domingo, 4 de septiembre de 2011

Querida Liloo

Septiembre 25

Querida Liloo,

No vas a creer lo que me ocurrió ayer. La cosa más sorprendente. Me disponía, como es costumbre cada tarde, a llevarte la carta que te escribí, cuando, al abrir la puerta de la casa me encontré a Thierry. ¿Lo recuerdas? El protagonista de la novela que nunca quisiste leer. Sentado en la acera de enfrente, tenía los ojos húmedos como charcos negros, la piel violácea y contrita debajo de los ojos, el semblante caído. Se le veía deshojado, como a los restos de un barco que nunca sobrevivió a un tifón. Llevaba puesto un gabán gris que le llegaba a las rodillas. Con franqueza puedo decirte, amor, lo vi más acabado que como lo describí la última vez en mis cuadernos. Se aproximó al verme, y a manera de saludo dijo que una enorme tristeza lo aquejaba, que tras descubrir la traición de Sylvie el corazón se le había hecho añicos, que por las noches la ansiedad le goteaba por los poros y la desesperación conjuraba insomnios de muerte. No tenía que decirlo. La palidez en su piel, casi transparente, daba cuenta de la zozobra. “¿Cómo pudo hacerme esto?,” repetía una y otra vez mesándose los cabellos nerviosamente con las manos. Su aliento olía a noches de furia. Debo confesarte, Liloo, que por ese hombre sentí algo desagradable. Thierry debía despedazar bestias con las manos. Viéndolo en la puerta de mi casa, encorvado, escuálido, perdido, nervioso, me pregunté si había hecho bien en dejar el destino del reino en un ser pusilánime como aquel. Quise decirle cómo lidiaba yo con tu abandono -- ¡con aplomo, por supuesto! --, pero decidí callar. Enterró en mí esos ojos profundos y me preguntó por qué había tomado la decisión de que ella se fuera con otro, dejándolo a él vacío como un tarro de mostaza. Alcé los hombros: “existen historias que no pueden ser contadas de otra manera.” Me contó de los arranques de celos que le sobrevenían al saberla tocada por otro hombre, de la desesperación que arañaba su pecho al imaginarla en la cama de alguien que no era él. Viéndome incorruptible en mi decisión, me pidió un último favor, la cosa más extraña. Al escuchar su pedimento, me rehusé. Su falla de carácter, expliqué, podía ser corregida. “¿Podrías vivir el resto de tu vida con un estilete rasgándote el alma a cada segundo?,” me preguntó. Entendí lo que quiso decir. Cerré la puerta. Regresé a mi escritorio, abrí mi cuaderno y con la goma del lápiz concienzudamente borré lo tocante a su persona, primero su nombre, luego sus características físicas. En la calle, Thierry caminaba hacia el puerto. Bajo la luz de las farolas, ante la vista de los peatones, comenzó a desmoronarse dejando polvo de Thierry en cada esquina. Por último, borré sus sentimientos. No está bien que los sentimientos de un hombre le sobrevivan.

Ojalá estuvieras aquí.

