Para @ivanecia y @scientek ,
con cariño.
Aquel
domingo una lluvia helada golpeaba con toda su fuerza las ventanas de la
comisaría. Sólo el sargento y yo ocupábamos el primer piso del edificio. Debo
mencionar que, sin importar la hora del día, aquel edificio de tres pisos con
sus muebles empolvados, sus rincones húmedos y oscuros, y sus oficinas
fantasmagóricas inundadas de chillidos indeliberados, siempre me ha provocado
escalofríos. Sin duda yo trabajaba en el edificio más espeluznante del pueblo,
que si bien cuenta con la usual casa embrujada y sus inexplicables apariciones
en el cementerio de las afueras, ninguno se compara con la comisaría y su
colección de incómodas vibraciones que, sin importar la hora del día, ponen a
cualquiera en un continuo estado de paroxismo. Baste recordar el curioso caso
de Albert Duncan, el antiguo sargento de McCook. Fue mucho antes de mi tiempo,
pero la historia aún permea en las conversaciones de los sábados en Donna’s,
así como en el patio de la escuela primaria. Duncan era un tipo callado y
sereno que había logrado mantener el orden durante los últimos quince años.
Todos los pleitos se resolvían gracias a él de manera local, sin la necesidad
de recurrir a la alcaldía de Mission. Se dice que en esos quince años nadie
nunca lo vio desenfundar su arma, excepto una vez. Fue un domingo como éste,
misma lluvia, misma soledad. Después de asistir a misa en Saint Mary, entró a
la comisaría para atender a unos querellantes que no lograban ponerse de
acuerdo sobre un tema por demás irrelevante. Entonces, Duncan sugirió una
pausa. Ofreció café a los implicados, pero al darse cuenta de que no había agua
en el enfriador, rompió a llorar. Quiero decir, el hombre literalmente se
deshizo en llanto, cayendo de cuclillas y escupiendo moco por todas partes.
Asustados ante la terrible escena, nadie acertaba a preguntarle el motivo de su
dolor. De pronto, poniéndose nuevamente de pie, sacó su arma y se disparó en la
cabeza, rociando la pared con sus propios sesos. De esto ya pasó un tiempo; aún
así, la oficina donde Duncan se mató sigue vacía. Incluso, algunos aseguran que
por las noches todavía puede escucharse el eco de la detonación. Por mi parte,
al ser oriundo de McAllen, descartaba esa y otras historias lóbregas
tildándolas de supersticiones provincianas. Después de todo, qué es un pueblo
de 97 habitantes sin un par de leyendas que les den identidad.
Tampoco
voy a negar que las veces que me correspondió hacer guardia nocturna, ciertas
visiones me perturbaran, hombres colgados por el cuello o niños sin ojos,
mismas que se esfumaban apenas enfocaba la mirada sobre ellas. ¿Que por qué nunca mencioné nada de esto? ¿Lo habrían hecho
ustedes? ¿Volverían a confiar su tranquilidad a un oficial de la ley que
asegura ser perseguido por alucinaciones? Como ven, locura no es lo que me
afecta, sino un extremo sentido de la prudencia.
De
cualquier manera, aquel domingo todo parecía indicar que el día se iría quieto,
hasta que la puerta se abrió con un estruendo.
El
primero en reaccionar fue el sargento, quien de un respingo se puso de pie
tirando por el suelo su café tibio. Al ver al anciano, pálido como la cal, con
la piel transparente y la mirada confinada por el terror, gritando por ayuda al
interior de las oficinas vacías, permaneció de pie, en silencio, intentando
decidir si el hombre se hallaba en auténtico peligro o si se trataba de un extraño
caso de rabiosa locura. Yo me mantuve en calma, aunque debo de confesar que
llevé mi mano a la chistera cuando vi al viejo correr hacia mi escritorio.
- ¡Está demoliendo mi casa! – gritaba el viejo Flagg,
aturdido.
- ¿Quién? – pregunté. En el cuello de la camisa
noté manchas de sangre frescas.
- ¡La señora! ¡Está loca! ¡Tienen que ayudarme!
