lunes, 22 de agosto de 2016

Tic Tac Tic Tac

Este cuento está dedicado con gratitud
a Andrea Marcor, Daniela Romano,
Diana Romero y Tania Zaga:
ellas me hicieron imaginar.

            El reloj colgado en la pared del quirófano marcaba las 9:14 pero nadie había para atestiguarlo. Casi siempre, la sala ovalada de mosaicos azules se hallaba rebosante de actividad, alguna operación de emergencia, una cesárea o un trasplante. A veces, los enfermeros se reunían clandestinamente para fumar o jugar a los naipes. Sin embargo, a esa hora de la noche el lugar se encontraba estático y en un silencio casi absoluto. Lo único que se movía eran las tres agujas del reloj de carátula redonda que colgaba en la pared, y si no fuera por el sonido característico que producía el instrumento ni siquiera el Tiempo sería consciente de su propio tránsito.
            Para el minutero, la labor que desempeñaban él y las otras dos manecillas era la más importante de todas. Si le preguntaran, sin falso orgullo explicaría que la rotación del mundo – y del universo mismo – dependía del elegante y continuo fluir de su camino, el cual quedaba de manifiesto con los dos breves pero precisos chasquidos, a los que la humanidad se había ya acostumbrado. Tic, tac. Siempre iguales, siempre puntuales, siempre eternos. ¡Cuán conocidos eran esos sonidos, cuán relativos! Pero el minutero no se engañaba, estaba al tanto de la negligencia con la que se les trataba. Para los hombres ellos eran sólo un mecanismo funcionando. ¡Ay de ellos, que desconocían lo que perdían en cada chasquido!
            El minutero no reparaba en estas pequeñeces. Su existencia estaba ligada a su trabajo y a todo lo que de su exacta ejecución dependía. La construcción de ciudades, el erguimiento de estatuas, el transcurso de las palabras; una guillotina cayendo, las agujetas de un zapato desanudándose, el sudor que se convierte en gotas en una ventana, los eclipses y los menguantes, las yemas de los dedos recuperando su rosado original; la ansiedad, el dolor, la espera, una vena hinchándose; la electricidad que permanece en los labios, una pestaña meciéndose, las ondas en una taza de café, el olor a mariposas negras dentro de una morgue; un gato rasguñando el poliéster, una pupila que se dilata, un juez casando a unos novios, un viejo que dice no te perdono, la velocidad del sonido, Dios ordenando hágase la luz, la artesana que tiñe de rojo su telar, un hombre llorando en la sala vacía de un cine, el desafío a la gravedad. Todo se supeditaba a ellos; sin ellos tres la vida no existiría. A pesar de la testarudez del hombre en dar por sentado el paso del tiempo, las manecillas cumplían estoicamente su misión, y de no haber sido por un incidente que pasó desapercibido para todos – y que puso en riesgo la continuidad del cosmos – podría decirse que ellas jamás dudaron de su vocación.
            Se trató de un error, una eventualidad fuera de la ley, un cansancio del destino que pudo haber acarreado consecuencias funestas. Esa noche, después de que dos mujeres con batas verdes y zapatillas de tela terminaron de asear y desinfectar la sala, el reloj se quedó solo pronunciando su imbatible sonido. Tic, tac. Todo aparentaba transcurrir como de costumbre: la manecilla horaria, lenta y sabia, se arrastraba lánguidamente hacia el siguiente dígito. Por su parte, el minutero, atento y precavido, se enorgullecía de sus saltos, mientras que la aguja de los segundos, cándida y joven, corría alegremente en pos del futuro. Entonces ocurrió el milagro. Sin darse exacta cuenta de cómo ni por qué, el minutero sintió el roce de la manecilla de los segundos cuando ésta realizaba su afanosa carrera por alcanzar el siguiente minuto. Nadie lo notó, fue un desvío imperceptible. La fricción fue tan mínima que el mundo siguió su cauce sin parpadear. El segundero se alejó cantando, pero él, metafísicamente trastornado, quedó marcado para siempre. Si para la vida no hay explicación, tampoco para la ardiente emoción que lo conmovió a partir de ese momento. Antes, jamás había reparado en ella. Ahora eso había cambiado. Por primera vez apreció que la piel de la manecilla tenía el color de la nuez y que su cabello, ondulado y rebelde, muchas veces llegaba a la cita antes que ella. O se atrasaba según su capricho. En sus ojos, el guardián de los minutos descubrió una felinidad cautivadora que lo electrizaba casi paralizándolo, y, al seguirla con la mirada, descubrió que no corría de un segundo al otro como él lo había inferido, sino que en realidad daba brincos como si sus pies fueran de una goma volátil e insubstancial. Con todo, lo que más lo perturbó fue el aroma que ella dejaba en cada vuelta y que se desvanecía casi tan pronto como lo aspiraba. Era dulce como la madera que no envejece.
