Para Aliza,
ידידות היא בית נפש יחיד בשני
גופות.
1
La
sensación de objetos puntiagudos rasgándole la piel fue lo que lo despertó. Al
abrir los ojos contempló con horror una tribu de ratas hambrientas que
recorrían su cuerpo con ánimo salvaje, al tiempo que clavaban sus feroces
colmillos en su carne. Decenas de ratas que mordían sus muslos, antebrazos,
cuello, paseando sus largas colas por el contenedor. Más por reflejo que por el
dolor que debía sentir, Daniel se estremeció violentamente y, sacudiéndoselas,
salió a la noche. Cayó del enorme contendor de basura dolorosamente. Algunos
roedores saltaban sobre él con la intención evidente de no dejar escapar la
cena. Una a una, las tomó del lomo arrojándolas contra la pared de un edificio,
pensando que la tibia sensación de su pelaje le provocaría náusea, pero para su
sorpresa fue como arrancarse un animal disecado e inofensivo. En el cielo, la
luna brillaba como un mesías agonizante y menor: ajena, impersonal y
desentendida, como una amante desdeñada por el cielo protector. Entre calles
húmedas y solitarias, Daniel caminó.
Entró
a la sala de urgencias y en el reloj de pared vio que eran las 3:46 AM. Apenas
mostró su rostro tras el cristal de la recepción, la enfermera en turno se puso
de pie de un salto y corrió a buscar al doctor de guardia. Daniel tomó asiento
entre la turba de ancianos, moribundos y achacosos que habitaban la sala de
espera en esa hora donde el mundo se ha vaciado y sólo los desposeídos
permanecen. Yo no soy ellos, pensaba Daniel,
a quien para entonces le costaba recordar cómo había llegado al interior del
contenedor de basura. Segundos después apareció un hombre de lentes y bata
blanca.
- Venga por favor.
Daniel
lo siguió al interior de un consultorio de leprosas paredes y muebles
desvencijados. Una enfermera lo sentó en un banco giratorio, y pidiéndole que
se quitara el gabán destazado, le arremangó la camisa. El asco que le provocaba
su proximidad se evidenció en la mueca torcida que apagó el rostro de la mujer.
Mirándolo de reojo, el doctor metió una hoja blanca en el rodillo de una
máquina de escribir.
- ¿Nombre? – preguntó.
Daniel
dictó su nombre completo, dirección, teléfono, antecedentes médicos, alergias,
adicciones. Las palabras salían mecánicamente, sin emoción, la semblanza de
alguien más que por casualidades del destino portaba su mismo nombre y vivía en
la misma casa. Fue entonces que se percató del deplorable estado que
presentaban sus ropas. Los jeans eran girones desiguales de mezclilla rasguñada
por un ejército de colmillos, lo mismo que su camisa, despedazada por el pecho
y la espalda. El gabán presentaba las mismas laceraciones. Los hoyos en las
suelas de sus zapatos de gamuza dejaban ver unos calcetines de color oscuro. No recuerdo habérmelos puesto. En la
bolsa del gabán, Daniel encontró su billetera y una corbata azul.
- Muy bien – dijo el doctor - ¿Recuerda usted cómo
llegó aquí?
- Estaba perdido. Vi el hospital y entré.
- ¿Le había ocurrido esto antes?
- No lo recuerdo.
Notó
también las heridas en sus brazos, ¿no
deberían de estar sangrando?
Haciendo
un pobre esfuerzo por ocultar la repulsión que le provocaba acercársele, la
enfermera colocó el baumanómetro en su brazo.
Presionó la bombilla y aguardó a que las agujas volvieran despacio al punto de
partida. Para su sorpresa, las agujas cayeron estrepitosamente. Frunciendo el
ceño, la enfermera colocó ahora el estetoscopio en el pecho de Daniel.
- ¿Tiene problemas
con estupefacientes?
- No.
- ¿Alcohol?
Daniel meneó la cabeza.
- A ver – dijo la
enfermera asustada – Tosa.
Daniel obedeció.
- ¿Estuvo en algún
altercado, alguna pelea en algún bar?
- No. No lo sé –
rectificó Daniel.
- Doctor, venga a
ver esto.
El doctor revisó los latidos de
su corazón. Una mosca revoloteaba alrededor de un foco.
- Esto no está bien
– exclamó el doctor mirando con susto evidente a la enfermera.
- ¿Qué pasa? –
quiso saber Daniel.
- ¿Hay alguien a
quien podamos llamar en caso de emergencia?
- Sí, mi esposa.
Pero ¿qué pasa? – Daniel se percató entonces que lo que debió escucharse como
una firme exigencia salió de su garganta como una tímida petición.