Sin
levantarme de mi asiento, le pedí al viejo que se tranquilizara y me explicara
racionalmente los hechos a los que se refería con tanto ímpetu. Su piel
albanene me recordaba el capullo putrefacto de una oruga y no pude evitar
sentir un espasmo de asco. Sus dientes amarillentos, las desagradables cuencas
alrededor de los pómulos protuberantes, la escasa cabellera ceniza que brotaba
del cráneo: aquel hombre encarnaba al heraldo de las pesadillas. Deseé que se
marchara. En vez de eso, con terrible precisión narró aquello que lo tenía en
estado de perturbación. Sus gesticulaciones y aspavientos comenzaron a
aturdirme. Debió darse cuenta, pues justo a la mitad de su asombrosa narración,
más enfadado que atormentado dijo: - Le exijo que me acompañe. Esa mujer está
destruyendo mi casa.
De
reojo vi al sargento asentir; era obvio que no vendría conmigo.
La casa
del viejo Flagg estaba hasta el otro lado del pueblo, así que tuve que subir a
mi patrulla y seguirlo. Él manejaba su horrible y destartalada F-150, la cual
era la burla del pueblo. Arriba, en el cielo, las nubes no daban señal de
querer marcharse, lo que explicaba la parcial luminosidad a pesar de ser
mediodía. Hacía varios días que no veía a Flagg. A veces pasaba por Donna´s
para desayunar, o a Ed´s Tool and Supplies
para comprar herramientas de jardinería, pero de eso habían pasado
muchos días. No siempre fue un hombre extraño; lo cierto es que su vida cambió
a partir de la extraña desaparición de su esposa. Cinco años atrás, la Sra.
Flagg se había esfumado de la faz de la Tierra rodeada de circunstancias
misteriosas. Nadie en el pueblo volvió a saber de ella. Por su parte, cuando llegó
la policía, el Sr. Flagg, reveló en pleno ataque de histeria una de las
historias más extrañas. Aparentemente, el señor y la señora Flagg habían reñido
aquella mañana. Harto de amenazas e insultos, él salió de la casa con la
intención de tomar unas cervezas con Big Foot Smith, quien vive en la granja detrás
de la iglesia. Se encontraba a punto de tomar el camino principal cuando
descubrió que había olvidado su billetera. Al regresar a su casa, encontró a su
esposa llorando amargamente en la sala. Ignorándola, entró a su recámara, tomó
su billetera, y tras corroborar que tenía suficiente plata para llevar la
juerga hasta la madrugada regresó a la sala. Para su sorpresa, ella ya no
estaba ahí. La buscó en la cocina, en el baño y en el sótano. Preocupado porque
se hubiera llevado la camioneta, salió apresuradamente de la casa, pero la Ford
seguía estacionada en su lugar. Buscó entonces en los alrededores, sin suerte: la
mujer sencillamente se había volatilizado. Presa del nerviosismo, regresó a su
casa para llamar a la policía. Ahí fue donde la escuchó. Cuando descolgó el
teléfono, en lugar de la línea escuchó una estática robótica e intermitente, un
sonido parecido al que puede escucharse en la BC cuando hay interferencia. El
viejo palideció de horror cuando escuchó debajo de aquel ruido infernal la voz
de su esposa suplicando que la sacara de ahí. El cuerpo jamás fue encontrado y
el caso se archivó como PD (Persona Desaparecida). Aún así, todos en McCook
aseguran que fue el mismo Sr. Flagg quien finalmente la había asesinado.
Es un
severo caso de senilidad, me dije mientras doblaba por el camino que subía a su
propiedad. Al llegar, nada parecía estar fuera de lo normal. Fue al acercarme a
la puerta que escuché un martilleo frenético y constante. Con mano temblorosa,
Flagg sacó las llaves y abrió la puerta. La casa, una construcción de un piso
con sótano, estaba hundida en la penumbra. Intentamos el interruptor, pero nada
se encendió.
- Es la señora – explicó Flagg. – Ya alcanzó la instalación
eléctrica.
Los
insoportables martilleos llegaban del sótano, al que se accedía por una puerta
de madera. Una fumarola de polvo blanco y cemento me golpeó la cara apenas la
abrí, y tardé varios minutos en calmar el ataque de tos. No cabía duda de que
alguien estaba muy ocupado demoliendo los cimientos del inmueble.
- ¿Quién es? – pregunté.
- Una señora – respondió Flagg – La encontré ayer en la
carretera, dijo que iba de paso. Me pidió refugio para pasar la noche.
