Este cuento está dedicado con
gratitud
a Andrea Marcor, Daniela
Romano,
Diana Romero y Tania Zaga:
ellas me hicieron imaginar.
El reloj colgado en la pared del quirófano marcaba las
9:14 pero nadie había para atestiguarlo. Casi siempre, la sala ovalada de
mosaicos azules se hallaba rebosante de actividad, alguna operación de
emergencia, una cesárea o un trasplante. A veces, los enfermeros se reunían
clandestinamente para fumar o jugar a los naipes. Sin embargo, a esa hora de la
noche el lugar se encontraba estático y en un silencio casi absoluto. Lo único
que se movía eran las tres agujas del reloj de carátula redonda que colgaba en
la pared, y si no fuera por el sonido característico que producía el
instrumento ni siquiera el Tiempo sería consciente de su propio tránsito.
Para el minutero, la labor que desempeñaban él y las
otras dos manecillas era la más importante de todas. Si le preguntaran, sin
falso orgullo explicaría que la rotación del mundo – y del universo mismo –
dependía del elegante y continuo fluir de su camino, el cual quedaba de
manifiesto con los dos breves pero precisos chasquidos, a los que la humanidad
se había ya acostumbrado. Tic, tac. Siempre iguales, siempre puntuales, siempre
eternos. ¡Cuán conocidos eran esos sonidos, cuán relativos! Pero el minutero no
se engañaba, estaba al tanto de la negligencia con la que se les trataba. Para
los hombres ellos eran sólo un mecanismo funcionando. ¡Ay de ellos, que
desconocían lo que perdían en cada chasquido!
El minutero no reparaba en estas pequeñeces. Su existencia
estaba ligada a su trabajo y a todo lo que de su exacta ejecución dependía. La
construcción de ciudades, el erguimiento de estatuas, el transcurso de las
palabras; una guillotina cayendo, las agujetas de un zapato desanudándose, el
sudor que se convierte en gotas en una ventana, los eclipses y los menguantes,
las yemas de los dedos recuperando su rosado original; la ansiedad, el dolor,
la espera, una vena hinchándose; la electricidad que permanece en los labios,
una pestaña meciéndose, las ondas en una taza de café, el olor a mariposas
negras dentro de una morgue; un gato rasguñando el poliéster, una pupila que se
dilata, un juez casando a unos novios, un viejo que dice no te perdono, la
velocidad del sonido, Dios ordenando hágase la luz, la artesana que tiñe de
rojo su telar, un hombre llorando en la sala vacía de un cine, el desafío a la
gravedad. Todo se supeditaba a ellos; sin ellos tres la vida no existiría. A
pesar de la testarudez del hombre en dar por sentado el paso del tiempo, las
manecillas cumplían estoicamente su misión, y de no haber sido por un incidente
que pasó desapercibido para todos – y que puso en riesgo la continuidad del cosmos
– podría decirse que ellas jamás dudaron de su vocación.
Se trató de un error, una eventualidad fuera de la ley,
un cansancio del destino que pudo haber acarreado consecuencias funestas. Esa
noche, después de que dos mujeres con batas verdes y zapatillas de tela terminaron
de asear y desinfectar la sala, el reloj se quedó solo pronunciando su
imbatible sonido. Tic, tac. Todo aparentaba transcurrir como de costumbre: la
manecilla horaria, lenta y sabia, se arrastraba lánguidamente hacia el
siguiente dígito. Por su parte, el minutero, atento y precavido, se
enorgullecía de sus saltos, mientras que la aguja de los segundos, cándida y
joven, corría alegremente en pos del futuro. Entonces ocurrió el milagro. Sin
darse exacta cuenta de cómo ni por qué, el minutero sintió el roce de la
manecilla de los segundos cuando ésta realizaba su afanosa carrera por alcanzar
el siguiente minuto. Nadie lo notó, fue un desvío imperceptible. La fricción
fue tan mínima que el mundo siguió su cauce sin parpadear. El segundero se
alejó cantando, pero él, metafísicamente trastornado, quedó marcado para
siempre. Si para la vida no hay explicación, tampoco para la ardiente emoción
que lo conmovió a partir de ese momento. Antes, jamás había reparado en ella.