El hombre de
la bata blanca procedió a tomarle nuevamente la presión, al tiempo que
exclamaba ¡esto es imposible! y ordenaba a
la enfermera llame al Doctor Álvarez.
- ¡Qué pasa! – gritó
Daniel.
Mirándolo fijamente a los ojos,
el doctor le respondió:
- Sus signos
vitales... no existen.
- ¿Qué? ¿Qué
significa eso?
- Sabes
perfectamente lo que significa – aseveró el doctor regresando a su máquina de
escribir – Quiere decir que estás muerto.
Daniel hizo un estoico esfuerzo
por asimilar rápidamente la noticia de su nueva condición. Acariciando desentendidamente
la seda de su corbata, murmuró:
- Clarissa González.
Con certeza la encuentran en casa de su mamá.
2
El
consultorio hervía de actividad. Un enjambre de enfermeras entraba y salía
cubriéndose con pañuelos perfumados, llevando aparejos, revisando anotaciones
en blocks y repitiendo en voz alta los mismos datos una y otra vez. Alguien conectó
los nodos de un ECG directamente a su pecho, pero en la pantalla, en lugar de
los brincos y caídas que el punto de luz fluorescente debía pronunciar,
aparecía una perfecta línea recta acompañada de un constante y monótono sonido.
El Doctor Álvarez, Director del hospital, entró una sola vez para corroborar lo
que sus subalternos le habían advertido, y con un simple hmmmm, echó por tierra la esperanza de Daniel de poder contarse aún
entre los vivos. Lo que necesitaba ahora con urgencia era un rostro familiar,
una mano en su hombro, un abrazo que le asegurara que todo estaría bien. Daniel
deseó estar en casa. Un espasmo de terror se apoderó de él cuando, al buscar en
su memoria su rincón favorito, se dio cuenta de que no podía recordar cómo era
el interior de su recámara, ni su estudio. Cerró los ojos y, como las ondas del
agua en la tina o como las razones de la lejanía, la imagen de la cocina se
alejó hasta desvanecerse.
Para
las 5:37 AM la mosca en el foco se había multiplicado por cien, y todas
revoloteaban encima de él, dejando huevecillos en el interior de las heridas,
ahí donde la sangre siempre fue un coágulo inconcluso.
- Quiero irme de aquí – exclamó sin emoción.
Nadie
respondió. Daniel se puso de pie. Arrancó los nodos de su pecho y caminó hacia
la puerta del consultorio. Con evidente molestia, como si de un ultraje hacia
su dignidad se tratara, una de las mujeres de cofia dijo:
- ¿Adónde cree que va?
- A mi casa – respondió él inocentemente.
Con
un chasquido, la enfermera consiguió que dos hombres corpulentos lo detuvieran,
amarrándolo al banco giratorio. Cuando conectaron de nuevo el ECG, la línea
verde apareció junto con el agudo chillido de la máquina. Justo en ese momento
apareció Clarissa. Su rostro de mármol blanco reflejaba una tristeza
superficial que Daniel no pudo de inmediato descifrar.
- Mi amor – exclamó él tratando sonar coherente con
su intolerable situación – Por favor diles que esto es un error, que estoy
vivo. Explícales que tú y yo tenemos una casa, una vida, que esto que me está
pasando es absurdo.
Clarissa
permaneció callada. Durante algunos segundos lo único que hizo fue mirar hacia
el suelo.
- Daniel, no tengo nada que reprocharte. Tampoco
estoy diciendo que nada de esto sea tu culpa, pero por algo pasan las cosas.
Tal vez… no sé… tal vez esto sea una oportunidad para que nos replanteemos
nuestra relación, definir qué es lo que queremos el uno del otro.
Las
miradas de los presentes se anclaron sobre un Daniel diminuto.
- ¿Nuestra relación? ¡Eres mi esposa!
- ¿Por qué eres tan egoísta? – dijo Clarissa rompiendo
a llorar - ¿Por qué no puedes pensar un segundo en mí? ¡Lo único que quiero es
un matrimonio normal! Pero contigo… mírate. ¡Estás muerto, Daniel! ¿Qué crees
que van a pensar mis amigas cuando se enteren que duermo con…tigo?
- Que soy tu esposo.
- Ese es tu problema. La vida no es como tú quieres
verla. La vida es, y ya. Perdón, no
puedo seguir aquí.
- ¡Clar…!
A
la mitad del pasillo, con el rostro cubierto de lágrimas y rímel, Clarissa
concluyó:
- Hasta que la muerte nos separe, ¿te acuerdas?