- ¿Cuándo empezó con los martillazos?
- Hace dos horas.
Cautelosamente
bajé los escalones. Sin embargo, nada me hubiera podido prevenir acerca de la dantesca
escena que me esperaba al llegar al sótano. Una vez que mis ojos se adaptaron a
la oscuridad, vi que el sembradío de siluetas desintegradas eran muebles
puestos de cabeza, arrumbados contra las paredes, víctimas de un huracán
humano. Una de las paredes estaba completamente despedazada, mordida
literalmente, sus restos desperdigados por la pequeña estancia. Por los huecos,
haces de luz se esforzaban por penetrar la densa polvareda, asignándole a cada
objetos un aura tétrica. Al fondo, un televisor hecho añicos yacía al lado de
un minibar.
- ¡No, no, no! – lloraba el Sr. Flagg ante la destrucción.
Los
cansados gemidos que habíamos escuchado cuando llegamos provenían de más allá.
A tientas, me aproximé, tropezando con sillas, mesas y vajilla.
- ¡Ahí! – señaló el viejo con voz entrecortada.
Delante
de mí, una mujer de mediana edad golpeaba la pared que daba al oeste con un poderoso
mazo. Su blusa estaba rota de los puños, y de las yagas de sus dedos escurría
sangre. Obleas toscas colgaban de su cabello, cual si hubiera recibido un baño
de polvo y yeso. Sus movimientos eran salvajes, casi inhumanos. Los chillidos
que salían de su boca semejaban a los que uno imagina cuando lee relatos de
ficción, en los que una bestia diabólica termina encadenada al fondo de un
abismo.
- ¡Policía! – grité intentando contener un nuevo ataque de
tos - ¡Deténgase!
Si me
escuchó o no poco le importó; la mujer continuó con su frenética actividad como
si de ello dependiera su supervivencia. Acercándome un poco más, la jalé del
hombro para que detuviera la destrucción. Intempestivamente, ella giró la
cabeza de tal forma que pude ver en sus ojos una mirada desubicada, no la de
una mujer iracunda o llena de remordimiento, sino la de una criatura hecha para
un solo propósito. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y por un segundo tuve la
certeza de que se echaría sobre mí con el mazo en la mano.
- Soy policía – repetí sin convicción.
Sorpresivamente,
se detuvo en seco levantando en el aire su mano libre, poniendo atención a una
voz que sólo ella podía escuchar. Nosotros nos callamos, intentando escuchar lo
que fuera que la tenía en vilo. Sin embargo, el único sonido era el de la
lluvia que había arreciado en el exterior y el de los relámpagos que caían
haciendo la tierra retumbar. Activada nuevamente por su propósito, la mujer
arremetió contra la pared con frenesí, taladrando agujeros de los que brotaban
arcilla y cemento. Los ladrillos comenzaron a caer como lingotes anaranjados contagiados
por la lepra.
- No tengas miedo, Celina – decía – Mamá te sacará de ahí.
- Por última vez, señora. Deténgase o tendré que recurrir a
la fuerza.
- ¡Ella está ahí! ¡Debo salvarla!
- ¿A quién?
- Mi hija. La casa se la tragó.
De
reojo advertí la expresión del Sr. Flagg que se constreñía presa de un terror
que jamás se había ido.
Saqué
entonces las esposas y me lancé hacia la mujer con el fin de someterla, pero
fui recibido por un mazazo que me golpeó directamente en la cabeza,
derribándome. Tardé unos instantes en recuperar el sentido, y cuando finalmente
logré ponerme de pie me encontré frente a una carriola azul con la capucha
desplegada. Una cobija de colores cubría un colchón de plástico. Encima, una
sonaja en forma de avecilla emitía su infantil sonido con cada costra de
argamasa que caía del techo.
- ¿Por qué no me dijo que había una niña? – pregunté al Sr.
Flagg acusatoriamente, al tiempo que señalaba la carriola - ¿Dónde está la
niña?
