Fue su teoría sobre el tiempo lo que lo destruyó. Alguna vez había sido joven y muchos habían augurado para él horizontes sin límite. El científico más brillante de su generación, respetado por sus colegas, distinguido por los dirigentes de la ciudad, alabado por los comunes. Sus ideas habían cambiado la manera en la que se percibía el universo, y sus leyes cuánticas ayudaron al hombre a comprender las mecánicas que gobernaban a los mundos dentro de los mundos. Tenía reconocimiento, fama y fortuna. Pero el tiempo se lo había arrebatado.
Una mañana, después de un encierro de más de seis años
que tuvo a la ciudad entera en vilo, apareció en la Sala de Gobierno meneando
histéricamente un fajo de hojas repletas de números, y preso de una misterioso
terror proclamó que nada de lo que se conocía o llegara a conocerse podría
jamás ser posible.
-- ¡Absolutamente todo es una mentira! – gritaba. – Nuestras leyes,
paradigmas, teorías, hipótesis. Nos hemos engañado durante siglos.
En su angustiosa explicación, a los azorados presentes
dijo que ni siquiera podían catalogarse como mentiras las conclusiones a las
que los sabios habían llegado, pues una mentira sólo puede probarse con una
verdad y la verdad había dejado de existir.
-- Lo que perciben nuestros sentidos no es real – dijo. – Incluso dudo de
la presencia de cada uno de ustedes, dudo de los efectos de mi propia voz. Después de haber abordado el problema científicamente, puedo asegurar
que la única verdad irrefutable es que vivimos en un sueño.
Poco a poco, primero con
disimulada discreción y luego con vulgar desparpajo, las risas de sus pares y
de los príncipes de la ciudad inundaron la galería. Desesperado, el joven científico
intentó explicar que el tiempo era un concepto que debía descartarse por
engañoso y que, contrario al saber humano que aseguraba que podía medirse e
incluso manipularse, actuaba a capricho.
-- ¿No fuiste
tú quien aseguró que pronto tendrías el conocimiento para viajar en el tiempo?
– preguntaron sus colegas sin dejar de reír.
-- Me
equivoqué. El tiempo es una substancia inteligente y debe tratársele como tal.
-- ¿Y qué
propones que hagamos? – le preguntaron.
-- Entrar
en contacto con él – respondió tajantemente el científico. – Después de todo,
somos sus propias creaciones.
La reputación del científico se
desintegró casi al instante. Tildándolo de loco, por decreto real fue expulsado
de la Academia de Ciencias y en las calles de la ciudad las personas lo
miraban, señalándolo. Los teatros y restaurantes en los que antes era
bienvenido ahora le cerraban las puertas y en los congresos de matemática y
física se contaban chistes a costa suya. Sin embargo, no era haber perdido la
fama y el dinero lo que le arrugaba el corazón, sino el saber que había
dedicado su vida y su genio a una falacia.
Así, del calendario se desprendieron
las hojas de muchos meses. El escarnio del que había sido víctima se evaporó
con el tiempo y poco a poco los habitantes de la ciudad lo fueron olvidando. Ya
siendo un viejo, apenas pudo encontrar un pequeño establecimiento cerca de la
muralla norte donde el sol del mediodía calentara sus huesos y los transeúntes pasaran
de largo sin dedicarle un guiño.
Sentado en una mesa al final de la posada, el científico era
irreconocible. Su piel ajada mostraba ahora el óxido que se impregnaba en el
acero de los navíos una vez que la sal del mar ha producido su efecto
corrosivo. Una capa gris cubría su cabellera y de vez en cuando retiraba los
bifocales que descansaban sobre su alargada nariz para sobar sus párpados. Aunque
tiempo y edad carecían de significado para él, era evidente que la juventud se
había escurrido como arena en un reloj. Invisible a los demás, escribía
lentamente, como si con la muerte hubiese pactado una tregua secreta y el
último de sus días no tuviera prisa en llegar. Con mano temblorosa garabateaba
en un cuaderno fórmulas matemáticas, ecuaciones, exponentes, factoriales y algoritmos
con el único objeto de probar la hipótesis que seguía mortificándolo. En su
mente rondaba la sospecha de que habiendo sido él quien descubriera las trampas
del tiempo, ahora, vengativo, el tiempo lo mantendría vivo indefinidamente,
vivo y lejos de la redención.
