"You should date a girl who reads. Date a girl who reads. Date a girl who spends her money on books instead of clothes, who has problems with closet space because she has too many books. Date a girl who has a list of books she wants to read, who has had a library card since she was twelve.
Find a girl who reads. You’ll know that she does because she will always have an unread book in her bag. She’s the one lovingly looking over the shelves in the bookstore, the one who quietly cries out when she has found the book she wants. You see that weird chick sniffing the pages of an old book in a secondhand book shop? That’s the reader. They can never resist smelling the pages, especially when they are yellow and worn.
She’s the girl reading while waiting in that coffee shop down the street. If you take a peek at her mug, the non-dairy creamer is floating on top because she’s kind of engrossed already. Lost in a world of the author’s making. Sit down. She might give you a glare, as most girls who read do not like to be interrupted. Ask her if she likes the book.
Buy her another cup of coffee.
Let her know what you really think of Murakami. See if she got through the first chapter of Fellowship. Understand that if she says she understood James Joyce’s Ulysses she’s just saying that to sound intelligent. Ask her if she loves Alice or she would like to be Alice.
It’s easy to date a girl who reads. Give her books for her birthday, for Christmas, for anniversaries. Give her the gift of words, in poetry and in song. Give her Neruda, Pound, Sexton, Cummings. Let her know that you understand that words are love. Understand that she knows the difference between books and reality but by god, she’s going to try to make her life a little like her favorite book. It will never be your fault if she does.
She has to give it a shot somehow.
Lie to her. If she understands syntax, she will understand your need to lie. Behind words are other things: motivation, value, nuance, dialogue. It will not be the end of the world.
Fail her. Because a girl who reads knows that failure always leads up to the climax. Because girls who read understand that all things must come to end, but that you can always write a sequel. That you can begin again and again and still be the hero. That life is meant to have a villain or two.
Why be frightened of everything that you are not? Girls who read understand that people, like characters, develop. Except in the Twilight series.
If you find a girl who reads, keep her close. When you find her up at 2 AM clutching a book to her chest and weeping, make her a cup of tea and hold her. You may lose her for a couple of hours but she will always come back to you. She’ll talk as if the characters in the book are real, because for a while, they always are.
You will propose on a hot air balloon. Or during a rock concert. Or very casually next time she’s sick. Over Skype.
You will smile so hard you will wonder why your heart hasn’t burst and bled out all over your chest yet. You will write the story of your lives, have kids with strange names and even stranger tastes. She will introduce your children to the Cat in the Hat and Aslan, maybe in the same day. You will walk the winters of your old age together and she will recite Keats under her breath while you shake the snow off your boots.
Date a girl who reads because you deserve it. You deserve a girl who can give you the most colorful life imaginable. If you can only give her monotony, and stale hours and half-baked proposals, then you’re better off alone. If you want the world and the worlds beyond it, date a girl who reads.
Or better yet, date a girl who writes."
— Rosemarie Urquico
miércoles, 17 de diciembre de 2014
domingo, 5 de octubre de 2014
Demasiado íntimo
Para Juan Carlos Montiel,
en recuerdo de las sesiones en la Torre Stark.
en recuerdo de las sesiones en la Torre Stark.
Su antipatía hacia el cuento había durado varias horas y no
parecía desvanecerse con el paso del reloj. La trama aún daba vueltas en su
cabeza y no se decidía a dar una opinión. Una voz en el traspatio de su mente
le decía que el verdadero significado se hallaba oculto en medio de las
palabras, un mensaje que aguardaba ser interpretado por un alma sensible. Pero
Javier era un hombre práctico. A sus treinta y seis años, catorce de ellos dedicados
a cuidar la contabilidad de una empresa minera, la conclusión que apaciguaba su
mente era que si dos más dos no sumaban cuatro el proceso debía repetirse. Una
columna para las sumas, otra para las restas. Dos más dos construían puentes,
dos más dos sostenían edificios, dos más dos colocaron a un hombre en la luna.
El mundo podría girar feliz sin el arte, sin las sensiblerías ociosas de
pintores y poetas, y por supuesto, sin la aburrida e intrascendente danza
contemporánea. Pero sin ingenieros, arquitectos o matemáticos, la humanidad
viviría en la oscuridad, cincelando su evolución en las guanosas paredes de una
cueva. Esta discusión generaba siempre controversia con Ana, distanciándolos al
extremo de la ridiculez. Ahora, sin embargo, un saber esotérico e inaccesible
se escondía del otro lado de las matemáticas. ¿Cuál era la trama del cuento? Javier
removió los binóculos de sus ojos cansados, y levantándose de su escritorio
contempló en silencio las gotas de agua sucia que caían por las tuberías del techo.
Su lugar de trabajo era un umbrío cuchitril ubicado en el rincón más olvidado
de las catacumbas. Así le llamaban quienes trabajaban en la superficie, en los
pisos superiores del edificio inteligente, los ejecutivos de trajes impecables que
ocupaban oficinas con vista a los jardines. Javier prefería trabajar en el
sótano, donde sus defectos quedaran lejos de los juicios de la gente perfecta. Miró
unos instantes las aspas del ventilador, intranquilo. Por absurdo que pareciera
se sintió observado. Pero en las catacumbas no había un alma, tan solo la
cucaracha de costumbre y el moribundo bonzai. Las letras que acababa de leer lo
habían dejado inquieto. Maldito cuento, maldita Ana. La noche en que la conoció
había estado intentando desprenderse del caos cotidiano, observando la belleza
matemática de la Torre Godard. Resultaba pasmosa la sencillez con la que ½ ∫Hx
ƒ2(x)dx – cte.(H – x) = ∫Hx
xw(x)ƒ(x)dx sostenía el armazón contra
la presión del viento. Había salido temprano de su oficina y recorrió la
arbolada avenida que subía el monte. No había nubes ni luna y el clima era
templado. Al llegar a la cima, la vio. La Torre brillaba como una aguja
templaria hermosa e impoluta que rasguñaba el cielo invernal. Ensamblada con
milimétrica precisión, era un monumento al ingenio humano, y al mirarla con
detenimiento Javier rescataba la esperanza de que en medio de la entropía
existiera un orden: su alma resentida se reconciliaba con el universo. Permanecería
toda la noche delante de ella, suspirando. Desgraciadamente, su plan se vino abajo
cuando una mujer rubia y menuda apareció sentada en su banca predilecta. Con
penosa amabilidad, él le pidió que se moviera, más abajo había otras bancas
desocupadas; por toda respuesta, ella abrió su termo y le ofreció té de anís.
Su nombre era Ana y estudiaba semiótica. Y no, no encontraba como él placer en
las barras de hierro unidas con tornillos de cobre, sino en imaginar las vidas
de los hombres que la construyeron. Ella creía en mito y magia, en las invisibles
respiraciones del arcano, en que el universo languidecía en incomprensibles planos
superpuestos que sólo el Gran Arquitecto podía discernir. Necesito sentarme en esa banca. No
te la cederé, pero si quieres podemos compartir el césped. De eso habían
transcurrido ya cinco meses. Fue ella quien lo incitó a leer el cuento. Si estás preparado para cambiar tu
concepción de cuanto te rodea, justo
cuando termines de leerlo repite tres veces la pregunta que más inquieta a tu
alma. Te dirá lo que debes saber.