            Desde aquel brevísimo contacto, él no dejó de pensar en ella, y como ocurre siempre en estos casos, con el primer suspiro apareció la ansiedad. Impacientemente, el minutero comenzó a asomarse detrás de los números aguardando el retorno de la aguja. Los 61 segundos que a ella le tomaba completar el ciclo se volvieron eternos. Tic, y ella no aparecía; tac, y no llegaba. Cuando finalmente se acercaba, el encuentro fugaz sólo acrecentaba en él la intranquilidad propia del enamoramiento. Luego ella volvía a marcharse sin mirar atrás, a dar una vuelta más al reloj. Conforme él se iba percatando de que su amor jamás sería correspondido, cada chasquido se convertía en una espina que le daba en el alma. Contrario a lo que uno podría suponer, el minutero aprendió a maldecir el Tiempo.
            El sudor en sus manos y la enfermiza palidez de su rostro no pasaron desapercibidos para la aguja de las horas, que, aprovechando un momento de cercanía, le aconsejó que se olvidara de todo ese asunto. No hay nada que hacer, dijo la manecilla sabia. Tiene razón, supuso el minutero. ¿Cuándo se había sabido de semejante atrocidad? Sólo un loco podía pensar que un encuentro amoroso de tal índole sería posible. El minutero prometió olvidarla y la aguja de las horas no encontró motivos para dudar de su promesa. Por todos era sabido que lo único que tenía palabra era el Tiempo.
            Pero, a pesar de sus esfuerzos, el minutero no dejó de pensar en ella ni de entristecerse cada vez que la veía partir. Entonces decidió hacer algo al respecto. Una mañana en la que todo parecía regirse bajo la normalidad, repasó por última vez las palabras que le diría a la desprevenida manecilla cuando ella volviera a pasar encima de él. Sus manos sudaban con un nerviosismo atolondrado y su garganta se había transformado en un enjambre de sufridas confesiones. Así, cuando por el horizonte curvilíneo la vio aparecer, supo que la hora había llegado. Pero nada es como uno lo planea. Justo en el momento en que se disponía a detenerla por el hombro, las puertas del quirófano se abrieron violentamente y dos enfermeros entraron cargando a una mujer que gemía de dolor. Detrás de ellos, un doctor gritaba instrucciones al tiempo que les pedía a los enfermeros que sujetaran fuertemente a la mujer y la mantuvieran con las piernas abiertas. La mujer no dejaba de golpear la mesa de operaciones y de vez en cuando se llevaba las manos al vientre, en el que crecía una enorme y puntiaguda protuberancia. “¡Sálvelo, Doctor!,” suplicaba lastimosamente. “¡Salve a mi hijo!” El médico desgarró su ropa interior y asistido por una enfermera introdujo sus manos enguantadas en el cuerpo de la mujer embarazada. Su expresión denotó que algo no estaba bien. Sobre sus cabezas, intentando ignorar la súbita distracción, el minutero esperó a que la manecilla de los segundos pasara y se detuviera sobre él. Aunque la aguja de las horas lo reprendió exigiéndole que cumpliera su promesa, no hubo nada que hacer. Aquel estaba resuelto a explicarle a la joven lo que había sentido desde la noche en la que lo rozó distraídamente y que lo había estado atormentando. El amor, cuando no se confiesa, es hielo, y él ya no podría soportar más aquella ausencia de calor.
            Abajo, maniobrando torpemente, el doctor gritaba: “¡El cordón lo está asfixiando y no logro alcanzarlo!” Cediendo ante el dolor, la parturienta perdió el conocimiento y quedó inerte sobre la mesa de operaciones. Lo último que pasó por su mente fue el terror de saber que su hijo nacería muerto. Angustiado, el doctor supo que al niño le quedaban pocos segundos. Si no conseguía desanudarlo, el cordón umbilical lo estrangularía hasta matarlo. Tic, tac… tic, tac.