Esa tarde, harto de garabatos y sinrazones, decidió darse
por vencido. Cerró el cuaderno consciente de que la vida era un sofisma, un
vicioso silogismo que pretendía hacer pasar por día lo que en realidad eran
tinieblas, y como ciencia lo que era sólo un malabar. Justo en ese instante (sincronías
que jamás podrían probarse en un laboratorio), por la puerta apareció una mujer
a la que no tardó en reconocer. Ya antes había estado ella en el mesón, pero
por alguna razón que escapaba a su raciocinio, aquella tarde en sus ojos la
mujer cobró relevancia. Era joven, de pequeña estatura, cabello rizado y ondulado,
y labios color rosado prestos a reír a la primera provocación. Se movía con
gracia, como electrones que zigzaguean seducidos por la gravedad indetectable
del mercurio. Resultaba embarazosa la forma en que el científico buscaba pretextos
para ojearla, pues para su mente lógica y pragmática subjetividades como atracción,
belleza y perfección pertenecían al mundo de lo efímero e inservible. La única belleza
del mundo estaba en lo cuantificable, en las ecuaciones que la naturaleza redactaba
sobre sí misma en partículas infinitesimales o en macroscópicas galaxias. La
miraba de soslayo, la palidez de su piel, las finas facciones de su rostro, el
azul de sus ojos atrayéndolo igual que un agujero de gusano atrae la luz de las
más distantes estrellas. Defendiéndose de aquella sensación desconocida,
inmediatamente la descompuso en elementos que pudiera comprender y catalogar. Aquellos
enormes ojos azules no fueron entonces más que el producto de una rara mutación
genética en la que el estroma se interponía en el camino de la luz cuando ésta
era reflejada por el epitelio del iris hacia el exterior. Un error de la naturaleza.
La nívea pigmentación de su piel era otro discurso genético involuntario,
posiblemente producido por falta de proteínas de la madre. Al dividirla en módulos,
el profesor tranquilizaba el absurdo redoble que sentía en el pecho.
Aquella tarde, la joven entró acompañada de un grupo de
jóvenes ruidosos y altaneros. Al verlo solo en el rincón, uno de ellos lo
reconoció y comenzó a susurrar su nombre, señalándolo. En un segundo, el grupo
miraba al científico como un chacal atisba a una cebra. La sensación de
sentirse objeto de mofa recorrió su viejo cuerpo como un torrente de
electricidad fría y fatal. Un joven alto y de complexión atlética, se acercó a
la mujer y, abrazándola cariñosamente, le murmuró al oído frases que la
hicieron sonrojarse. Ella miró al científico negando con la cabeza. El atleta
insistió, besándola en el cuello.
-- ¿Por qué no vas tú? – reía ella.
-- Hazlo por mí. Te premiaré – dijo él.
Aceptando el reto, ella se acercó al científico con
renuencia. Su ejercicio de descomposición dejó de surtir efecto. El nerviosismo
en su interior lo hizo palidecer. Pretendiendo ignorarla, el científico
mantenía la cabeza sobre la taza de café.
-- Disculpe, ¿no impartía usted la clase de mecánica aplicada en la
universidad?
-- Sí -- respondió el científico con una mueca de enfado – Pero eso fue
hace mucho tiempo.
La
muchacha miró de reojo hacia la mesa donde se encontraban sus amigos.
-- Mis amigos quieren saber si es cierto lo que se dice de usted.
-- ¿Y qué se dice de mí? – preguntó él con un gruñido.
-- Que viajó en el tiempo.
-- Si son ellos los que quieren saber hubieras dejado que ellos hicieran el
ridículo.
La
sonrisa en la mujer desapareció. El científico esperó que eso fuera suficiente
para que ella diera media vuelta y se marchara.
-- Yo quiero saber – dijo ella abandonando el tono infantil. -- ¿Es verdad
que se puede viajar en el tiempo?
El
científico la miró por algunos segundos.
-- Sólo un estúpido podría pensar que yo dije eso.
-- ¿Se puede?
-- No. Lo que dije fue que el tiempo puede viajar por nosotros.
Presa de
la curiosidad, la joven inclinó la cabeza. Acariciándose los ojos, el
científico explicó:
-- Nos gusta imaginar al tiempo como una constante lineal, elíptica o, en
el mejor de los casos, relativa. En todos los casos el hombre es el viajero. Y en
todos los casos viaja hacia adelante. Yo propuse que, en el entramado del
universo, es el tiempo quien decide viajar a través del hombre.
-- Eso es imposible -- rebatió ella con genuino interés. -- El tiempo
siempre sigue su cauce. Nadie puede detenerlo. Usted no sería…
-- ¿Viejo?