Ahora eso había cambiado. Por primera vez apreció que la piel de la manecilla tenía
el color de la nuez y que su cabello, ondulado y rebelde, muchas veces llegaba
a la cita antes que ella. O se atrasaba según su capricho. En sus ojos, el
guardián de los minutos descubrió una felinidad cautivadora que lo electrizaba
casi paralizándolo, y, al seguirla con la mirada, descubrió que no corría de un
segundo al otro como él lo había inferido, sino que en realidad daba brincos
como si sus pies fueran de una goma volátil e insubstancial. Con todo, lo que
más lo perturbó fue el aroma que ella dejaba en cada vuelta y que se desvanecía
casi tan pronto como lo aspiraba. Era dulce como la madera que no envejece.
Desde aquel brevísimo contacto, él no dejó de pensar en
ella, y como ocurre siempre en estos casos, con el primer suspiro apareció la
ansiedad. Impacientemente, el minutero comenzó a asomarse detrás de los números
aguardando el retorno de la aguja. Los 61 segundos que a ella le tomaba
completar el ciclo se volvieron eternos. Tic, y ella no aparecía; tac, y no
llegaba. Cuando finalmente se acercaba, el encuentro fugaz sólo acrecentaba en
él la intranquilidad propia del enamoramiento. Luego ella volvía a marcharse
sin mirar atrás, a dar una vuelta más al reloj. Conforme él se iba percatando de
que su amor jamás sería correspondido, cada chasquido se convertía en una
espina que le daba en el alma. Contrario a lo que uno podría suponer, el
minutero aprendió a maldecir el Tiempo.
El sudor en sus manos y la enfermiza palidez de su rostro
no pasaron desapercibidos para la aguja de las horas, que, aprovechando un
momento de cercanía, le aconsejó que se olvidara de todo ese asunto. No hay nada que hacer, dijo la manecilla
sabia. Tiene razón, supuso el
minutero. ¿Cuándo se había sabido de semejante atrocidad? Sólo un loco podía
pensar que un encuentro amoroso de tal índole sería posible. El minutero
prometió olvidarla y la aguja de las horas no encontró motivos para dudar de su
promesa. Por todos era sabido que lo único que tenía palabra era el Tiempo.
Pero, a pesar de sus esfuerzos, el minutero no dejó de
pensar en ella ni de entristecerse cada vez que la veía partir. Entonces
decidió hacer algo al respecto. Una mañana en la que todo parecía regirse bajo
la normalidad, repasó por última vez las palabras que le diría a la
desprevenida manecilla cuando ella volviera a pasar encima de él. Sus manos
sudaban con un nerviosismo atolondrado y su garganta se había transformado en
un enjambre de sufridas confesiones. Así, cuando por el horizonte curvilíneo la
vio aparecer, supo que la hora había llegado. Pero nada es como uno lo planea. Justo en el momento en que se disponía a
detenerla por el hombro, las puertas del quirófano se abrieron violentamente y
dos enfermeros entraron cargando a una mujer que gemía de dolor. Detrás de
ellos, un doctor gritaba instrucciones al tiempo que les pedía a los enfermeros
que sujetaran fuertemente a la mujer y la mantuvieran con las piernas abiertas.
La mujer no dejaba de golpear la mesa de operaciones y de vez en cuando se
llevaba las manos al vientre, en el que crecía una enorme y puntiaguda
protuberancia. “¡Sálvelo, Doctor!,” suplicaba
lastimosamente. “¡Salve a mi hijo!” El
médico desgarró su ropa interior y asistido por una enfermera introdujo sus
manos enguantadas en el cuerpo de la mujer embarazada. Su expresión denotó que
algo no estaba bien. Sobre sus cabezas, intentando ignorar la súbita
distracción, el minutero esperó a que la manecilla de los segundos pasara y se
detuviera sobre él. Aunque la aguja de las horas lo reprendió exigiéndole que
cumpliera su promesa, no hubo nada que hacer. Aquel estaba resuelto a
explicarle a la joven lo que había sentido desde la noche en la que lo rozó
distraídamente y que lo había estado atormentando. El amor, cuando no se
confiesa, es hielo, y él ya no podría soportar más aquella ausencia de calor.
Abajo, maniobrando torpemente, el doctor gritaba: “¡El cordón lo está asfixiando y no logro
alcanzarlo!” Cediendo ante el dolor, la parturienta perdió el conocimiento
y quedó inerte sobre la mesa de operaciones. Lo último que pasó por su mente
fue el terror de saber que su hijo nacería muerto. Angustiado, el doctor supo que
al niño le quedaban pocos segundos. Si no conseguía desanudarlo, el cordón
umbilical lo estrangularía hasta matarlo. Tic, tac… tic, tac.