Ahora Javier miraba el ventilador. Alguien
me está observando, murmuró registrando una grieta en el techo. ¿Y si ella
tenía razón en asegurar que dos más dos no siempre producían un cuatro? ¿Habrá algo más de lo que hay? Regresó a
su escritorio. Miró las páginas escritas con tinta negra y, más por morbosa
curiosidad que por otra cosa, negando con la cabeza hizo la pregunta una vez, y
luego dos, y finalmente tres. Cuando Javier se percató de lo que estaba
sucediendo ya era demasiado tarde.
Primero
fueron las plumas, las bisagras y todos los objetos de metal; después fueron
las teclas de su computadora que, separándose del tablero, volaron como
proyectiles disparados hacia la puerta. Les siguieron los objetos de cristal:
ceniceros, placas y el bulbo de la lámpara, todos temblando por un intenso
movimiento telúrico que ocurría sólo en el sótano. Apenas pudo Javier esquivar
la balacera de objetos, pues él mismo fue víctima de una atracción que ignoraba
las imperantes reglas de la gravedad. Se sujetó cuanto pudo de la perilla de la
puerta; sin embargo, la poderosa fuerza invisible lo levantó del suelo
arrastrándolo hacia la superficie por los filosos escalones de concreto.
Atravesando sin control el lobby del moderno edificio, Javier fue succionado
hacia el vacío de la noche. Presa de una angustia indescriptible, voló contra
su voluntad sobre casas, automóviles, parques y la torre metálica que tanto
amaba. Finalmente se detuvo en la zona vieja de la ciudad, sobre una bellísima explanada
pavimentada con piedras grises de río. Ante el asombro de transeúntes y
automovilistas que se detenían a preguntarle qué hacía allá arriba, Javier
flotaba. No es normal, argumentó una
pareja de ancianos, quienes temieron que pudiera tratarse del inicio de una
nueva epidemia. Bajo un farol, un perro ladró. Javier decidió concentrarse en
encontrar una explicación lógica al problema que le aquejaba. Estuvo a punto de
darse por vencido, cuando observó un cuerpo volando rápidamente hacia él. Era
Ana. Terminé el cuento, confesó
Javier sintiéndose obvio. No entendí
algunas partes. Entendiste lo
suficiente, dijo ella sonrojándose mientras se mecía junto a él encima de
cientos de cabezas incrédulas. ¿Ahora qué
sigue? No lo sé. Un oficial de policía les ordenó bajar, pues estaban
conmocionando el tráfico. Pero ni Ana ni Javier supieron cómo. Así que flotaron
y flotaron durante horas, las piernas de ambos pataleando por miedo a caer si
no lo hacían. Los ancianos preguntaron cómo se habían metido en ese lío, y
Javier contó a partir del momento en el que abrió el cuaderno y había comenzado
a leer, lo estúpido que se había sentido al formular la pregunta, y el penoso
instante en que ahora se encontraban, sin encontrar la causa para aquella singular
levitación. ¿Ya intentaste besarla?,
preguntó un taxista a todas luces molesto por el tráfico. De su chamarra de
pana, el hombre sacó una cajetilla de cigarros y encendió uno. ¡Bésala!, gritaron varios. A Javier de
los nervios se le erizó el corazón. Sintió la mirada tierna de Ana
acariciándole los labios, de los que tímidamente manaron las palabras dos más dos. Aceptando lo que pudiera
ocurrir, la besó. O se besaron, da igual. Lo que Javier sintió fue lo opuesto a
lo que hubiera podido esperar: una pesadez en los muslos y en los huesos, como
si de sus tobillos colgara un yunque infame que lo jalara hacia abajo. Hombre y
mujer se desplomaron hacia el suelo, estrellándose contra el pavimento. En un
segundo, las nubes perdieron su aureola de fuego y la vida recuperó su curso
ordinario. ¿Qué pasó? Todavía adolorido
por el golpe, Javier ayudó a Ana a levantarse. Ella se sacudió el polvo de la
ropa, remarcó el contorno de sus labios con labial rojo, y exclamó pensé que tú serías el indicado. Sin
darle a Javier tiempo para razonar, dio la media vuelta y se marchó perdiéndose
en el tráfico. Aturdido y estupefacto, Javier no alcanzaba a darle a las
variables de la ecuación los valores correctos para obtener el resultado justo.
Esto es absurdo, se repetía una y
otra vez. No tiene sentido. Levantó
los ojos y se encontró con la fachada de un restaurante que a esas horas de la
mañana abría sus puertas. En el letrero, la figura de un pez. Javier entró y
pidió un café. Permaneció sentado en la barra con la mirada anclada a una
mancha líquida de color extraño. El ambiente presagiaba un funeral celta, el
fin de todas las primaveras. Tú eres el
de las noticias, dijo la mesera colocando la taza frente a él. ¿Qué se siente volar por amor? Era una
criatura castaña, de profundos ojos marrones y nariz regular. Javier dio un
sorbo y reclamó este café está frío. Fue como si ella anticipara aquella
reacción, pues mecánicamente lo tomó de la mano, y mirándolo con ojos de
bienvenida le sonrió. Inesperadamente, introdujo el dedo en la bebida, y Javier
observó un efluvio transparente que ascendía hacia la lámpara, seguido inmediatamente
por decenas de burbujas que explotaban en la superficie del café. Oye, dijo ella acercándose a su oído, no tiene que ser exacto para que sea
perfecto. ¿Por qué?, preguntó él.
¿Todo esto, qué significa? Ella retiró
el dedo hirviente de la taza y acarició su mejilla con él. La excitación que
había sentido mientras volaba en el aire de nuevo estaba ahí, y por primera vez
en su vida Javier tuvo la certeza de estar en el lugar correcto. Dejó que la
inercia del momento disipara sus dudas y, decidido a sujetarse del momento como
haría un náufrago, inclinó su rostro hacia adelante. Sin embargo, cuando estuvo
a punto de besarla, la mesera colocó una mano entre ambos. ¿Qué suce…? ¡Shhh! Un silencio ominoso contaminó el lugar. Permanecieron
inmóviles por muchos segundos, mirando alrededor repetidas veces. La castaña
cabellera de la mesera se meneaba al tiempo que su cabeza se movía
frenéticamente, buscando, y en su paranoia Javier notó un miedo que no debía
estar ahí. Ella miró debajo de las mesas, en el techo, en el espejo. No puedo continuar, murmuró entonces,
alarmada. Es peligroso. ¡Pero necesito saber!, suplicó Javier. No, no hasta que dejen de observarnos.
