domingo, 1 de julio de 2012

Sin Nombre #sábado

Hace 70,000 años, en un rincón del universo en donde no podía atisbarse la mínima chispa de luz, dos asteroides del tamaño de un puño se estrellaron, uno contra el otro, causando una explosión equivalente a la de 243 bombas atómicas. Ambos cuerpos celestes se desintegraron al instante y los fragmentos resultantes fueron expulsados hacia lugares remotos y desconocidos. Exactamente 812 pedazos de meteoro atravesaron en parvada constelaciones que aún no aparecen en los mapas trazados por navegantes y astrónomos, y algunos de ellos podrían haberse confundido con polvo de estrellas. Avanzaban a una velocidad superior a la de la luz, y conforme lo hacían, algunos se incrustaban en la superficie de planetas o cometas vagabundos; otros, devorados por la fuerza centrífuga, se desintegraron hasta desaparecer de la memoria del universo. Algunas decenas más, simplemente fueron tragadas por hoyos negros y enviadas a dimensiones de cuya existencia ni siquiera se llegará a sospechar. Los restantes, silenciosos y expectantes, siguieron su camino a través del tiempo y el espacio. El viaje hasta nuestro sistema solar les tomó miles de años. En su recorrido divisaron la vía láctea, Alfa Centauri, el Cinturón de Orión. Sobre las gélidas montañas de Plutón aterrizaron 29. De los 67 que quedaron, 18 se mezclaron entre los anillos de Saturno y 12 laceraron la cara oculta de la luna. Así, llegaron al planeta azul. Al entrar a la atmósfera terrestre, 31 se hicieron talco, 2 sobrevolaron Europa y 3 se perdieron entre las nubes de oriente. Convertido en una partícula del tamaño de una uña, el último de los fragmentos sobrevivientes a la colisión cayó en el continente americano. Los vientos de Alaska lo arrastraron hacia el sur y, más destino que suerte, fue empujado hacia un lugar más cálido. Vio, en su último viaje, el Jardín de los Dioses, el Gran Cañón, las luces de neón que inflaman las noches de Nevada, la Sierra Tarahumara… esquivó alas de águila y gotas de tormenta; subió y bajó al capricho de vientos alicios, y, finalmente, llegó a la ciudad en donde vivo. Bajó en la penumbra, inadvertido, y colándose tímidamente por la rendija de mi ventana cayó en mi hombro derecho justo en el momento en el que me moría por besar a Marifer.