Clarissa
salió por la puerta hacia la calle. Daniel corrió hacia la ventana arrastrando
tras de sí enfermeros y aparatos. Lo que vio del otro lado del cristal lo detuvo
en seco. En la acera, un hombre joven de ojos claros y barba cerrada abrazaba a
Clarissa, primero amistosamente, pero una vez que la ayudó a subirse a un auto,
la besó en los labios con dolorosa familiaridad. El automóvil arrancó y se
perdió bajo el manto de la madrugada. Petrificado, Daniel preguntó más al aire
que a nadie en particular:
- Dígame, ¿puede un hombre morir más de una vez?
Por
toda respuesta, el ECG emitió un solitario beep sólo para continuar un
segundo después con el incesante chillido.
3
La explicación a por qué no le permitían marcharse radicaba en el fenómeno mismo. El descubrimiento de un muerto viviente siempre daba excusa para una publicación en el ‘Scientific Journal’ o para ganar el Premio Nacional de Ciencias. A Daniel le llamaba la atención el hecho de que doctores y enfermeras por igual hablaran de su condición sin reparar en su presencia. Quizá si lo bañamos en formol, sugiero cubrirlo con plástico, preservémoslo en la morgue.
Poco
a poco los colores que antes pintaban la realidad fueron amalgamándose en el
espectro de los grises. Sonidos que había podido distinguir perfectamente le
llegaban ahora descompuestos, como si un filtro líquido distorsionara la cresta
de los agudos. La muerte había nublado su percepción sensorial. Pero no solo
eso. Las respuestas que horas antes había sido capaz de ofrecer se quedaban tartamudas
en su lengua. Dejó de recordar quién era, de dónde venía, hacia dónde se
dirigía. Un trasplante, sugirió un hombre que había estado manejando la
teoría de que Daniel volvería a la normalidad si un motor volvía a impulsar la
sangre por su sistema circulatorio. Pero nada se concretaba. Una doctora que no
había visto antes entró al consultorio y repitió por enésima vez la rutina de
las preguntas. No usaba cubre bocas ni el pañuelo perfumado, tampoco esgrimía
aquella mirada de repulsión que endurecía los rostros de quienes lo observaban.
En sus gestos y ademanes, al colocar amistosamente la mano sobre su hombro,
Daniel encontró empatía. Sin embargo, no pudo contestarle nada sobre su vida
anterior; ignoraba si había sido astrofísico o músico de filarmónica, si había
develado el misterio de la genética de las coníferas o si en algún laboratorio
se había ensuciado las manos definiendo π. ¿Jugaba con los números o con las
letras? Tampoco recordaba el nombre de sus padres, si tenía hermanos, o el
nombre de ningún amigo. Todas eran preguntas que debían dolerle, pero ahora
simplemente se sublimaban en una vaporosa melancolía. Cenizas de keroseno, como
si un puñado de fotografías de su futuro se hubieran apagado en su boca. El
espeso enjambre de moscas no dejaba de posarse sobre Daniel y la doctora.
Afuera del consultorio, el escándalo ardía.
- ¿Qué sientes? - preguntó ella.
- Una rencorosa apatía – respondió él tras
meditarlo.
Entonces,
la doctora desanudó sus ataduras.
- Vete – dijo - Ellos no merecen que tú seas su
respuesta.
Sin ser visto, Daniel caminó
hacia la puerta del hospital. Cubriéndose el rostro con el cuello del
abrigo, regresó clandestinamente al mundo, ahí donde el solitario mantiene su
pacto inquebrantable con la madrugada.
4
Durante las siguientes horas Daniel caminó por artríticas calles que lo detestaban, ladrándole. Buscaba en los rostros grises de quienes se topaban con él alguien que pudiera reconocerlo, sacudirlo, decirle no fue en vano. Su reflejo, al que tardó algunos minutos en acostumbrarse, lo atrapó devolviéndole una figura leprosa y vagabunda, un ceño ataviado de desconfianza, diez mil corvas en la espalda, rulos grasientos en los cabellos; dos cadavéricos pómulos resaltaban sus oscuros ojos desprovistos de luz. Lo primero que se pierde al morir es la semiótica de uno mismo. Luego, la noción del tiempo. Llevo muerto toda mi vida. Continuó su camino apenas consciente de los perros y las ratas y las moscas que lo seguían, el Flautista ignorado por una Hamelin indiferente, meretriz y decadente.
En un callejón sombrío encontró
un niño tiritando de frío. Daniel se quitó el gabán pero, antes de podérselo
entregar, el pequeño se lo arrebató.
-¡Está roto! – reclamó - ¡Y apesta!