-- Disculpe. No quise…
Desde la
otra mesa llegó el sonido de un silbido. El joven deportista se estaba
impacientando. Tal parecía que la broma que buscaban perpetrarle no estaba
saliendo como lo habían planeado.
-- ¿Qué ves aquí? -- El científico señaló la montaña de cenizas que colmaba
el cenicero en el centro de su mesa.
-- Cenizas -- dijo ella.
El viejo
tomó la servilleta de tela que descansaba en sus piernas y, cubriendo el
cenicero, preguntó: ¿estás segura?
-- Apostaría el tiempo que me queda esta tarde.
Haciendo
un gran esfuerzo que se notó en su rostro, el científico cerró el puño con
todas sus fuerzas. Abrió entonces el puño y, retirando la servilleta, dejó caer
el contenido sobre el recipiente. La mujer no podía dar crédito a lo que
apareció frente a ella. Las cenizas que antes rebosaran en el cenicero de
cristal se habían convertido en polvo de diamante, fino y refulgente bajo la
luz del atardecer.
-- ¿Cómo hizo eso? -- exclamó ella.
-- Tiempo y presión -- respondió el científico. -- Yo ejercí la presión,
pero dejé que el tiempo viajara a través de las cenizas.
La mujer
tomó una silla y se sentó. A unos metros, el atlético joven golpeó frustrado la
mesa con la palma de la mano, haciendo que dos vasos cayeran sobre el suelo,
rompiéndose.
-- ¿Puede entonces detenerse el tiempo? -- preguntó ella sin prestar
atención al berrinche de su novio.
-- No, pero podemos detenernos nosotros.
-- Hágalo.
Entonces
ocurrió el milagro. Sin apartar la mirada del rostro de la hermosa joven, el
científico sintió una descarga de energía que atravesó su cuerpo; le pareció
que desde su nacimiento hasta aquel preciso instante, el transcurso de su vida entera
podría medirse en un nanosegundo volátil y olvidable, pero que al mismo tiempo esa breve charla podía
extenderse más allá de las manecillas del reloj. La atracción que sintió era
innegable. Los ojos azules dejaron de ser elementos dispersos que se
reagruparon instantáneamente en un solo significante, y cuyo resultado fue algo
inesperado: la más absoluta elegancia. Brillaban incandescentes, como
fuegos beduinos que incendiaban una esfera de antimateria. Sintió una peculiar y
desconocida opresión en algún lugar de su espalda, o su pecho, o su nuca, dolor
que se transformó en compasión por él mismo. Tanta vida dedicada a encontrar la
verdad en los números, cuando la suma de todos ellos jamás podría descifrar la
belleza que ahora se encontraba sentada en su mesa. Impregnado por la necesidad
de sublimarse en ese dogma recién descubierto, comprendió que su existencia carecería
de significado si le permitía marcharse sin decirle, sin tocarla. Aquí está mi redención, pensó, en ella está lo que el tiempo me debe. De
todas las rutas críticas posibles para conseguir que ella comprendiera su
dilema, el científico escogió la más simple: optó por besarla.
-- Por favor, haga que el tiempo se detenga – pidió ella.
El científico la ignoró,
como ignoró también la reacción que el atleta tendría ante su atrevimiento. Sin
embargo, su aplomo quedó reducido a polvo cuando descubrió la nueva trampa en
que había caído. Calculando los metros que lo separaban de su objetivo, se
percató que aquella distancia podía naturalmente dividirse por la mitad. La mitad de dos es uno.
-- ¿Qué harías si pudieras contemplar la eternidad? -- preguntó él.
-- Me asustaría -- respondió ella.
-- Cierra los ojos.
Ella obedeció. Cuando los ojos azules quedaron cubiertos
por los delicados párpados de la mujer, él partió la nueva distancia por la
mitad. Un metro partido por la mitad es
medio metro.
-- ¿Qué ves?
-- Sólo lo que recuerdan mis ojos -- respondió ella.
-- Ábrelos.
A su
alrededor, las personas en el mesón conversaban, se movían, reían, comían como
lo habían estado haciendo segundos antes; todo seguía igual, pero distinto.