Pero él
sólo negaba con la cabeza. La visibilidad en el sótano se había vuelto casi
nula, y las punzadas de dolor en mi quijada iban en aumento. Sabía que pronto
sufriría otro desmayo. Por todo lo demás, el aire se acababa, sofocándonos, así
que pronto moriríamos asfixiados. Perturbado, estaba por lanzarme sobre la
mujer cuando de pronto volvió a detenerse sin motivo aparente. Levantó la mano
solicitando nuevamente nuestro silencio, pero con excepción de los fragmentos
de ladrillo, plafón y tablaroca que caían indiscriminadamente, no se escuchó
nada, ni un chillido, ni un lloriqueo, nada. Pensé en aprovechar su
desconcierto para tumbarla, pero corrió desesperada hacia la pared norte. No
pude evitar sentir lástima al verla pegando la oreja en diferentes alturas de
la pared. Luego, saltó esquivando un librero que había caído y fue a buscar
latidos en el interior de una columna de madera. La tolvanera era insoportable
y calculé que nos quedaban unos segundos para escapar. Desenfundé mi pistola y
apunté hacia ella, quien para entonces sólo repetía Celina, Celina, Celina como una invocación druídica.
- Esta es su última advertencia – dije sintiendo todavía palpitaciones
de dolor en la cabeza.
- Celina, Celina, Cel…
Entonces
el infierno cayó del cielo. Una de las vigas que sostenía el techo cedió ante
el vapuleo de las paredes bombardeadas cayendo encima de mí y haciéndome soltar
el arma. Acto seguido, una segunda viga cedió también, provocando un diluvio de
alambre, yeso y concreto que nos enterró momentáneamente, al mismo tiempo que
una explosión de polvo nos cegaba por completo.
- ¡Salga de aquí! – grité al Sr. Flagg.
Yo me
abalancé sobre la mujer, arrastrándola hacia las escaleras. Histérica, mordió
mi brazo hasta arrancar un pedazo de carne. No podía dejarla ahí, con la casa
entera cayéndose a pedazos sobre nosotros. Liberando mi brazo, la tomé por las
caderas y la arrastré escaleras arriba, hacia la superficie.
- ¡Suélteme! ¡Mi hija está allá abajo! ¡Suélteme!
Afuera,
la tormenta había convertido el terreno en un lodazal. A unos metros pude ver
al viejo Flagg hincado, implorando con amargura mientras la casa en la que
había vivido toda su vida se colapsaba.
Soltándose
de mi abrazo, la señora regresó gateando a la casa, pero la cantidad de
escombro que se había formado le impidió abrirse paso. Ante nuestros ojos, la
casa fue tragada por la tierra. Mientras viva, jamás olvidaré aquel cuerpo
postrado, como tampoco olvidaré su llanto que aún resuena como arañazos en el
alma.
- Perdóname Celina… perdóname, mi amor.
En la
comisaría, la mujer, cuyo nombre prefiero no revelar, declaró que aquel domingo
en la mañana, habiendo terminado de alimentar a su hija de un año de edad, entró
al baño para lavar el biberón, labor que tomó menos de un minuto. Cuando salió,
la niña había desaparecido de la carriola. Desesperada, comenzó a buscarla por
todas partes; incluso, subió despavorida temiendo que su benefactor hubiera
podido sustraerla con el fin de lastimarla. Pero el viejo dormía, y la puerta
de la casa estaba cerrada por dentro. Así que ni él ni nadie pudieron habérsela
llevado. Estaba por salir a la calle y
pedir ayuda, cuando comenzó a escuchar el llanto de su hija proveniente del
interior de las paredes.
Por su
parte, en su testimonio, el Sr. Flagg aseguró que la señora a la que dio asilo por
una noche había llegado sola, sin la bebé que supuestamente fue engullida por
la casa. Lo que llamó la atención fue el hecho de que negara haber visto la
carriola azul que yo le había señalado.
- Ahí estaba, sargento – dije – Lo juro. El viejo está
mintiendo.
Nadie
me creyó. Ni el sargento, ni mis compañeros. Mucho menos las demás personas que
fueron llamadas en calidad de testigos. Para ellos, la mujer estaba en un sitio
más allá de la locura. Y de no haber sido lo que vi más tarde, seguramente yo me
habría convencido de lo mismo. ¡Hay tanto loco deambulando por los caminos!
Las
indagatorias se prolongaron hasta muy tarde. Se decidió entonces que la mujer
permanecería en la celda hasta el día siguiente que sería trasladada al
manicomio de Big Spring.
