lunes, 4 de abril de 2011

El otro nombre del mar

Amanecía y el mar le recordó otras mañanas de gris. La maravilla de los fuegos disparándose en el horizonte montañoso lo deslumbraba apenas. Sobre majestuosos paisajes no reposa el espíritu de un hombre, se dijo. Sentado, con la espalda hacia el acantilado y la frente hacia el resto de su vida, aguardaba el pescador. La barca se movía al capricho del océano y él pasaba las horas contemplando los guiños resplandecientes en las olas diminutas, preguntándose, si se le diera la oportunidad, qué otro nombre le gustaría para el mar.
Lo cierto es que cavilaba sobre estas y otras cuestiones de poca importancia porque cuando uno sólo espera a que pase el tiempo la ansiedad desenreda hacia lugares insospechados la madeja de la imaginación. Sin emoción, el pescador murmuraba nombres.
Habían pasado días desde que había pescado sustento; eso, por no contar los charales raquíticos que se quedaban atorados en los nudillos de la red. Pero un pez de buen tamaño, un ejemplar que pudiera alimentarlo durante días y que pudiera presumir en la aldea, no había caído en quién sabe cuántos días. Por aburrimiento comenzó a tararear canciones que llegaban desde su infancia, cuando el hombre más respetado en la aldea era el que atrapaba el pez de mayor tamaño. Poco a poco, con los años, esos preciosos animales se habían ido, y resultaba ahora más difícil convencer a los demás y a uno mismo que la de pescador era la vida por la que valía la pena despertarse todos los días.
Hoy, el hombre que había sido profeta en su tierra, se disolvía como las huellas en la arena. El pescador regresaría a la aldea con las redes vacías y los hombres y mujeres hablarían en lo bajo sobre la pena que sentían por él, conteniendo la risa para conversaciones nocturnas a puerta cerrada.
Un sobresalto lo sacó de sus pensamientos y lo obligó, más por instinto que por concentración, a sujetar con fuerza su extremo de la red. La barca se ladeó al grado de casi hacerlo caer al agua. Temió, por unos segundos, que la red se hubiera enganchado a un arrecife o a una saliente rocosa, pero cuando la vio intentando alejarse, supo que había atrapado un ser vivo de enorme tamaño.
Con todas sus fuerzas, el pescador jaló y jaló y muchas veces las cuerdas resbalaban por sus manos. Como si se tratara de su vida, jaló una última vez.
Lo que emergió del fondo le arrebató el aliento.
Algo más precioso que el oro y las perlas.
Un pez del tamaño de un delfín se zarandeaba dentro de la red, desesperado por liberarse, soltando coletazos que ponían la barca en peligro de voltearse. El pez cayó de nuevo al agua, y esta vez el pescador se arrojó hacia el mar con los brazos extendidos, sujetando la red con los dientes. Nunca supo cómo lo hizo, pero regresó a bordo de su lancha y pudo, tras agotador esfuerzo, trepar consigo al pez. La espuma blanca en las escamas reflejaba el sol que aplaudía con rayos dorados la proeza del pescador.
Mientras remaba de regreso a la aldea, pensaba en las exclamaciones de júbilo y envidia de sus parientes y vecinos, así como en los días de saciedad que vendrían. El pescador sintió algo que no había sentido desde hacía mucho: se sintió hombre.
En el muelle, anudó la soga de la barca y cargó al pez hasta la playa. Ahí, una mujer de tez morena y ojos de piedra hermosa se le aproximó. Él la había visto antes, en las fogatas que se organizaban los días de la Providencia, riendo con los jóvenes del pueblo. Cuando la vio de cerca, notó que ella lloraba. Al preguntarle el por qué de su tristeza, ella respondió que llevaba muchos días alimentándose de las sobras que le daban los vecinos y que estaba cansada de mendigar. Quería tomar el autobús a la ciudad para abandonar el pueblo, pero no tenía dinero. Estaba hambrienta y se sentía sola. Conmovido, el pescador le ofreció compartir el pez que acababa de atrapar. Entre los dos cargaron al animal a la casa de ella y él se despidió diciendo que quería avisar de su hazaña a los hombres del pueblo antes de que la mujer lo cocinara.
Cuando el pescador regresó a la casa de la mujer, se encontró con que un grupo de jóvenes reían acaloradamente, masticando con la boca llena, agradeciendo vulgarmente el gesto bondadoso de la mujer al haberles invitado aquel festín. Sobre el suelo terroso de la casa arrojaban espinas, escupían piel escamosa y pateaban una aleta dorsal. La columna del pescado yacía rota debajo de una mesa de madera.
Del formidable animal que había abarrotado la barca no quedaba más que desperdicios.
La alegría y el orgullo que el pescador experimentara minutos antes quedó sustituida por pena e indignación. Acercándose a la mujer, le reclamó: ¿acaso no prometiste que esperarías a mi regreso para cocinar el pez? ¿Qué haré ahora para alimentarme mañana y los días que le sigan?
Riendo, la mujer le dijo: hoy en la mañana pensaba marcharme de aquí porque mis amigos me habían dado la espalda. Ahora, mis amigos han vuelto a fijarse en mí. Mañana tú podrás treparte a tu lancha y atrapar otro pez. ¿Ves? Tu reclamo no tiene sentido.
Con el corazón roto, el pescador salió de la casa de la mujer.


Pasadas las horas, hartos de tanto comer, los amigos de la mujer fueron abandonando su casa. Al salir el último, ella contempló horrorizada lo que la multitud había hecho con su casa. Pero lo que más le afligió fue darse cuenta de que ninguno de ellos se había quedado a hacerle compañía.
A la mañana siguiente, la mujer tuvo hambre. Buscó entre los retazos de pez algún bocado pero sólo encontró espinas. Salió a la calle y, tragándose el orgullo, llamó de casa en casa preguntando si podrían darle de comer.
Al llegar al muelle, observó, a lo lejos, al pescador echando redes al mar. El viento arrastraba los murmullos del hombre, frases que ella no pudo completar. Era como si mencionara nombres… nombres que ella no había escuchado jamás.


Ayer Denise y yo hablamos de una palabra que yo tenía extraviada.


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