Debe de tratarse de un error, pensó Ibrahim deslizando obsesivamente su dedo
sobre la pantalla de la tablet. Los renglones subían y bajaban, pero no había
nada que hacer. El cuento terminaba así, abruptamente, sin ofrecer mayor
evidencia acerca de lo que había importunado a los dos amantes. Era cierto que
la ficción no le atraía (personalmente ni siquiera le gustaba leer), pero esa
historia se había ido introduciendo en su mente de una manera oscura y
perversa, como si las palabras fueran exclusivamente para él y nadie más. A
medida que avanzaba en su lectura, las frases habían ido anidándose en ese
hueco que desde hacía años había hecho de su corazón un hogar. Desde abajo
llegaban las risas infantiles de la fiesta, pero decidiendo ignorarlas, Ibrahim
dio vueltas por su recámara intentando dar con la explicación al cómo era
posible que un simple cuento inconcluso pudiera tan exitosamente poner en
relieve aquella terrible soledad. Sácame
de aquí, dijo a la misma de siempre, a nadie. ¿Cómo sigues con tu vida
cuando la vida ya no quiere seguir contigo? Alguien llamó a la puerta. Eréndira
le dijo que el mago había llegado y que a Jorgito le encantaría que estuviera
con él. Voy, dijo Ibrahim. Salió de
la recámara y bajó las escaleras hacia el monótono mundo de costumbre.
En el
patio, Jorgito, su sobrino, lo abrazó. Gracias,
tío Ibra, es la mejor fiesta del mundo. Aunque no aprobaba su modo de
ganarse la vida, Eréndira se mostraba bastante indulgente al momento de pedirle
dinero, especialmente cuando se trataba de su hijo. Va a ser el cumpleaños de Jorgito, y pues ya sabes cuánto te quiere tu
sobrino. Haz la fiesta en mi casa, yo
me encargo de todo. El dinero que recibía Ibrahim por las entregas que
realizaba cada mes era suficiente para mantener su caro nivel de vida, y el de
su hermana. Justo aquella noche debía realizar una más. Era un asunto
peligroso, pero vivir en la clandestinidad era para él una violenta adicción. Un día de estos te van a matar, le dijo
Eréndira alguna vez, o peor aún, vas a
vivir más que nosotros, pero solo. No
mientras tenga dinero, pensó Ibrahim viendo a los papás de los niños
disfrutar de la comida y del alcohol que tan generosamente había dispuesto para
la fiesta. En el centro de un semicírculo formado por niños gritones, el mago y
su asistente armaron su equipo de trabajo. Un atril, una caja de madera pintada
de negro con estrellas fosforescentes, un aro. Los trucos de previstos. Figuras
con globos, la paloma en el sombrero, exclamaciones de asombro, dulces. A
Ibrahim de pronto se le ocurrió la loca idea de que el responsable de que los
amantes del cuento no hubieran podido besarse había sido él y que, al apagar la
tablet, finalmente habían encontrado la manera de concluir el beso. Estúpido, pensó. Aplausos de los niños
cuando el mago adivinó que la carta en la mente de Jorgito era el as de
espadas. Los personajes
ficticios no continúan con sus vidas una vez que se cierra el libro. Estuvo
a punto de regresar a su recámara cuando atisbó, recargada en la puerta de la cocina,
a una mujer pelirroja de ojos verdes. Era hermosa. Entonces se reclinó contra
la pared y contempló su inusual belleza por largos minutos. El espectáculo
proseguía con aburrida linealidad, hasta que el mago pidió a su divina asistente
que entrara dentro de la caja de madera. Por supuesto, la escuálida mujer
desaparecería y aparecería ante el encanto de los molestos infantes. Mientras
tanto, la pelirroja sorbía de un vaso de plástico transparente mientras
observaba, divertida, al mago cretino cerrando la puerta de la caja. El hombre
pidió silencio, luego, tras recitar unas curiosas palabras mágicas, instruyó a
los niños en el arte de reproducir con la boca un redoble de tambores. El mago abrió
la caja, y ante el asombro de los presentes, la asistente no únicamente había
desaparecido, sino que había sido sustituida por un desconocido. Debió de
tratarse de un error monumental, pues al mago del susto se le cayó la quijada.
Era un niño pequeño, de aproximadamente seis años de edad, con la mirada más
tierna y desamparada que Ibrahim había visto. Por unos segundos se vio perdido.
De pronto, al reconocer a una mujer entre la concurrencia, la esperanza iluminó
su pequeño rostro. ¿Quién eres?, demandó
el mago perdiendo de pronto su acento macedónico. ¿Quién osa burlarse de Manua El Grande? Sin atender al reclamo, el
niño se aventuró entre las sillas ocupadas por mirones hasta llegar al rincón
que ocupaba la mujer de pelo rojo. No lo
hagas, dijo con su voz infantil. No
te vayas a casar. Nerviosa, la mujer lo miró. El resto comenzó a reír. Qué mala broma, respondió ella
recriminándole al mago la mala pasada. No,
escucha, no te cases. Te lo suplico. Para Ibrahim, sin embargo, aquello
tenía un dejo de macabra familiaridad. El niño manoteaba incesantemente, con
miedo. Yo te conozco. La silbatina
del público no se hizo esperar; abucheaban a Manua El Grande
responsabilizándolo del pesado y aburrido truco. Los niños se pararon y
comenzaron a perseguirse entre ellos, unos preguntando a qué hora partirían la
piñata. Me contaste que aquí lo
conociste, en la fiesta de Jorgito, mi primo. Dijiste que te invitó a salir y
que seis meses después te casaste con él. Niño, basta. ¡Escucha! Tu nombre es
Renata, tienes veintidós años y tienes un lunar en forma de media luna en la
espalda. Tú eres mi mamá. Dijiste que te sentías sola y que él te conquistó. Te
llevaba serenatas y regalos carísimos. Alquiló un yate y te propuso matrimonio
en mar abierto. Me dijiste que esa fue la última vez que lloraste de felicidad.
Nada de eso ha pasado, me confundes. Va a pasar. Por unos cortos meses serás
feliz. Pero la policía no va a detener los golpes porque la policía trabaja
para él. Y tú no vas a saber cómo protegerme. Sus ojos se humedecieron, y
ella, Renata, tuvo miedo. ¿A quién te
dije que conocí en esta fiesta? Temblando de pánico, el niño señaló a
Ibrahim. Por favor, ya no dejes que se me
acerque. Instintivamente, Renata lo abrazó contra su pecho. Te juro por mi vida que nadie volverá a
lastimarte. Desprendiéndose, el niño regresó lentamente hacia la caja de
madera. Cuando la asistente de Manua reapareció, el niño se había desvanecido.
Sin decir absolutamente nada, Renata tomó su bolso y salió de la casa de
Ibrahim.
La
fiesta terminó antes de lo previsto dejando en los invitados un agrio sabor en
la boca. Las familias fueron despidiéndose de Eréndira, que avergonzada
repartía bolsas de dulces a los niños que se iban. ¿Quién invitó a ese niño? No
lo sé, Jorgito. ¡Fue la peor fiesta
de todas! ¿Por qué se fue Renata?
Ibrahim miraba el patio vaciarse desde la ventana de su estudio. Como ungüento
podrido, una ansiedad particular le recorría el cuerpo, la sentencia de que su
vida no tendría un mejor porvenir. El recuerdo del niño aquel, el que lo había
señalado delante de todos, le mordía las partes sensibles del cuerpo; Ibrahim
se sintió acosado y estúpido a la vez: era cierto que nadie escapaba de las
acusaciones de su propia conciencia, pero ¿debería dejarse atormentar por
acciones que no había cometido? El mensaje en su celular le indicó que era hora
de entregar la mercancía. Se puso el saco, revisó que su arma estuviera
cargada. Metió la maleta de cuero en la cajuela y arrancó. La operación era
simple. Llevar el paquete al puente del Distrito C19, entregarlo personalmente
a Hunz Nuye, el mafioso del corazón oxidado, recibir los dos contenedores de plástico
anticorrosivo y guardarlos en su casa hasta escuchar nuevas instrucciones. Si
algo salía mal, Ibrahim contaba con su habilidad para salir de problemas a
punta de balazos. Subió a su auto y arrancó. Atravesó la Ciudad Vieja
acompañado de las brumosas farolas que custodiaban la noche. Encendió la radio,
pero en vez de tranquilizarse una rabia inexplicable comenzó a hervirle en la
sangre. La cara del niño, arrogantemente familiar, era un puñetazo en la frente.