Tic,
tac…
Entonces, en el instante preciso en el que la manecilla
se posó sobre él, el minutero extendió sus brazos y la sujetó como si de ello
dependiera la cordura del universo. Lo que ocurrió a continuación sólo ha sido
supuesto en teorías sin fundamento que la ciencia ha descartado por absurdas,
pero que la Filosofía no ha renunciado en ponderar. Cuando los brazos del
minutero la rodearon por el cuello, ella detuvo su marcha y el Tiempo en su
totalidad se detuvo. Las partículas de polvo que flotaban en el aire
permanecieron estáticas, el viento dejó de correr y el escorpión no pudo
inyectar su ponzoña en el escarabajo. Ningún insulto fue pronunciado, la ropa
dejó de lavarse, la Tierra dejó de circundar al sol. Nadie se besó y nadie
murió. Los edictos se quedaron en las bocas de los monarcas y ni una sola ola
alcanzó la playa. En fin, la Creación permaneció quieta, la vida pausada sin
reproche y sin alivio. En este punto el minutero habló. Le dijo a la manecilla
del amor que sentía por ella, de cómo antes del incidente su vida había tenido
propósito, pero que ahora una duda existencial se había apoderado de él. ¿Qué
caso tenía avanzar si no era hacia ella? ¿Para qué medir el paso de las horas y
los días si jamás la tendría junto a él? ¿De qué servía admirarla si no la
podía tocar? Mirándola directamente a los ojos, él dijo: “Sin ti, cada
fragmento del tiempo que medimos… duele.”
Desde el Big Bang, Tiempo y Distancia no habían vuelto a
estar tan unidos como en el momento en el que ella se dejó besar por él. Lo que
sintieron es especulativo, y si ese beso realmente se dio, no existiría palabra
que lo pudiera definir. El minutero sonrió como nunca antes lo había hecho, y
aunque el mundo no volviera a girar, aunque el Destino se hubiera descompuesto,
aquello se sentía bien. El minutero no la dejaría ir. Sin embargo, cuando le
explicó a ella su decisión, una rasgadura improbable rompió su concentración.
Por imposible que pareciera, una gota salada recorría la mejilla de la madre
produciendo el único sonido del planeta, parecido al de un arado en tierra
seca. Al voltear hacia abajo, las tres agujas descubrieron que la lágrima que
brotaba de sus ojos desgarraba su piel en su camino hacia su vientre. Aquello
no tenía sentido. Sin Tiempo el Movimiento era imposible. Pero las lágrimas poco
saben de física. Más allá, se percataron de algo que los hizo sobresaltarse. Dentro
de su barriga, el niño se retorcía penosamente, peleando por mantenerse con
vida. Al no haber nacido, continuaría asfixiándose sin pausa a menos que el
tiempo volviera a correr. “¡No!,”
exclamó el minutero sujetando con más fuerza a la manecilla en sus brazos. Él
la miró con ojos suplicantes, temiendo lo que el resto de la eternidad
significaría para él si de pronto se atreviera a soltarla. Ella, en cambio,
apartando momentáneamente la mirada del bebé, miró con resignación al minutero
y sin palabras todo quedó dicho. “¡No!,”
volvió a decir él, esta vez sin la fuerza de antes. Amorosa, ella lo acarició. “En otro tiempo, tal vez…” Dejando
escapar un grito de frustración, el minutero abrió los brazos como queriendo
rodear con ellos al reloj entero. Entonces ella se fue. Entonces él la vio
partir. Entonces todo fue luz y ruido y colores y movimiento y palabras y el
llanto de un bebé.
Cuando se llevaron al recién nacido al cunero y los
enfermeros acompañaron a la madre a la sala de recuperación, la tranquilidad
regresó al quirófano. Por la noche, los enfermeros entraron a jugar a los naipes
y dos de ellos hicieron el dramático recuento de cómo esa mañana un bebé casi
moría asfixiado. Desdoblaban despreocupadamente sobre la mesa ases, reyes y
reinas de espadas, cuando de pronto un gemido los hizo respingar del susto. Era
un quejido indescifrable, agudo y triste, que sobrevolaba el lugar. Nunca supieron
de dónde venía. Lo que sí pudieron contar, sin embargo, es que el llanto se
producía puntualmente, sin demora, cada 61 segundos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¿Te interesa dejar un comentario?