Siempre, Max

Octubre 14

Adorada Liloo,

Anoche sólo di vueltas en la cama. Mi mente no deja de preguntar por qué tomaste la decisión de marcharte. ¿Por qué me dejaste, Liloo? ¿Por qué te fuiste? Ayer todo lo que vi en el día careció de significado. No vas a creer lo que ocurrió. Los dirigentes del Partido detuvieron el tren y metieron a los hijos de los inmigrantes en sus vagones. Entraban a las casas y les arrebataban a sus hijos. Los gemidos de las mujeres y sus hombres interrumpieron mi concentración, así que salí y me encontré al señor Garrick, ¿te acuerdas de él? Un cuarentón apergaminado que se ganaba la vida contando chistes en la Plaza de la Libertad, o haciendo bromas y malabares. Siempre reías de sus sarcasmos, aunque a mí me parecían vulgares y hasta sosos. Los del Partido entraron a su casa y tomaron a sus tres hijos, quienes se habían escondido debajo de sus camas. El mayor, de diez años, hizo lo que pudo por defender a sus hermanitos, arrojándoles floreros y vasijas, incluso juguetes. ¿Por qué te fuiste, Liloo? Cuando le avisaron, el señor Garrick llegó corriendo desde la plaza. Suplicó invocando los tres pilares de la República: justicia, equidad y creo que justicia otra vez. Apiadándose de él, yo creo que por ver cómo el sudor arruinaba su maquillaje, el militante encargado de la operación le propuso un trato: “Cuéntame un chiste por cada uno de tus hijos. Si logras hacerme reír, dejaré que permanezcan contigo un año más.” Si hubieras podido ver en ese momento al señor Garrick, amor, te habrías convencido de que no soy el hombre peor vestido de la ciudad. Frotándose las manos, cerró los ojos y habló. Ignoro hasta ahora qué fue lo que le hacía tartamudear, tal vez fuera el sol, que a esas horas producía un calor calcinante, o la concurrencia de mujeres lloronas, que como chacales aguardaban a que el pobre hombre lograra el milagro de salvar a sus propios hijos para que multiplicara los chascos en aras de salvar a los ajenos. Pero él no estaba en sus mejores momentos. Las pausas innecesarias entre palabras restaban efecto, y cuando terminó de contar el primer chiste, el militante negó con la cabeza. De inmediato, dos miembros del partido tomaron al menor de los tres hijos, Jacobo, y lo arrojaron al interior de uno de los vagones ante la mirada horrorizada del señor Garrick. ¿No me decías, Liloo, que jamás me abandonarías? El militante miró su reloj y el cuentachistes recitó aprisa y sin gracia una anécdota que, reconozco, hubiese resultado graciosa en otras circunstancias. Pero ahí, con los adoquines ardientes quemándole las plantas de los pies, fue como si pronunciara el contenido de un frasco de conservas. Al terminar, de la turba surgieron algunas risas y una chispa de esperanza iluminó el rostro del arlequín. Por toda respuesta, sin embargo, el militante del Partido miró al cielo emitiendo un contagioso bostezo. El bufón tembló. Sabía que su fracaso condenaba a la oscuridad del último furgón a Sumya, la niña de ocho años. Garrick gimió “perdón, perdóname hijita, perdón…” ¿De eso se trata tu ausencia, Liloo? ¿Debo suplicar por tu perdón para que vuelvas? Anunciando la hora de partir, el silbato del tren estremeció a la muchedumbre que para entonces se hallaba sumida en un pavoroso embotamiento. Las lágrimas del hombre se evaporaban apenas tocaban el suelo y cuando se atrevió finalmente a contar el tercer chiste, la represa en sus ojos había cedido a un lloriqueo frenético. Delante de mí y de decenas de personas, dijo palabras sin sentirlas que se escuchaban afónicas debido al llanto atrapado en su garganta. Con ambas manos arrancaba los mocos de su nariz. Una fuerza invisible le obligó a doblar las rodillas y, sobre el suelo, guardó silencio. Todos callamos. Recuerdo que podía escucharse el aleteo de las palomas despegando del campanario. Levanté la mirada para ver a los gendarmes arrastrar al mayor de los hijos, Cyska, hacia el tren, cuando un sonido inesperado los hizo detenerse. Era la risa del militante del Partido quien, señalando burlonamente el cuerpo compungido de Garrick, no paraba de reír. La miseria del desafortunado payaso significaba una placentera pausa en el ajetreado día del militar. Contagiados por la alegría de su superior, los gendarmes soltaron al muchacho que corrió a abrazar a su padre. El silbato sonó por segunda y última ocasión. Poniéndose en marcha, el tren abandonó la ciudad perseguido por hombres y mujeres que suplicaban y lanzaban conjuras contra los villanos que les robaban a sus niños. La calle quedó vacía, salvo por la ruina que era el señor Garrick y su hijo mayor, quienes, amalgamados en un abrazo, semejaban un monumento al naufragio. Cuando quise enviarte la carta que te escribí la noche anterior, la oficina postal estaba cerrada. Todos perdimos algo el día de ayer.