Lo había expuesto delante de sus invitados, y peor que eso, lo había hecho
sentir vulnerable. En el primer semáforo la furia era ya incontenible. Deseó
averiguar su paradero y sacarle a golpes la verdad, ¿quién eres? Pero sobretodo, ¿cómo
te atreves? ¡Y la reacción de la mujer! ¿Quién se creía para desairarlo en
su propia…? Inesperadamente, algo en su interior se sintió pavorosamente incorrecto;
un deja vú demente y profético que anunciaba una vertiginosa caída hacia su
perdición. Intentando ignorar la advertencia, Ibrahim aceleró hasta el fondo
sin darse cuenta de que llevaba varios minutos murmurando vivirás más que nosotros, pero solo. Al llegar al punto de
encuentro, se estacionó a unos cuantos metros de los tres vehículos que ya lo
esperaban. Rodeado de hombres con ametralladoras, Hunz Nuye fumaba
impacientemente, la luciérnaga en sus labios iluminando la terrible cicatriz
que le partía el rostro a la mitad. Conteniendo el nerviosismo, Ibrahim tomó el
paquete. Estaba a punto de abrir la puerta cuando una fuerza cósmica lo hizo
cambiar de opinión. Ante las miradas atónitas de Nuye y sus hombres, Ibrahim
encendió de nuevo el auto y arrancó. Los rechinidos de las llantas no se
hicieron esperar; por el retrovisor, Ibra vio los tres autos persiguiéndolo.
Aceleró y en la esquina de una escuela casi pierde el control de su vehículo.
Tomó su teléfono y marcó el número de su hermana. Soy yo, necesito el teléfono de Renata. ¡No me importan los demás
invitados! ¡Pásame su número ahora! ¡Carajo! Colgó furiosamente sin
despegar la vista de la calle. Detrás, Hunz Nuye se aproximaba velozmente. Por
la ventana, uno de sus hombres abrió fuego. El medallón trasero explotó con el
impacto de las balas, las cuales rozaron su cabeza más de una vez. Ibrahim
dobló a la izquierda y se arriesgó dentro del Túnel 22ª. Ahí continuó
esquivando faros de automóviles y balas. La pantalla de su celular se iluminó
con un mensaje de su hermana: 97 22 2358 55. Como si aquellos diez dígitos
fueran el oxígeno que necesitaba, Ibrahim dirigió deliberadamente el volante
hacia la baranda del túnel. Al chocar contra el riel de acero, su auto dio
varias volteretas en el aire hasta caer violentamente en el río. Nuye y sus
hombres dispararon hacia el agua, pero la única respuesta que obtuvieron fue el
eructo del río mientras se tragaba el coche de Ibrahim.
Con las
ropas empapadas, Ibra deambuló por las calles oscuras hasta estar seguro de que
nadie lo seguía. Del otro lado de la acera, encontró un pequeño local con la
figura de un pez en el toldo. Le llamó la atención que en el interior no
hubiera nadie. Las mesas estaban sucias: platos con restos de comida, cigarros
humeantes en los ceniceros, música lounge en los altavoces. Al fondo, cerca de
los baños, encontró un teléfono de monedas. Con inusitado nerviosismo marcó el
número que había logrado memorizar y aguardó. Debido a las caóticas
circunstancias no había tenido tiempo de pensar exactamente lo que diría cuando
le contestaran. Beep. Ese niño. Beep.
Tan devastado, tan familiar. Beep. ¿Bueno? ¿Renata? Soy Ibrahim. Silencio. ¿Quién te dio mi número? No tengo mucho
tiempo. Hay algo que debo decirte. Ibrahim, no creo que sea conveniente. No,
escucha, sé que piensas que ya sabes todo de mí, pero no es así. Hoy ocurrió
algo, ese niño. ¿Qué hay con él? Te juro por mi vida que… Ibrahim se
detuvo. ¿Bueno? Espera. Volteando hacia todas direcciones, Ibrahim guardó silencio
por unos segundos. Dejando el auricular columpiándose, desenfundó su arma. Lo
único que podía escucharse en el local, además de la onírica música de fondo,
eran las gotas de una lluvia insana que había comenzado a caer momentos antes.
Por todo, el lugar permanecía desierto. Ibrahim dio unos pasos hacia la barra,
luego, hacia la zona de no fumadores, con la pistola siempre apuntando hacia adelante.
Volteó hacia la derecha, hacia la izquierda, y finalmente hacia arriba, momento
en el que estuve seguro de que había notado la presencia omnisciente y
perversa. Por favor, dijo sin bajar
el arma, déjame quedarme con ella. Puedo
cambiar. Mientras hablaba a la oscuridad, siempre cuidándose las espaldas,
regresó cautelosamente al teléfono. Puedo
quererla, y a él también. Ibrahim levantó el auricular, y cerrando los ojos
como si fueran puños, exclamó: ¿Renata?
Y del otro lado: sigo aquí. Y no dijo
más. Permaneció atrapado en un silencio expectante, como si aquello demasiado
íntimo que deseaba revelar no pudiera ser escuchado por nadie más que por ella;
por nadie, mucho menos por mí. Por mi parte, con apesadumbrado respeto
permanecí con la mirada concentrada en la pantalla de mi laptop, en el cursor que
contrariado parpadeaba justo a un lado de la última palabra que acababa de
escribir. No tecleé más, sólo podía pensar en el futuro de Ibrahim, en las
palabras que debía de usar para convencer a Renata de que aún los hombres con
violentos pasados podían escoger un camino diferente, y que los escritores
podemos dotar a nuestros personajes de un albedrío que jamás conoceremos.
Determinado a no saber más, apagué la máquina sellando así su inconcluso
destino.
