Indagar en las causas que originaron
la destrucción carece de sentido. Sería como descubrir un cuerpo carcomido por
el cáncer e intentar dictaminar la fecha exacta del primer brote. El cielo se
ha empantanado con una lumbre verde y mohosa, el viento cala los ojos; es
difícil respirar. Cada paso que damos nos devuelve al principio, a los ríos abundantes
de tierra, a los valles despellejados de gente, a los secos pozos, a las
iglesias profanadas con ofensas caligrafiadas angustiosamente, y que serán la
única herencia literaria para quienes pasen por ahí. Nada puede hacerse ya: el
mundo está muerto.
Los
horizontes adornados con hongos radioactivos confunden cualquier brújula, por
eso es que andamos en círculos. Mi compañero, el que ha estado siguiéndome desde
la primera explosión, habla con veneno; la meta de sus palabras es invalidar mi
ánimo, corromperlo hasta extinguirlo; verme caer le haría tanto bien. Pero yo
sigo con paso firme hacia adelante, allá donde mi instinto me señala que la
pudrición pierde su potestad, pasando la ciudad en ruinas. Camino y camino, y
cuando el cansancio me exige un alto camino mucho más. Atravieso por lugares
que no vale la pena nombrar, pues su memoria se ha convertido en arena, y sobre
sus dunas brillan carbones encendidos, como si todos los relojes del mundo
hubieran dejado salir el tiempo, porque los hombres
debemos prescindir de él.
Mi
compañero me flagela con insultos, grande e incansable es su intención de
paralizarme. Me dice estás solo, me dice más allá de esa montaña de tierra hay
más montañas, y detrás de ellas la primera montaña, de la que nunca debiste
salir, en la que debiste haber muerto. Yo camino. Cuesta admitirlo, pero mi
cerebro tiene hambre. A veces me detengo, pero solo para escribir en el lodo. Con
el índice escribo frases que serán rasgadas por los colmillos del viento; si no
son frases entonces escribo un nombre.
Estúpido
ingenuo, le escucho decir. Mezclas las palabras como alquimista ciego. Pronto
morirás. Descubro bajo una roca una cucaracha y la devoro. Tengo miedo. Quizá lo mejor sea permanecer sentado y dejar que el polvo de lumbre me calcine. Eso, me dice.
Finalmente la sensatez. Entonces me pongo nuevamente de pie y camino con rumbo
al lugar cuyo nombre es antónimo de oscuridad.
Estúpido,
vuelve a decirme. Todavía piensas que un bautismo puede limpiarte, que existe
un paraje que fue perdonado de la destrucción, que en un bosque alimentado por
ríos cristalinos yace una urna con tu nombre y que a su lado podrás mencionar
la palabra saciedad. Sólo te lastimas dirigiéndote hacia allá. De aquí en
adelante lo único que encontrarás serán raíces secas y columnas vencidas. Primero sentirás la sed
en tus pies y luego en el alma; el regocijo se reservó para los muertos, pero
tú decidiste seguir. Para ti ya no hay lugar. Mejor siéntate aquí, déjame verte
desaparecer.
Yo
continúo mi camino. Para ti ya no hay lugar, insiste detrás de mí. Prefiero
dejar de escucharlo. Sobre todo cuando en mis huesos intuyo lo contrario.
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