Max


Diciembre 18

Adorada Liloo,

No tenerte me ha convertido en una sombra desdibujada y sonámbula. Emprendo de noche largas caminatas en las que pretendo imaginar el lugar en dónde estás, con quién estás. Las piedras de río que colman las veredas de este pueblo, que bien pudieran ser islas o países extraños, me han escuchado maldecirte una y otra y otra vez, pero lo cierto es que si al doblar la esquina de pronto te encontrara, me sujetaría a ti con todas mis extremidades para nunca más dejarte ir. En esas caminatas me ocurren las cosas más extrañas. No me lo vas a creer. Anoche, sintiendo la brisa del océano invadiéndome los poros, llegó una música triste que rebotaba en las paredes y en las tejas, subía y bajaba, despacio, enredándose en las ramas, para después girar alrededor de las farolas y las ventanas entreabiertas de casas oscuras. Hubiera podido asegurar que provenía de la luna cesante, pero al llegar al atrio de la vieja iglesia me encontré con un viejo que tocaba una flauta. Apenas tenía cabello y la piel de sus brazos y rostro le colgaba como un traje que le viniera grande. De su instrumento brotaba esa negra melancolía, cuyo canto endémico no le daba tregua a mi alma, más bien parecía invitarla a hundirse olvidándose de todo propósito. Al verme, dejó de tocar. “Algo estoy haciendo mal,” dijo. “He tocado y tocado durante noches enteras y no consigo que el fantasma de mi primera esposa deje de importunarme. Me platica mientras labro el campo y se me aparece en la casa a todas horas. ¡Mírala! ¡Se ríe de mí! Lo peor es que mi segunda esposa ha amenazado con dejarme si no lo ahuyento de una vez por todas. Dime tú, que con tu arte has apaciguado a hechiceras y lagartos, ¿qué hace falta para convencer a su espíritu de cruzar irrevocablemente el umbral hacia el otro mundo dejándonos a los vivos disfrutar el poco tiempo que nos queda?” ¿Cómo explicarle al viejo, Liloo, que si la suma de todas mis palabras no te convencieron de quedarte, menos podría convencer a un alma necia de marcharse? ¿Serviría mostrarle mis cuadernos baldíos como alas rotas, mi léxico malogrado y estéril, la tinta impaciente y caduca? “Supongo que la más bella de las artes podría mostrarle el camino al lugar al que pertenece,” expliqué. “Debes convertir tus notas en vocablos, sólo así las puertas al inframundo se abrirán, dejándola entrar.” El viejo meneó la cabeza. “Únicamente sé de música. Si me ayudas en la transmutación te estaré por siempre agradecido.” Me extendió una hoja blanca y una minilla de carbón. Escribí entonces, Liloo, las palabras que en noches rabiosas te grito a puño y sangre rogándote que vuelvas, que me toques con tus ojos, que finalices con los labios esta escultura que dejaste inconclusa, que tu abrazo me salve del estrago. Palabras que conocen sólo quienes han bebido la savia de mil troncos ajados. Con mano temblorosa escribí nuestro alfabeto, el código simplista que nos hacía reír, esas tres palabras que todavía espero bajo mi almohada y que ya no te atreves a decir. Y mientras preparábamos pequeños rollos de papel para insertarlos en la flauta, se me ocurrió que tal vez no vuelves porque no encuentras el camino a casa, que tu extravío se debe a una ceguera del alma, que te encuentras desolada, como yo, cuando te rodeas de silencio. Con anhelo radiante, el viejo sopló por la boquilla de su instrumento produciendo un sonido sordo y torpe, un carraspeo que no conmovió a nadie. Lo intentó de nuevo. Nada. Otra vez. Lo mismo. El fantasma de la mujer permanecía de pie. Marchándome del lugar, apenas atisbé cómo arrojaba el viejo, gruñendo en frustración, la flauta al fuego. Muchos pasos después, casi llegando a casa, noté que por encima de los tejados un vaho escarlata que llegaba de la iglesia se deslizaba acarreando un murmullo. Afinando el oído, reconocí la música del viejo, pero diferente. Por debajo de las notas percibí un susurro tenue procedente de las entrañas, desde ese punto que los médicos no se atreven a tocar y que los poetas no saben qué nombre darle. Ocurrió entonces la cosa más extraña. ¡No me lo vas a creer! En un segundo, las puertas y ventanas de casas aledañas se abrieron una por una, y a través de ellas vi hombres y mujeres corriendo a escobazos a los fantasmas de sus antepasados, quienes, perversos, habían vuelto desde el más allá para contarles que la vida es una tonada interpretada por un insensato a la que bailan idiotas y vacuos por igual. Me eché en cuclillas sobre nuestro jardín. ¿No lo sabes, Liloo? Ácaros rebosan donde alguna vez sembraste orquídeas.

Regresa,

Max

Exhausto de ánimo, Max cerró el cuaderno. Cubriéndose los hombros con el abrigo, salió a la calle y echó a andar hacia la tienda de antigüedades. Recogió un envoltorio y subió por el camino que lleva a la casa de los padres de Liloo. Tiró de la cuerda y siete cascabeles anunciaron su llegada. Tras unos segundos, una mujer entrada en años apareció.
“Traigo un regalo para Liloo,” dijo Max extendiendo el envoltorio. Con ojos vidriosos, la madre abrió el paquete.
“Es una aguja imantada,” explicó él. “La punta negra siempre apunta hacia donde me encuentro yo. Así sabrá ella cómo encontrarme.”
Una lágrima cayó sobre el regalo inútil.
“Max, ¿qué no lo entiendes? Cada carta que envías, cada vez que nos visitas, es una daga que nos traspasa el corazón. Han pasado diez años desde la muerte de Liloo, y con tus palabras nos recuerdas la terrible soledad que siguió a su muerte y la tristeza de saberla ida. Te lo suplico, no escribas más, no vuelvas. Permite a lo irreparable continuar su curso natural.”
Dicho esto, la madre de Liloo cerró la puerta de un golpe, dejando a Max respirando una ausencia que jamás dejaría de pesarle. Volvió a su casa, dejó el abrigo caer sobre el suelo. Abrió su cuaderno y con mano firme comenzó:

Febrero 13

Querida Liloo,

No vas a creer lo que acaba de ocurrirme. La cosa más extraña…

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