El
ruido de hombres borrachos y música estridente proveniente de la parte baja del
local rompieron mi concentración. Pero eso ya lo sabes. También sabes que
Gerardo está llamando a mi puerta y con voz temerosa dice están todos aquí, ya es hora. Echo un último vistazo a la
habitación donde me encuentro, a las fotos de tiempos antiguos, la foto en la
que aparezco sosteniendo a un niño de dos años. Me pongo de pie y bajo por las
escaleras. Mis amigos me reciben con risas y aplausos. Hay otros hombres que no
conozco. Las mesas han sido apartadas y únicamente permanece una, con cuatro
sillas alrededor. En la barra se encuentra Mercedes sirviendo tragos y
recibiendo apuestas. Hoy no me siento con suerte. Estoy seguro de que hoy,
antes de que termines de leer esta parte de la historia, estaré muerto. Después
de unos minutos de plática superflua, tomamos nuestros lugares. Rodrigo, el contador
al que en Junio pasado detectaron cáncer en el páncreas: si sobrevive a esta
noche, sus ganancias serán para garantizar la educación de su hijo. Rosa, la
joven drogadicta capaz de morir literalmente por formar un grupo de rock, y un
viejo sacerdote jesuita de nombre Samuel. Rodeándonos veo a una treintena de
personas, algunos conocidos, todos aves de rapiña. ¿Terminaste de escribir tu cuento?, pregunta Rosa mientras nos
sentamos. Su rostro palidece aún más bajo la mórbida luz amarillenta de las
lámparas. Sus uñas mordisqueadas trazan nerviosamente el logotipo del local, un
pez azul laqueado en el centro de la mesa. Sí,
respondo indiferente. Cada jueves es lo mismo. Los gritos son estridentes,
molestos. Finalmente, con una diligencia adquirida por meses de práctica,
Gerardo se aproxima con una caja de madera. Cae el silencio. Tras abrirla, coloca
el arma sobre la mesa. El primero en sudar es el jesuita. Desde el fondo llega
mi nombre coreado por voces ebrias. Mis manos transpiran, mi corazón es un
motor. Cuando veo a Rodrigo ya está temblando con un terror indecible que se
apodera de su cuerpo. Es jueves en la noche, alguien va a morir. En el sorteo
es precisamente Rodrigo quien debe comenzar. Inadvertidamente, Rosa llora, pero
la pena por retirarse de la mesa es severa, así que permanece sentada mirándome
con ojos suplicantes. Yo me mantengo ajeno al éxtasis y al miedo; esta dolorosa
melancolía me aísla, me devora, consumiéndome como una bala que se toma su
tiempo para pulverizar órganos y tejidos. Rodrigo levanta la pistola y la
sujeta contra la sien. Su pecho se agita en espasmos, dedo en el gatillo, su
mano tiembla: grita mientras cierra los ojos. Y dispara. La detonación genera
más conmoción. Una lámpara en el techo explota por el impacto de la bala. La
gente abuchea. No puedo hacerlo, gime
Rodrigo. Por favor, quiero irme a casa.
Pienso en Ibrahim, me pregunto si habrá logrado explicarle a Renata que los
hombres podemos cambiar... La cobardía de Rodrigo hace enfurecer a la
audiencia. ¡Nadie puede romper el pacto!,
grita Samuel encarándolo. Si acaso Renata entenderá… Samuel noquea a Rodrigo,
la pistola cae de su mano, y al tocar el suelo se dispara otra vez. El local
queda en silencio. Una segunda bala. Estoy acabado. Al principio todas las
miradas caen sobre Gerardo, pero saben que él no actuaría sin mi consentimiento.
Lentamente, Rodrigo se levanta. Abre la recámara y encuentra una tercera. Hijo de puta, dice sabiendo que alteré
las probabilidades. Un miembro del público saca una navaja y con saña desmedida
la clava varias veces en el costado derecho de Gerardo, quien cae sobre el
suelo rodeado de su propia sangre. Se saben estafados. Samuel le arrebata la
pistola a Rodrigo y me apunta, y tú que me lees te haces preguntas, quieres
saber. Quiero contarte, existe un secreto, una respuesta. Pero necesito que te
acerques con sumo cuidado; acércate a las palabras que estás leyendo. Hazlo,
pero antes, shhhh, mira a tu alrededor, a todas partes, hacia arriba. Cuida que
nadie te esté observando: esto que te digo es sideral, la consciencia misma del
cuento. Aunque quisieras negarlo, sabes que perteneces en él.
jueves, 11 de septiembre de 2014
I can tell you about tonight
I’ve got a pad and a pen
and a silence unbroken
there’s a tamed hero
this side of the mirror
and I’ve always known
there’d be nights like this
I’ve got my Tolstoi near the ironboard
and a humming sound from under the fridge
There´s plenty of ghosts roaming the kitchen
a childhood memory drowned
Kerouac’s calling
Fitzgerald pushing
A mortal game
The ghost of my father
What of me he’d make?
It hurts, truly
I can’t lie anymore
I stare down the window
The hustlers down on Hope Street
The junkies and illiterate
The drivers and the sinners
That woman walking her dog
The world is spinning
for them even
It hurts, truly
The silence, the void
My own voice betrays me
when it bounces back, unfiltered
The bookshelves and the table and the bed
My own furniture giving advice
Live or leave
but I don’t know how to
And the breathing of the walls
The longing, the painful longing
for something taken from me
There´s a plan for every creature
except for me
I’m broken, unfairly forgotten
I stopped being sad
but I cry at fierce intervals
like death upon a graveyard
Let me tell you about tonight
the meaning of tonight
I know about the blackness
surrounding the stars
My soul is empty
my heart is dry
my name is Alone.
and a silence unbroken
there’s a tamed hero
this side of the mirror
and I’ve always known
there’d be nights like this
I’ve got my Tolstoi near the ironboard
and a humming sound from under the fridge
There´s plenty of ghosts roaming the kitchen
a childhood memory drowned
Kerouac’s calling
Fitzgerald pushing
A mortal game
The ghost of my father
What of me he’d make?
It hurts, truly
I can’t lie anymore
I stare down the window
The hustlers down on Hope Street
The junkies and illiterate
The drivers and the sinners
That woman walking her dog
The world is spinning
for them even
It hurts, truly
The silence, the void
My own voice betrays me
when it bounces back, unfiltered
The bookshelves and the table and the bed
My own furniture giving advice
Live or leave
but I don’t know how to
And the breathing of the walls
The longing, the painful longing
for something taken from me
There´s a plan for every creature
except for me
I’m broken, unfairly forgotten
I stopped being sad
but I cry at fierce intervals
like death upon a graveyard
Let me tell you about tonight
the meaning of tonight
I know about the blackness
surrounding the stars
My soul is empty
my heart is dry
my name is Alone.
