lunes, 20 de febrero de 2012

Mulix

Debería poder hablar de esto sin que me tiemble la voz, pero la memoria en los hombres viejos nunca llega sin nostalgia. Hace mucho tuve un cuento. Sé que así comienzan las remembranzas trilladas, pero en mi caso la afirmación es legítima: tuve un cuento, un cuantioso conjunto de palabras cuya belleza sólo puede atesorarse a la distancia y que en sí mismas encerraban una verdad destinada a mí. Entonces era joven y los axiomas reventados en cátedras universitarias enajenaban mi mente con rezos que iban desde ‘verdades existen más de una’ hasta ‘en la vida todo es percepción’; mi mente estaba ansiosa por dudarlo todo, por cuestionar. Los años han pasado, y aquellas funestas ambigüedades me hacen hoy sentirme un estúpido. Hay verdades absolutas. Las hay. Pero tardé mucho en comprobarlo. En una noche de euforia, muchos años atrás, me senté en una mesa como ésta a escribir lo que sería mi opus magnum. Grandes y perturbadoras ideas gemían por salir y, dispuesto a darles rienda suelta, coloqué las dos hojas blancas en el rodillo de la máquina. Recuerdo la sensación de estupor y humildad al encontrarme perdido ante la inmensidad blanca que me devolvía la mirada con diabólica arrogancia. Sabía que me encontraba frente a un momento decisivo en mi vida. Aquella obra sería diferente; en vez de ser parida en una laptop convencional nacería de las pesadas y obesas teclas y los cadenciosos movimientos mecánicos de la Remigton Standard 2 de mi padre. Sin embargo, durante horas enteras ninguna palabra pudo ser escrita. Nadie nunca me había explicado que las guerras pueden perderse muchísimo antes de ser peleadas. Con las frustración aguándome los ojos, di mil vueltas a la mesa y me di por vencido. Encendí la laptop y escribí decenas de páginas de lo que hoy comprende el grueso de mi obra creativa. Extensos ensayos y novelas, cuentos pretenciosos y algunos incluso bien logrados; cátedras donde ahora yo ocupaba el podium, una autobiografía. Mis memorias. ¡Ah, pero de aquel que debía brotar…! La hoja no permaneció siempre en blanco. Muy de vez en cuando, la idea me obligaba a teclear palabras que después de mucho pensar formaban frases plenamente comprensibles pero cuya profundidad escapaba a mi comprensión. ‘La lluvia nos obliga a voltear hacia el cielo, por eso nunca llueve desde abajo’, y cosas así. El cuento, joven al principio, crecía sin embarnecer; su voz no enronquecía. A veces me miraba tiernamente desde el rodillo de la máquina mientras yo fingía perderme en otras historias. Pero ahí estaba, estábamos los dos. Mudos amigos inseparables. Cuando conseguía terminar una línea más, viéndolo crecer en extensión, le daba tres o cuatro palmadas, a lo que él reaccionaba con esa sonrisa blanca y complaciente que demuestran sólo quienes saben pagar lealtad con lealtad. Me acostumbré a mi cuento. Recuerdo muchas tardes grises en las que mi percepción opaca de la vida me amedrentaba y me llevaba a recluirme en mi casa. Mi cuento me recibía con felices y halagüeños lengüetazos, señalando con vocales y consonantes las teclas que debían ser presionadas para darle sustancia. ‘Ahora no’, le decía. Y al verlo agachar las orejas le recriminaba: ‘No me veas así, es que tú no entiendes cómo es el mundo allá afuera.’ Entonces mi cuento adquiría el tamaño de mi espíritu y se encogía. Los demás cuentos y novelas en la laptop aprendieron a quererlo como al hermano sabio. Una noche los cacé haciéndose bromas entre sí, delatados unos por el parpadeo del cursor y el otro por el rechinido del rodillo de la Remington. Así fueron los primeros años con mi cuento joven. Constantemente, después de noches de juerga en las que, soliviantado por el alcohol y los efluvios de literatura contagiada, corría de regreso a casa con la certeza de que finalmente había encontrado las palabras correctas para que el cuento fluyera y viviera. Abría la puerta y sentándome frente a la máquina, en medio de risotadas le contaba lo que planeaba hacer. Alebrestado, mi cuento daba vueltas, movía la cola y aguardaba pacientemente a que lo dejara libre. Pero nada ocurría. Mi semblante iba entonces apagándose como una vela en el quicio de la ventana, o como el cabello rojo de aquella muchacha que ha dejado de creer. Brotaban apenas unas líneas y en mi mente las ideas se desvanecían. El cuento crecía, pero nunca como lo esperé. Así, pasaron los años. Muchas palabras salieron, muchas páginas, pero de mi pequeño y fiel cuento… La ruina se dejó caer una mañana fría, cuando por vez primera noté los estragos del tiempo en mi viejo amigo. Las gruesas letras negras sobre la misma hoja blanca se veían amarillas, con un polvo de óxido proveniente del ático que nos aguarda a todos los mortales. Le hablé con ternura de los planes que tenía para los dos; en lugar de ronronear y hacerme jugueteos como antes, ahora simplemente sonreía a medio vapor, un cuento cansado, un cuento sin fuerzas para cargar con los sueños de los dos. ¡Ay, amigo! Cuántas veces te dije tú no sabes cómo es el mundo allá afuera, los monstruos, los abismos. Pero era yo el que no podía entender lo que siempre quisiste decir. El mundo estaba acá adentro, con nosotros. No eran las palabras, sino saber que estabas, y que hay cuentos que nacieron para jamás despegar. Mientras más envejecías más difícil se volvía rescatarte del fondo del rodillo. Te avergonzaba que te encontrara en esa posición, reducido en fuerza y tamaño, tu pelambre oxidado, tu lengua reseca, tus letras quietas. Hasta que finalmente un día me atreví a sacar la hoja de la máquina. Todavía vive en mis dedos la sensación del papel evaporándose en el aire y mi deseo infantil de atraparte. Lo que salvé no te hacía justicia. Un amigo que había pasado por lo mismo me dijo al saber de nuestra tragedia ‘habrá que ponerlo a dormir’. Pero, ¿cómo se pone un cuento a dormir? ¿Cómo se lanzan al mar cenizas que provienen de un fuego que no debía extinguirse jamás? Mi amigo sonrió. ‘Entonces el cuento hizo su labor’, murmuró. ‘De los cuentos que escribiste y que vieron la luz en otros ojos poca vida queda, pero de ese cuento, del que aprendiste entrega y fidelidad, de ese cuento hablarás por siempre. ¿Cuál es su nombre?’ Respondí, y con una sonrisa en los labios mi cuento soltó un último latido.
Hoy soy viejo pero no soy sabio. Es tan poco lo que sé, pero tan vasto. Con su último aliento mi cuento me regaló lo que siempre tuve. Creo que para eso son los amigos.

Para Ery.

Sígueme en twitter @maxblume y @latostadoradepan