Tic,

tac…

            Entonces, en el instante preciso en el que la manecilla se posó sobre él, el minutero extendió sus brazos y la sujetó como si de ello dependiera la cordura del universo. Lo que ocurrió a continuación sólo ha sido supuesto en teorías sin fundamento que la ciencia ha descartado por absurdas, pero que la Filosofía no ha renunciado en ponderar. Cuando los brazos del minutero la rodearon por el cuello, ella detuvo su marcha y el Tiempo en su totalidad se detuvo. Las partículas de polvo que flotaban en el aire permanecieron estáticas, el viento dejó de correr y el escorpión no pudo inyectar su ponzoña en el escarabajo. Ningún insulto fue pronunciado, la ropa dejó de lavarse, la Tierra dejó de circundar al sol. Nadie se besó y nadie murió. Los edictos se quedaron en las bocas de los monarcas y ni una sola ola alcanzó la playa. En fin, la Creación permaneció quieta, la vida pausada sin reproche y sin alivio. En este punto el minutero habló. Le dijo a la manecilla del amor que sentía por ella, de cómo antes del incidente su vida había tenido propósito, pero que ahora una duda existencial se había apoderado de él. ¿Qué caso tenía avanzar si no era hacia ella? ¿Para qué medir el paso de las horas y los días si jamás la tendría junto a él? ¿De qué servía admirarla si no la podía tocar? Mirándola directamente a los ojos, él dijo: “Sin ti, cada fragmento del tiempo que medimos… duele.”
            Desde el Big Bang, Tiempo y Distancia no habían vuelto a estar tan unidos como en el momento en el que ella se dejó besar por él. Lo que sintieron es especulativo, y si ese beso realmente se dio, no existiría palabra que lo pudiera definir. El minutero sonrió como nunca antes lo había hecho, y aunque el mundo no volviera a girar, aunque el Destino se hubiera descompuesto, aquello se sentía bien. El minutero no la dejaría ir. Sin embargo, cuando le explicó a ella su decisión, una rasgadura improbable rompió su concentración. Por imposible que pareciera, una gota salada recorría la mejilla de la madre produciendo el único sonido del planeta, parecido al de un arado en tierra seca. Al voltear hacia abajo, las tres agujas descubrieron que la lágrima que brotaba de sus ojos desgarraba su piel en su camino hacia su vientre. Aquello no tenía sentido. Sin Tiempo el Movimiento era imposible. Pero las lágrimas poco saben de física. Más allá, se percataron de algo que los hizo sobresaltarse. Dentro de su barriga, el niño se retorcía penosamente, peleando por mantenerse con vida. Al no haber nacido, continuaría asfixiándose sin pausa a menos que el tiempo volviera a correr. “¡No!,” exclamó el minutero sujetando con más fuerza a la manecilla en sus brazos. Él la miró con ojos suplicantes, temiendo lo que el resto de la eternidad significaría para él si de pronto se atreviera a soltarla. Ella, en cambio, apartando momentáneamente la mirada del bebé, miró con resignación al minutero y sin palabras todo quedó dicho. “¡No!,” volvió a decir él, esta vez sin la fuerza de antes. Amorosa, ella lo acarició. “En otro tiempo, tal vez…” Dejando escapar un grito de frustración, el minutero abrió los brazos como queriendo rodear con ellos al reloj entero. Entonces ella se fue. Entonces él la vio partir. Entonces todo fue luz y ruido y colores y movimiento y palabras y el llanto de un bebé.

            Cuando se llevaron al recién nacido al cunero y los enfermeros acompañaron a la madre a la sala de recuperación, la tranquilidad regresó al quirófano. Por la noche, los enfermeros entraron a jugar a los naipes y dos de ellos hicieron el dramático recuento de cómo esa mañana un bebé casi moría asfixiado. Desdoblaban despreocupadamente sobre la mesa ases, reyes y reinas de espadas, cuando de pronto un gemido los hizo respingar del susto. Era un quejido indescifrable, agudo y triste, que sobrevolaba el lugar. Nunca supieron de dónde venía. Lo que sí pudieron contar, sin embargo, es que el llanto se producía puntualmente, sin demora, cada 61 segundos.