lunes, 8 de septiembre de 2014
Deader than dead
Night and you’re not here
In the window a tender kiss of dew
A pagan tear swirling around
A cry of thunder
I’m going under –
you
Raising half-drunk glasses
to the day we met
I chase you through dumb blank pages
imagining and erasing you
a somberer shade of black
At this hour I find the courage
in the dark you’re always mine
With their echo my heart stretches its vein
as the night and I grow old --
in pain
In the window a tender kiss of dew
A pagan tear swirling around
A cry of thunder
I’m going under –
you
Tracing curls of smoke
of a dying cigarretteRaising half-drunk glasses
to the day we met
You’re not here
a shot in the backI chase you through dumb blank pages
imagining and erasing you
a somberer shade of black
I can only kiss you
in my wet dream of wineAt this hour I find the courage
in the dark you’re always mine
And the bells for you they toll
fourty-four, all in allWith their echo my heart stretches its vein
as the night and I grow old --
in pain
You are here disguised in air
I try to reach you but you’re not there
Summoning the night, afraid of the day
None other but the cold white smoke
To answer the prayer
“Damned if you love
her,
damned if you don’t”
A fool to dream of you
scared to wake up
This yearning devotion
will stay mute and unsaid
‘cause I know in the morning
I’ll be deader than dead
martes, 2 de septiembre de 2014
Katia es un país
La pregunta que se formulaba en su mente mientras escuchaba
a su blind-date fanfarronear sobre viajes absurdos y conquistas ridículas era
¿por qué no puedo encontrar lo que estoy buscando? El sol del sábado se
antojaba para una larga caminata en la plaza, y eso era precisamente lo que
Katia estaría haciendo de no haber aceptado la invitación de aquel hombre insubstancial
y acartonado. Bastante entrado en años, su mirada le recordaba a uno de esos
templates genéricos de power point. Pero Katia ya no podía darse el lujo de
esperar. ¿No era esa la razón por la que había entrado a ese lugar de citas por
internet? Años atrás hubiera jurado, por desesperada que estuviera, jamás
buscar el amor en un medio rebosante de personas desesperadas. Sin embargo, la
vida siempre le había regalado envolturas vacías. Detrás de cada anhelo
sobrevenía una decepción, cada parcela de tierra terminaba infestada por la
plaga. Y la plaga hace lo que sabe hacer mejor: minimizar. Katia lo había
aprendido a punta de muertes, abandonos y traiciones, cada una un disparo a la
bandera que nunca se atrevió a izar. Era una mujer hermosa, pero lo había
olvidado. Más de una vez, la certeza de que si tenía poco se debía a que no
merecía más se había vuelto el eslogan de su existencia. Se quería a sí misma,
pero ya no sabía cómo demostrárselo. Para su cita con Míster Tecontéquetambiénsécocinar
no se tomó la molestia de maquillarse. El cabello lo llevaba anudado en una apresurada
cola de caballo muy casual. Un poco de rubor en las mejillas. El decoro le
prohibió salir a la calle en pants y a punto estuvo de cancelar cuando su
instinto beligerante le preguntó ¿estás
muerta? ¿No? ¿Entonces? Ahora no sabía cómo ingeniárselas para abandonar la
mesa del restaurante. El hombre hablaba pero sus intentos por ser elocuente no
causaban el más mínimo impacto. Katia sintió pena por él. De alguna forma, pensó, todos
hacemos lo posible por sobrevivir. Y es que permanecer en el planeta cuesta
tanto, a veces. El precio que se paga por el derecho de piso merma, siempre. Tantas
noches solitarias, tantas cenas para microondas, tantas fotos en facebook,
donde la felicidad de sus amigas resultaba asfixiante. La herramienta de aquel
hombre para sobrevivir era escribir cuentos, mismos que enviaba a Katia por
correo. Así se conocieron. La amistad fue estrechándose hasta que ella accedió
a salir a comer. A Katia le gustaban sus cuentos, en especial los que no tenían
un final feliz. Curiosamente, al principio no le resultó tan desagradable la
charla: el hombre había llegado puntual, su arreglo denotaba esmero, y la
loción le pareció agradable. Fue cuando su inseguridad comenzó a volverse
evidente que ella perdió el interés. Llegó el postre. Katia apenas había
probado bocado, así que la idea del flan le pareció repulsiva. En ese momento
ocurrió lo peor. Sin previo aviso, él sacó de su saco un estuche negro. Ante
los ojos aterrorizados de ella, lo abrió despacio. Un instrumento de metal
bañado en oro brilló.
- Toma – dijo él con timidez.
- ¿Qué es? – preguntó Katia tartamudeando.
- La llave de mi corazón.
- ¡No por favoooor!
– quiso gritar Katia. ¿Podía el hombre ser más ridículo?
- Gra… cias – dijo finalmente.
La
llave se sentía ligera y sólida.
- Cuesta mucho – dijo él - ¿Sabes? Cuesta mucho decidirse
dársela a alguien.
- ¿No estaría increíble? – preguntó ella absorta en los
reflejos dorados de la llave – Que en realidad uno pudiera tener la llave del
corazón de las personas.
Él
permaneció callado. Katia se había acostumbrado tanto a su voz monótona que
ahora que guardaba silencio su mente regresó de donde quiera que hubiera ido.
La mirada del hombre le pareció insultada, y ella no supo si pedir perdón por
lo que acababa de decir.
- No sé por qué lo
dices.
- Esta llave sólo es un símbolo – explicó ella con tono
molesto – Me refiero a que estaría incre…
Katia
se detuvo. Reclinándose hacia atrás, el hombre había abierto los botones de su
camisa y ella veía ahora una cerradura de bronce atornillada en su pecho. Katia
dudó. Aquella era la broma más perversa que le habían jugado. Dejando la llave
sobre la mesa, se puso de pie con la intención de marcharse. De pronto, una
extraña idea la obligó a detenerse. Tomando la llave nuevamente, la insertó en
la ranura de metal. Girándola hacia la derecha escuchó un click… y el pecho del
hombre se abrió.
Lo que
Katia encontró en la pequeña bóveda fue una madeja de objetos imprecisos. Al
jalar el primero, descubrió que se trataba de un recetario para una blind-date
exitosa: arréglate, compra una corbata nueva, perfúmate, trata de impresionarla
aunque sea con exageraciones, ella lo vale; el siguiente objeto era un
recordatorio cosido con hilo azul sobre una tela amarilla: no dejes de llamarle
al viejo. Luego fotos de bicicletas, una carta de recomendación, una grabación
en la que un jefe cruel le reclamaba por no haber entregado a tiempo cierto
reporte; voces burlonas que le recordaban su timidez, una carta de amor a su
maestra del sexto grado, una foto en la que un niño sonreía sobre los hombros
de un hombre fornido, un funeral; el cheque de una revista por la compra de un
cuento, otro cuento, luego cientos; la nota de un súper por una cena para
microondas. La madeja iba deshaciéndose conforme Katia sustraía los objetos.
Una chamarra de cuero con parches de equipos de futbol, un Ford Modelo T en
miniatura, varios dibujos obscenos. Frases garabateadas con carbón, el espejo
miente, karma y destino, acción y consecuencia, el perdón es a ti mismo. Y al
final, Katia es un país. Presa de la
curiosidad, Katia jaló un poco más. El carrete de objetos no cedía, como si de
pronto no hubiera más. Pero ella necesitaba saber el significado de aquella
frase. Se sintió engañada; de nuevo una envoltura vacía. Katia jaló con todas
sus fuerzas, hasta que la retahíla volvió a brotar. El último de los objetos
debió de estar conectado con los órganos, pues detrás de las frases comenzaron
a salir las venas, el hígado, los ojos, el fémur, la tibia, los pulmones, en
fin, todo lo que conformaba aquel ser humano. Cuando llegó al final de la
cadena, tenía en sus manos una maraña indescifrable de todo lo que había
constituido la vida del aburrido escritor de cuentos. El hombre había
desaparecido. Las campanas de la iglesia repicaron y un perro ladró
intolerante. Segundos después, el mesero se aproximó con la cuenta.
- ¿Qué sigue? – preguntó Katia con urgencia en la mirada.
- Me parece que debes buscarle a eso una envoltura –
respondió el mesero.