Afuera de una iglesia, sobre una
escalinata de ladrillo bañado por un sol de cromo, una novia vestida de blanco
lloraba sosteniendo temblorosamente una carta. En el teléfono, un hombre mayor
juraba a su esposa que iba a cambiar siempre y cuando le diera otra
oportunidad. A Daniel cada uno de ellos se le figuró el producto inconcluso de
una madre anémica y despreciable, criaturas confeccionadas para avergonzar a la
tierra que los parió. Troncos sin raíz, tallos enfermos y desnutridos. Sintiendo
literalmente los huesos de su cuerpo desintegrándose, Daniel buscó refugio en
el interior de un bar.
Adentro, ojos amarillentos
perdidos en botellas ámbar, tubos de acero de los que deformes trapecistas
desnudas giraban y pendían, meseras dejándose inquietar mientras limpiaban
salivaciones deshonrosas, la otra idea del Edén. Dejándose caer sobre una
silla, Daniel esperó lo peor.
- ¿Tiene para pagar? - le preguntó una mujer
escotada.
Daniel se encogió de hombros,
pues la quijada había dejado de responder por él. Acto seguido, un vaso
sudoroso apareció sobre una servilleta. Enfrente, una pareja discutía
acaloradamente; él suplicante, ella… lo de siempre. Por la puerta, la doctora
que le había ayudado a escapar apareció. Miradas lobunas la siguieron hasta la
mesa donde él se encontraba intentando rescatar el sabor de su bebida.
- Ni siquiera el hielo me escuece - dijo.
- Yo sé - respondió ella.
- ¿Cómo me encontraste?
- ¿Estás bromeando?
Por la ventana podían verse las
centenas de animales que habían sido convocados por la tremenda peste.
- Dejaste una gran conmoción en el hospital, se les
escapó su premio Nobel.
Pero él sólo meneaba los hielos.
Ella lo miraba nerviosamente, ahuyentando con sus dedos decrépitos a las moscas
que la habían seguido al interior. Entonces, en medio del funesto estropicio,
acercó resueltamente sus labios e intentó besarlo. Echándose hacia atrás,
Daniel la rechazó tajantemente dejándola con los ojos cerrados y la cabeza
reclinada en el aire.
- Es el truco más vulgar - mencionó con voz neutra
- Pretender que volveré a ser tu maldito experimento solo porque te atreves a
besar a un cadáver. Por ti me llevo la imagen de una humanidad indecente y
pagana.
Daniel intentó ponerse de pie.
Sin embargo, sus atrofiados huesos no pudieron con el peso de su cuerpo
putrefacto. ¡Qué grandioso espectáculo debo de ser que no te atreves a
largarte! Entonces, sin dejar de mirarlo, inmersa en toda aquella
vulgaridad, ella desabotonó su blusa y dejó asomar en su pecho un boquete del
tamaño de un puño, justo ahí donde debería encontrarse su corazón.
- Tampoco recuerdo quién soy - exclamó.
A Daniel se le murieron las
palabras. Durante algunos minutos lo único que pudo escucharse en el bar fue el
taladrante zumbido de las moscas. Finalmente, dijo:
- Ojalá tuviera un corazón.
- ¿Y ser como ellos?
Él
la vio. Se encontró con un cabello rubio pajizo que se rehusaba a entiesarse,
una tez de casablanca que repelía las sombras y una bella y tenue sonrisa de
paciente aceptación. Los ojos, cada uno un grial verde radiante y rabioso,
transformaban la perspectiva de una muerte horrenda y solitaria en la
posibilidad de un último suspiro digno y tranquilo. Como él, ella estaba muerta,
pero en aquella muerte él encontró significado. Haciendo acopio de las últimas
fuerzas que le quedaban, tomándola de la mano la llevó a la calle, lejos del
bar, lejos de los hombres, afuera de la ciudad.
En
un baldío se desplomaron. Recargaron sus cuerpos contra el tronco seco de un
árbol. Abrazados, rogaron en silenciosa comunión por el paso de una erosión que
los llevara lejos. Pero seguían ahí. El tránsito del viento delos siguientes
días los empujaba cada vez más el uno hacia el otro, hasta que la sombra de su
respiración desplazó la memoria de otras caricias. De sus cuerpos abrazados brotó
moho y pasto, y en el milagro había propósito. Con elegante obediencia ambos aceptaron
convertirse en una escultura de hojarasca. Con el paso de los años aun los
perros y las moscas se olvidaron de ellos. El peso de hojas secas que caían, la
hiedra que los anudaba y el reptar de insectos invertebrados terminaron por aproximar
sus labios. La gravedad se encargó del resto. Invisiblemente, él se deslizaba
sobre ella; imperceptiblemente, ella decía sí. Sin haber perdido del todo la
consciencia, sintieron aquel beso perpetuarse más allá del tiempo que tanto
habían temido. Ahora sólo quedaba comprender que detrás de cada acción, de cada
olvido, de cada ¿por qué?, había designio.
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