domingo, 26 de septiembre de 2010

Te amo

Sentado al final de la barra de un bar, bebía el alcohol que jamás alcanzaría a evaporar el recuerdo de la mujer que adoraba. Sujetaba la botella o se sujetaba de ella, y de sus ojos color vidrio brotaban lágrimas que en su lengua dejaban el sabor áspero de la arena. La había perdido o nunca la tuvo, daba igual. La vida ahora carecería de propósito, una laguna de humo gris. Entonces, de su boca brotó una frase que llenó su alma de dolor: te amo, dijo en un murmullo apenas audible. Segundos después, apretando con más fuerza la botella, con la sangre coagulándose en su garganta volvió a exclamar te amo. Más fuerte, te amo. Maldita sea, te amo
Lo que nunca supo fue que su dolor llegó a ser tan contagioso, que poco a poco cada uno de los parroquianos se llenaron de una angustia asfixiante, y, sin saber por qué, todos comenzaron a exclamar te amo. Murmullos melancólicos que crecían hasta llenar el lugar con Te amos absurdos y dolidos que resbalaban en los vasos de vino y tarros de cerveza, obligándolos a agachar la cabeza y transformar muecas de alegría en rostros de pena.
Lo que jamás supieron, fue que su desesperación fue tan contagiosa, que el sentimiento abandonó el bar e inundó las calles aledañas. Pronto, cada ciudadano del pueblo sintió un yunque en la espalda, la nuca y el corazón. Detuvieron sus andares y, desconociendo el origen de su desesperanza, exclamaron Te amo una y otra vez, hasta que las lágrimas les cerraron las gargantas. La epidemia se extendió por todo el pueblo. Te amo en los mercados, Te amo en el zócalo, Te amo en la plaza, en los parques y en las casas.
Su dolor fue tan contagioso que pronto alcanzó a pueblos y cuidades vecinas. Desde las montañas podían escucharse hombres, mujeres y niños gritando Te amos enardecidos por una pena infinita.
Así, la epidemia llegó a la ciudad donde ella vivía. Se encontraba peinando su castaña cabellera frente al espejo, cuando un sonido apenas perceptible llamó su atención. Se trataba de un murmullo que rápidamente se transformó en gritos y gemidos perfectamente comprensibles. Ella se levantó de su silla. Abrió la puerta del balcón y los gemidos alcanzaron sus oídos: Te amo, te amo, te amo...
Entonces, haciendo una mueca de indiferencia dijo "Otra vez está pensando en mí". Acto seguido, cerró la puerta del balcón y regresó a contemplar su rostro frente al espejo.

Este cuento logró robar muchos corazones, excepto el de la mujer para la que fue escrito.

sábado, 4 de septiembre de 2010

El Procrastinador debe Morir

El procrastinador debe morir. Esa es la verdad. No se trata de una sentencia; más bien una resolución inapelable, resultado de una suma lógica y exagerada de eventualidades que lo llevarán al inequívoco final del cuento. Estamos advertidos. A nadie deberá sorprender entonces el hecho de que las últimas palabras sean justamente las que anuncien su fatídico desenlace. Es coherente, es justo. Desde que aceptara sus primeras transformaciones, producto de cuestionamientos metafísicos y religiosos, el procrastinador conocía su destino. Ya fuera verdad, ciencia o arte negra, las metamorfosis que se infligía a sí mismo, y que le obligaban a trasgredir fronteras entre lo plausible, lo impensable y lo infausto, la receta terminaba siempre en lo mismo: la inevitable muerte del procrastinador. La primera vez se le vio soñando que volaba, mas cuando se le presentó la posibilidad de materializar el sueño, decidió postergarlo para la mañana siguiente. Esa mañana fue lo del dinosaurio. ¿Quién decide el peso de las consecuencias que vendrán? Quizá el dueño de las palabras. La tercera vez que alguien vio al procrastinador aun no portaba ese nombre en la solapa, sino uno más común, ad hoc a su género. Seguía formulando preguntas acerca del destino, la paz mundial, y no se sabe qué extrañas invasiones. Decidí ignorarlo por absurdo, aburrido y predecible. Así, continuó su devenir, fingiendo desconocer lo que intuía de antemano. Actuaba como si no hubiera leído ese libro prohibido que se esconde en el sótano que llevamos dentro, pero que guía sus decisiones por los rumores de quienes sí han ojeado sus páginas. Y el rumor machacaba la teoría de que al final del cuento sólo una cosa podía acontecer. Finalmente, se le vio esta tarde. En un café. Se quitaba el abrigo cuando reclamó, a manera de pregunta y con los ojos desencantados, ¿puede alguien anticipar su suerte? ¿Adivinar lo que viene al doblar la esquina? Como nadie le responde, el procrastinador inquiere de nuevo, mirándome profundamente. Dime, ¿qué ha de ser de mí? Yo sonrío, nervioso, jugando con la oreja de mi taza. Miro sus dedos largos y afilados, su rostro que se desvanece ante mí, sus ropas volviéndose hebras invisibles. No sé si decirle.