Acto
seguido, limpió la mesa de platos, vasos y mantel. Pero se aseguró de no
llevarse una diminuta llave de metal. A esa hora de la tarde brillaba como si
estuviera hecha de oro.
lunes, 25 de agosto de 2014
A una mujer
Entras y parece que no estás. Nadie nota tu presencia en
este lugar de caos de mesas y sillas, de impersonales meseros que vienen y van, de
mujeres arregladas para ser inolvidables aun a las nueve de la mañana; no se
detienen la camaradería ni el cuchicheo, el sonido de tacones sobre el mosaico,
ni los alimentos masticados con celeridad. No los culpo. De no ser por el
silbido de luz que me hizo parpadear continuaría sumergido en mi día
monocromático, en mis letras de siempre. Accidentalmente te vi entrar. Te seguí
con la mirada hasta la barra. Te inclinaste hacia adelante ordenando cualquier
cosa, tu voz perdiéndose anónima en el murmullo de la loza, en el canto chillón
de las bisagras, en el siseo melancólico de mis páginas sombrías. La falda
plisada te llegaba hasta el tobillo y lo que portabas no podría llamarse
escote. La palidez de tu piel podría haberse difuminado en la espuma de la
leche y tu cabello color tabaco no habría sido más que una adición a la
sencilla arquitectura del ambiente, de no haber sido porque te noté. Existen
mujeres cuya hermosura detiene el tráfico, que con un aleteo de pestañas ocasionan
huracanes. Hay ojos, amiga, que provocan infartos. He sabido de hombres que
mueren de desolación al quedar incinerados por atractivos incontenibles y
lapidarios. Pero tu caso es distinto. Tú vienes del fondo de la Tierra, te
forjaste a base de la sed del mundo, heredera de la belleza que se labra sólo
con paciencia y que no sabe de extinción. No eres estruendo, sino racimo; no
eres llamarada, sino luz. Eres, mujer, un rumor inquebrantable. Mirándote por
un cortísimo instante logro descifrar la fórmula con la que fuiste diseñada. Lo
tuyo proviene de una timidez genética que no tiene prisa, que no tiene meta.
Es. Tú significas y tu significado es primordial. Alrededor de ti todo se
apellida vulgar. Ahí tienes la razón por la cual nadie gira a mirarte: eres
invisible para el ojo acostumbrado a lo banal. Por ti nadie cantará borracho,
nadie intentará impresionarte gastando grandes sumas ni presumiendo carísimos
estilos. Quien te descubra, sin embargo, jamás te dejará partir, pues para él
la tuya será la belleza con la que el tiempo calibrará toda belleza. Para él
reservas un jardín con idílicos volcanes, un oasis coronado con vapor,
imperecederos surcos de agua. Te sientas en un rincón y me sonríes. Me
paralizo. Pretendo ver más allá de ti, un punto en el espacio. Me abochorna que
hayas atrapado mi mirada viajera; me aterra que al sentirte descubierta dejes
de estar, abandonándome en este mundo de soledad y escalofrío. Pero no te vas.
Aunque te delate sabes que nadie me creerá que existes. Estás a salvo a pesar
de mis ímpetus por gritar Eureka.
Regreso a mi libro cuando de pronto atisbo tu silueta poniéndose de pie y
marchándose. Miedo. ¿Será que aun sabiendo de mi anhelo decides dejarme vacío?
Las páginas tosen mientras cierro el libro. Golpeo la mesa al ponerme impulsivamente
de pie. Salgo tras de ti. La calle me atolondra, me intimida, te pierdo en el
gentío. Las manos me sudan, los pies me gritan ¡Pronto! ¡Más aprisa! En la esquina ya no estás y postrado muero de
angustia. Si te imaginé puedo imaginarte de nuevo. Entonces, tu mano en mi
hombro, un galopar del corazón. Giro y te tengo frente a mí. Tu voz es el
murmullo que escuché en tu boca cerrada. Ven, quiero que conozcas mi jardín.
domingo, 24 de agosto de 2014
El Plan Es Verte Desnuda
El plan es verte desnuda.
Eso de ir al cine y luego una cena, la verdad es que es opcional.
Lo tengo como plan B,
por si no quieres que te vea como te imagino
esas veces que no estás conmigo.
Por si se rompe la tubería del baño
o hay una fuga de gas.
Entonces sí nos vamos al teatro
o a visitar a tus papás.
Pero el plan siempre es verte desnuda,
sin morbo.
Quitarte la ropa, despacio.
Esparcirla sobre la sala, los zapatos primero;
luego la falda, la blusa.
Sentir la tela rozándote los hombros y los muslos.
Finalmente la ropa interior.
Hacerte creer que te creeré cuando me digas
que nunca esperaste que pasara,
que jamás imaginaste que pasaría
cuando lo único que he querido
es siempre verte desnuda.
Verte caminar, adueñándote del espacio.
Tus piernas rubias, tu cabello hasta la espalda,
tu cabello del color de la madera y del maple.
Tu cintura. Los huesos de tu pelvis. Tu ombligo.
Esos ojos color limón que se intimidan
cuando presienten cuál es el plan.
Mirar tus senos
enrojeciéndose en mis manos y en mi boca.
Y ahora sí,
con una explosión perversa,
besarte el cuello, y el cuello, y otra vez el cuello,
el que escondes cuando te sueltas el cabello.
Inundarme de tus olores secretos
Asfixiarme en ellos
como si fuera la única salida
Besarte como si en ello se me fuera la vida
Arrinconarte, atraparte,
provocarte el sudor.
Arrojarte sobre la duela,
escucharte asentir gimiendo no.
El plan incluye elevar tus piernas,
coser mis labios a tu piel,
sentir los surcos sangrando en mi espalda
cuando tus uñas la desgarren.
Ser un péndulo encima de ti,
ser un intruso dentro de ti,
que tú seas Troya y yo Babel.
Los truenos serán los del mundo
cayéndose a pedazos
mientras tú y yo caemos rendidos
y agotados.
Que la culpa nos encuentre tendidos,
y la vida, sublimados.
Ver cómo te levantas, y te vistes
mientras consultas el reloj.
Preguntarás en qué estoy pensando.
Yo encogeré los hombros
pues no sabré cómo explicarte
que desde que llegaste
todos mis pensamientos
giran en torno a ti.
Terminar de ver cómo te vistes,
cómo te anudas el cabello,
cómo te calzas los zapatos,
cómo revisas en el espejo que tu cara no delate
la evidente ausencia de inocencia.
Ver cómo te detienes en la puerta, dudando.
Tu sonrisa endemoniada
enmarcando lo que
tus labios preguntarán.
Abrirás la puerta y de pronto
las palabras juguetonas:
Amor mío, ¿cuál es el plan?
miércoles, 23 de julio de 2014
DM
Esta es una historia verídica que habla de tres manecillas que
vivían dentro de un reloj colgado en un quirófano
Jajajajaja okey
Por qué por dm?
Durante mucho tiempo las manecillas cumplían con su labor de contar el
tiempo. Lo hacían felizmente mientras en el quirófano los doctores...
… salvaban las vidas de los pacientes. Todo se complicó una mañana cuando
el minutero descubrió algo que lo dejó petrificado.
Se había enamorado de la manecilla que contaba los segundos.
Durante muchos días que fueron semanas que fueron meses que fueron años el
minutero escondió sus sentimientos, pues tenía miedo de que…
… ella pudiera rechazarlo. No había mucho que hacer. Ella vivía para su
simple labor y jamás se fijaría en él.
Y qué pasó?
Cada nanosegundo de su existencia, el minutero observaba a la delgada manecilla
de los segundos. Era hermosa.