- ¿Cómo pudiste permitir que esto ocurriera? – preguntó el
sargento. Yo sabía lo que él y los otros pensaban de mí. Era la desgracia del
pueblo - ¿Dónde está tu arma?
Por la
noche, subí a la patrulla y regresé a casa del Sr. Flagg para recuperar mi
pistola. Sería una labor difícil de realizar, pues se encontraba sepultada bajo
una tonelada de escombro. El terror que había sentido aquella mañana volvió a
apoderarse de mí cuando, al subir por el camino que llevaba a la casa vi la
pequeña carriola azul avanzando hacia mí. No sé explicar si simplemente se
deslizaba o si era empujada por alguna mano invisible: lo que fuera, ahí
estaba, sus llantitas de plástico girando sobre el lodo, dejando huellas que
provenían desde el lugar donde antes hubo una casa.
Al
bajar de mi patrulla me abrí paso entre polines despedazados y muros
cercenados. Alambres y clavos rasguñaban mi piel. Encontrar la pistola sería
imposible. En el cielo, un potente relámpago anunció el regreso de la lluvia.
Lo mejor sería esperar a que los bulldozers levantaran el cascajo en la mañana.
Decidí volver al camino y subir la carriola a la cajuela, de esta forma habría
una prueba de la posible existencia de Celina. Entonces la escuché. Primero
como un hilo quejumbroso que fue creciendo hasta convertirse en el maullido de
un gato moribundo. Era el inconfundible gemido de un bebé. Su llanto agudo y
filoso me encrespó los vellos, paralizándome momentáneamente. Con una angustia que
no había sentido jamás comencé a apartar los materiales y el escombro, gritando
su nombre para tranquilizarla. Pero a medida que arrojaba un tubo o la puerta
de un closet, el llanto acrecentaba en ritmo y volumen hasta ser insufrible.
- ¡Celina! ¡Celina!
Removí
lo más que me permitieron mis propias fuerzas. Tendría que pedir ayuda. Así me
dispuse a hacerlo hasta que descubrí que el llanto no venía ya de la casa, sino
cerca de mi auto. Busqué afanosamente por todas partes, pero no hallé rastro
alguno de Celina. Agachándome por última vez, divisé parte del escombro que
había arrojado anteriormente. Casi a punto de perder la cordura, tomé los
materiales y regresé a la comisaría. Durante el trayecto, los estridente
aullidos de la niña me desquiciaban al tal grado que quise estrellar la
patrulla en la casa abandonada que está en la intersección.
- ¡Déjame pasar! – dije al joven policía encargado de la
guardia nocturna, quien se extrañó al verme llegar con una bolsa llena de
papeles, ladrillos, tubos y varilla.
- El sargento ordenó que nadie entrara en la celda.
- ¡Apártate!
La
exasperación que para entonces controlaba mis reacciones y movimientos me hizo
temer que sería capaz de matarlo si no se hacía a un lado. El muchacho debió
adivinar mis pensamientos, pues sin dudarlo desenfundó su arma apuntándola
hacia mí.
- ¡Imbécil! – grité.
Salí a
la calle y rodeé el edificio hasta llegar a la ventana enrejada donde se
encontraba apresada la señora.
- ¡Haz que se calle! – supliqué soltando la bolsa sobre el
suelo. La ventana se alzaba a unos dos metros, por lo que me era imposible
verla. Pero sabía que podía escucharme. Los gritos de Celina ya estaban en mi
cabeza, obligándome a tomar una de las varillas para clavarla en mis muñecas.
- ¡Por favor! ¡No puedo más!
Debajo
de mis propios alaridos, un canto maternal se inició en la noche; una voz
melodiosa y tierna que venía de la celda y que poco a poco apaciguó a la niña
atrapada en la bolsa. Rompí a llorar, mis nervios deshechos por la larga
jornada. Lloré sin parar bajo la lluvia eterna, así como lloré
irremediablemente a la salida del sol. Así me encontraron los hombres de la
ambulancia, acurrucado como un feto, estrujando contra mi pecho la bolsa en la
que Celina dormía apaciblemente. No tuve fuerzas para impedir que la arrancaran
de mí, ni para preguntar quién cuidaría de ella. Sólo espero que en donde esté
pueda escuchar el dulce canto de su madre. Yo lo escucho todos los días.
Sígueme en twitter como @maxblume
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