; acércate a las palabras que estás leyendo. Hazlo,
pero antes, shhhh, mira a tu alrededor, a todas partes, hacia arriba. Cuida que
nadie te esté observando: esto que te digo es sideral, la consciencia misma del
cuento. Aunque quisieras negarlo, sabes que perteneces en él.
Increíble
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