Y su forma de correr hacia el futuro lo hacía suspirar cada vez más. Un
día, sintió que si no le hablaba a la manecilla de lo mucho que lo perturbaba…
… su corazón iba a explotar. Así que ideó un gran plan. El plan le pareció
genial, pero para estar seguro decidió contárselo…
… a la manecilla de las horas. Ésta, al escucharlo, lo reprendió: “¿tienes
idea de lo que pasaría si llevas a cabo tu estúpida maquinación?”
Oh, my!
“El Tiempo entero desaparecería y las repercusiones serían demasiado
serias.” El minutero se sintió más triste que nunca.
A pesar de sus esfuerzos por olvidarla, el amor que sentía se agigantaba con
los minutos. “No puedo soportarlo más,” gritó. Entonces, el minutero decidió…
… arriesgarse y seguir con su plan. La siguiente vez que la manecilla de
los segundos pasara encima de él, se abrazaría de ella y confesaría…
… aquello que llevaba guardando una eternidad.
Y luego!!!
En ese momento, la puerta del quirófano se abrió: los doctores llevaban a
un anciano en una camilla. El viejo se veía fatal.
Los doctores gritaban exigiendo medicamentos, antibióticos, equipo… el
viejo estaba muriendo. Por la puerta entró también, llorando, una…
… mujer joven. Al verla, el viejo extendió una dolorosa mano. “Por favor,
señorita,” dijeron los doctores. “Ud. no puede estar aquí.”
“¡Papá!,” gritó la joven mientras era arrastrada hacia afuera. “Por favor
perdóname. Debí de haber sido más…”
Y luego!!!
Arriba, la manecilla de los segundos corría como de costumbre, un tic y un
tac a la vez…
Más qué!!!
Tic tac tic tac tic tac tic tac tic tac tic tac tic tac tic tac tic tac tic
tac tic tac tic tac tic tac…
… hasta que finalmente pasó justo encima del minutero. Al ver sus
intenciones, la manecilla de las horas quiso detenerlo, pero no lo logró.
El minutero extendió los brazos y sujetó a la manecilla de los segundos con
todas sus fuerzas. “Te amo,” exclamó. En ese momento, Nash…
… el tiempo en el universo se detuvo.
Whattt!!! Qué
pasó!!!
Pero era sólo un
quirófano!!!
Y qué pasó con el
viejito!!!
No se movió ni un ave, ni una hoja, no respiró ningún humano.
Se pasmó todo!!!
La Tierra dejó de girar…
Y luego!!!
La manecilla de los segundos miró directamente a los ojos del minutero. “Siempre
he sabido de tus sentimientos,” le dijo.
“Y quiero que sepas que desde siempre he sentido lo mismo por ti.”
“No importa que el mundo no vuelva a girar,” continuó ella. “Lo único que
quiero es estar contigo.”
Y por un instante, el amor vivió para siempre.
Sin embargo, algo no estaba bien. Abajo, ambas manecillas descubrieron algo
insólito.
Awwww qué
bonito!!!
De los ojos de la joven, una lágrima rodó hasta caer al suelo. Aquello era
imposible. Fue con profunda tristeza que el minutero comprendió lo que ocurría.
Habían detenido el tiempo justo en el momento más doloroso para la hija del
viejo. Y si no encontraban la solución, su dolor se perpetuaría.
Así que ambas manecillas se miraron por última vez, esperando que ese amor
los aguardara para un mejor momento. El minutero abrió entonces los brazos…
… y la manecilla de los segundos volvió a correr tic tac tic tac tic tac
tic tac tic tac…
La Tierra giró de nuevo.
Justo antes de que la mujer joven fuera expulsada del quirófano, escuchó a
su padre decir “te amo… y te perdono.”
Nadie sabe si el viejo vivió o murió.
Lo que sí aseguran algunos médicos es que a partir de ese día…
Nooooo
… en ese quirófano…
… el tiempo no sabe ni se escucha igual.
Pensé por primera vez en esta historia en un estacionamiento de Santa Fe, una noche en la que me despedía de la Dra. Murow. Después de tres pésimas versiones, comprendí que el cuento encontraría la forma de contarse solo. No volví a acordarme de él hasta ayer en la noche cuando mi querida amiga Natalia Alonso (Nash) me comentó que estaba atravesando un momento amargo. "Cuéntame algo bonito," me pidió. Lo que acaban ustedes de leer es la transcripción del cuento como se lo conté vía twitter, con todo y los comentarios de Nash.
martes, 29 de abril de 2014
Decidí ser frágil
Decidí ser frágil
decidí ser incluso
lo que las flores llaman débil
el triángulo azul
en el cenit de una llama menguante
el vapor del vapor
la pestaña recordada por nadie
el que anhela
sobre los hombros de la Bestia
Decidí partir
para yo mismo olvidarme
la canción de protesta
el luto en el espejo
el adiós en la estación vacía
un algodón en la cuna
la promesa que me hiciste
el dolor acostumbrado
la respiración que se posa
en el salón muerto
acuarela en la lluvia
cementerio
de fosas vacías
Decidí volver
para no ser bienvenido
llorar por nada
reír por nada
sacar de la tierra
su última saliva
Y de espaldas al cielo
no gemir siquiera
ser frágil
la memoria del vaho
el vapor del vapor
lunes, 28 de abril de 2014
Cada vez
Cada vez que quiebra una librería un niño se pierde.
Todo el tiempo el niño es el mismo.
Siempre soy yo.
Todo el tiempo el niño es el mismo.
Siempre soy yo.
sábado, 19 de abril de 2014
Estoy Pensando en Ti
Estoy pensando en ti,
nada complicado, nada que no puedas saber
No hay suma, ni resta,
ni teorema universal
Me desperté y lo hice,
me preparé el café y lo hice
crucé la calle y pensé en ti
Nada masivo, ni voluptuoso
Nada que requiera de un acto circense
para que lo comprendas,
nada que deba escribirse con letras púrpuras
en la pared de tu casa
o en un cordillera nevada.
Así que no te abochornes,
ni te escurras de mí
Pero el perro de la esquina lo sabe,
el sermón de mañana hablará de eso.
Estoy pensando en ti.
Nada sentimental, mucho menos romántico
Sé bien de tus huidas
cuando te confrontas con la emoción.
Así que por favor no te preocupes
Aquí para ti nunca habrá flores
ni miradas arrebatadas
ni suspiros, ni reclamos
Aunque aquel ángel guardián
mantenga abierta la apuesta
sobre lo que ocurriría si alguna vez
se tocaran nuestras manos.
Estoy pensando en ti,
nada que exija correspondencia
o respuesta,
o el temperamento de tus cejas.
Simplemente pasó
Rocié agua y pasó,
abrí una puerta y pasó.
Ocurrió cuando pisaba el pasto,
mientras tostaba el pan
No puede evitarse.
Sé que no te sorprende,
con esto sueñan los tontos,
con esto especulan los sabios
con las especies que se crearían
si alguno de estos días
accidentalmente
se acercaran nuestros labios
Yo,
yo jamás pienso en eso,
como tampoco pienso
en lo que haría
si aparecieras en mi puerta
y me dijeras
pasaba por aquí
y vine
Vine sencillamente
porque estaba pensando en ti.
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