Cada uno de ellos se veía diferente, como si pertenecieran a otro tiempo, o
mejor dicho, a un instante en medio del tiempo. La mesera limpiaba los
fragmentos de cristal roto en el suelo como si una niña de seis años se
encontrara atrapada en el cuerpo de una mujer de veintiséis. El gordo de la
caja cobraba las notas con la ligereza de un gimnasta; y el novio atlético
semejaba a un viejo de noventa, decrépito y falto de energía vital. Le costaba
mover el cubierto, le dolía masticar. Pero no era lo único. La trasgresión del
tiempo natural ocasionaba que las cuerdas cuánticas produjeran un sonido
parecido al de un flautín. De pronto, la atmósfera se llenó de una hermosísima
música invisible. La joven miraba hacia todas partes, fascinada, con los vellos
erizándosele en los brazos. Frente a ella, el científico temblaba mientras
descubría lo inevitable. La distancia que resultaba de dividir cualquier número
entre dos podía dividirse a su vez por la mitad, así sucesivamente. ¿Cuántas
veces podía dividirse la distancia que los separaba? La respuesta sonó en su
mente onírica y terrible: interminablemente.
¿Cuánto tiempo le tomaría entonces alcanzar los labios de aquella joven?
El científico sintió desmayarse, pues mientras ella
danzaba con la música de la eternidad, él caía víctima de los caprichos del
infinito.
-- ¡No se dan cuenta! -- exclamó ella maravillada mientras atestiguaba la
extraña coreografía a su alrededor. -- ¿Hace esto siempre el tiempo?
-- Siempre es una palabra inasible. Prefiero decir constantemente.
-- A mí me gusta más siempre –
dijo ella sin dejar de observar.
-- ¿Quieres hacer trampa? – preguntó él.
-- Sí.
-- Cierra otra vez los ojos. Dime, ¿qué ves ahora?
-- Veo jóvenes convertidos en viejos, y viejos que ahora son niños.
-- ¿Qué más?
Temiendo
que aquella nueva burla del tiempo lo dejara miserable y exánime por el resto
de sus días, aprovechó la distracción de la joven para encontrar una solución a
su dilema. Probablemente, para vencer la distancia en el universo real, esa
sábana de espacio-tiempo que sujetaba las fibras más ínfimas y delicadas y que
sostenía al resto de los universos posibles, tendría que moverse más rápido que
la luz. Fue así que el hombre viejo apostó el resto de su vida en un viaje que
físicamente lo despedazaría. Depositó todas sus fuerzas en las piernas, y con
toda la determinación de que era capaz, dio ese
salto cuántico. En menos de un segundo, claramente vio las vertientes del
universo reduciéndose hasta el punto de origen. Sin embargo, para su propio
horror, cada centímetro que sobrevolaba en dirección a los labios de la joven
volvía a partirse en dos, y luego en dos, y más tarde en dos, de igual forma
cada vez. Constantemente una mitad que recorrer.
-- Veo criaturas que estuvieron en este mismo lugar muchos siglos atrás, y
bestias humanoides que estarán en años por venir. ¿Usted puede verlos?
-- No -- respondió él acercándose más y más, dividiendo tiempo y distancia,
su mente un laberinto en el que complejos diferenciales e integrales se rendían
ante la inclemente sencillez de lo inexorable. -- Mi tiempo está invirtiéndose
en otro asunto.
A un lado
suyo vio pasar la historia no contada de la humanidad, versiones de sí mismo
que irremediablemente desembocaban en ese mismo escenario. Envejeció y volvió a
nacer. Avanzó aún más rápido, la piel incinerándole los huesos. Finalmente, la
distancia cedió. Convertida en polvo, permitió al científico aproximarse a la
joven más y más y más. Inclinando levemente la cabeza, el viejo sintió la
proximidad de sus labios, la sombra de la sombra, hasta que…
El joven
atleta golpeó su mesa. Intempestivamente, la muchacha abrió los ojos. Su mirada
mostraba la sorpresa que la invadía.
-- ¿Qué diablos te pasa? – preguntó el muchacho. -- Queremos irnos desde
hace horas y tú aquí perdiendo el tiempo.
De pie,
justo a la mitad entre su silla y la de la joven, el científico se sintió
ridículo. Adentro, en su pecho, el corazón se contraía bajo el peso del tiempo
y la presión, el diamante volviendo a ser ceniza.
-- Hasta luego, profesor -- dijo ella levantándose para seguir al joven.
-- Espera -- dijo el científico -- Aún no me has dicho cómo te llamas.
Ella se
detuvo. El científico esbozó entonces una leve sonrisa de triunfo. Reclinándose en su
silla, aguardó agradecido la eternidad que le tomaría mencionar su nombre.
Con un sincero agradecimiento a @octum @naufig @juanhellou y @ryu75
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